24091974 Discurso Pablo VI en el Seraphicum
24 de septiembre de 1974: Discurso de SS. Pablo VI en el "Seraphicum" de Roma en el VII centenario de la muerte de S. Buenaventura
Con mucho gusto hemos andado el breve camino que desde nuestra residencia nos ha traído hasta aquí.
La circunstancia que ha originado esta visita nuestra es la solicitud de Pastor de todo el Pueblo de Dios que siempre guía nuestros pensamientos y dirige nuestros pasos, y nos hace compartir los mismos sentimientos que embargaban el espíritu de san Pablo en el momento en que se proponía visitar de nuevo a los primeros cristianos de Roma: «Cuando llegue a vosotros, lo haré con la plenitud de la bendición del Evangelio de Cristo» (Rom 15,29).
1. Sabemos que en esta sede, que se honra con el ilustrísimo nombre del Doctor Seráfico, estudiosos de diversa condición y de varias nacionalidades han ilustrado estos días la multiforme personalidad de san Buenaventura de Bagnoregio al cumplirse el VII centenario de su muerte, a fin de que las solemnidades celebradas en otros lugares y de distintas formas culminasen como en una alabanza multiplicada.
A todos cuantos por cualquier razón han participado alegres en dicha conmemoración, Nos es grato hacerles llegar nuestra complacencia. Al mismo tiempo nos sentimos obligado a formular el deseo de que las celebraciones del centenario de una muerte redunden en una celebración de vida, que san Buenaventura, con su ejemplo y su enseñanza, puede transmitir con toda seguridad incluso a la Iglesia de nuestro tiempo. ¿Acaso no hemos escrito, en nuestra carta Scientia et virtute a los Ministros generales de las tres Familias franciscanas, del 15 de julio de 1974, que «este mismo maestro de doctrina y de vida aún habla, aunque ya difunto desde hace siete siglos?».[1]
2. Así pues, como al presente vamos a permanecer por un momento entre vosotros, hijos devotos del Santo, maestros en la enseñanza de su doctrina, cultivadores de su pensamiento y de su obra, Nos no podemos menos de sentirnos atraído por el título de un breve escrito suyo que, si bien no se encuentra entre los mayores por el tamaño y por las cosas que contiene, es sin lugar a dudas muy conocido y frecuentemente comentado, hasta el punto que sólo él basta para situar a su autor en la historia de las doctrinas de la Edad Media, por su peculiar doctrina y por su método unitario. Nos referimos, como habéis adivinado ya, al libro titulado Itinerario de la mente a Dios, escrito en el monte Alverna en 1259.
El mismo título de Itinerario nos suena a nosotros, hombres de hoy y herederos más serios y severos del patrimonio doctrinal de san Buenaventura, como algo grato y, por lo mismo, bien aceptado por algunas sencillas pero rectas y muy útiles indicaciones que nos dan la gozosa impresión de que el autor está próximo a nosotros, como guía y como intérprete de ciertas tendencias de nuestra mentalidad. Itinerario: en este mismo título nos parece que hay un cierto movimiento del espíritu que todo lo indaga e investiga, conforme al estilo inquieto y progresivo de la cultura contemporánea, la cual ciertamente se propone la investigación de la naturaleza de las cosas; pero con mucha frecuencia, recorriendo los caminos de la filosofía y teología, fácilmente se cansa y se detiene en ciertas estaciones, como si fuesen las últimas y supremas, mientras que el Itinerario, orientado a la única meta que puede compensar la fatiga del áspero y largo camino, continúa rectísimo hacia el supremo término de la Verdad divina, que coincide plenamente con la divina «Realidad».
El Itinerario de san Buenaventura reconoce el valor de las etapas intermedias, que marcan el orden de nuestros conocimientos, pero tiende a una ascensión más elevada, ejercitando, en un constante esfuerzo, el vigor del entendimiento, ya mediante la experiencia ya mediante el raciocinio, y respondiendo así a los postulados innatos de una pedagogía aprehendida tanto por los sentidos como por la mente y el alma, tal como la mejor escuela de nuestro tiempo puede apreciar.
Dicho Itinerario, además, sostenido y confirmado por aquella iluminación de san Agustín que incita a la ascensión con las palabras Quaere super nos, llega finalmente al primer umbral del misterio infinito; pero tampoco se detiene aquí, sino que, como si se hubiese interrumpido el ascenso, prosigue adelante en otra dirección, cual si descendiese, abriendo un nuevo camino: nos referimos al camino de las soledades interiores del espíritu humano, donde Cristo, luz y alimento, se adelanta, en las regiones del alma, a entrar en una nueva y no menos ardua búsqueda, que ya no se desarrolla afuera, en el mundo de las cosas creadas, sino dentro de nosotros, de modo que en todo tiempo se aplique a la inenarrable presencia de Dios, quien, mediante su gracia, estableció para sí en el alma una nueva y mística morada.
Este es el sendero que el hermano Buenaventura emprendió felizmente y el que con igual sabiduría propone de nuevo al hombre de hoy: el Itinerario de la mente a Dios, del que es propio reformar interiormente al hombre y abrirle un nuevo camino por el que pueda acercarse a Cristo el Señor.[2]
Hemos dicho itinerario emprendido y propuesto por el hermano Buenaventura.
Este apelativo de hermano lo hemos utilizado ciertamente de propósito, por cuanto nos parece no menos apto que el muy ilustre de Cardenal para calificar con precisión su vida y su extraordinario mensaje.
En verdad, él compartió, más que otros varones religiosos que en aquel tiempo florecieron en la santa Iglesia, las vicisitudes de su Orden poco antes fundada, a la cual dio mucho después de haber recibido mucho de ella. Él supo igualmente establecer una conexión permanente de su vida con el Fundador de su Orden, del que aprendió el plan de vida ascética y un altísimo sentido eclesial, y del que vino a ser como la «conciencia pensante». Por ello, se dirigió a los lugares donde san Francisco nació, vivió y murió, a fin de exponer con toda verdad los sucesos de su vida y trasmitirlos a la posteridad.[3]
Mas como «en los grandes oficios» que se le confiaron siempre postergase «la preocupación perversa»,[4] es decir, la solicitud de las cosas terrenas, se retiró «al monte Alverna como a lugar de quietud, con ansias de buscar la paz del alma»;[5] todavía hoy, varones prudentes y circunspectos enumeran este monte entre los «lugares excelsos del espíritu»,[6] por la manera del todo singular en que allí Francisco experimentó en persona a Cristo. Además, de san Francisco aprendió aquella pulquérrima y muy natural forma de alabar a Dios «en todas y por todas las criaturas...», y de creer firmemente y confesar con sencillez «las verdades de la fe según lo que cree y enseña la Santa Iglesia Romana».[7]
¿Acaso no arranca de esta fuente franciscana aquella laboriosidad de vida y serena tranquilidad de mente que caracterizaron al hermano Buenaventura, y que ponen de manifiesto que Dios está próximo a nosotros en la naturaleza y presente en nosotros por la fe?
3. Efectivamente, el itinerario que san Buenaventura propone a los demás, así como el que él mismo recorrió, no ha de tenerse por una peregrinación en solitario y que tienda a una meta lejana y completamente desconocida. Se trata, por el contrario, de emprender el camino junto con el Hijo de Dios que, hecho hombre, se conformó a nuestra imagen humana, para llevarnos de nuevo a su propia imagen divina, que fue impresa en el hombre en el momento mismo de la creación.[8] En Cristo, pues, hecho hermano del género humano,[9] también el universo, cual bellísimo poema,[10] nuevamente se ha convertido en voz que habla de Dios e impele «a que en todas las criaturas veas, oigas, alabes, ames y reverencies, ensalces y honres a tu Dios, no sea que todo el universo se levante contra ti».[11] Y puesto que Cristo, Dios desde la eternidad y hombre para la eternidad, fue autor de una nueva creación en los fieles por medio de su gracia, se sigue de esto que la exploración de la presencia de Dios se hace para ellos contemplación en sus almas, «en las que habita mediante los dones de su abundantísima caridad».[12] Esta contemplación, por consiguiente, se convierte finalmente en itinerario hacia Dios, itinerario que se lleva a cabo dentro de nosotros mismos, en quienes Dios se dignó establecer su morada (cf. Jn 14,23).
¡Oh, a qué maravillosos hallazgos nos conduce este itinerario interior!
Porque, abierto un nuevo cauce, nos lleva a encontrar la gracia, que es como el «fundamento de la rectitud de la voluntad y de la perspicua ilustración de la razón»;[13] a encontrar la fe, por la que se aumentan y perfeccionan nuestras facultades cognoscitivas, y por la que se participa del conocimiento que Dios tiene de sí mismo y del mundo; a encontrar, además, la esperanza, por la que se prepara nuestro encuentro irrevocable con Cristo Señor; a consumar la amistad que ya ahora nos une con Él; a encontrar finalmente la caridad, por la que compartimos la vida divina, y esto nos empuja a que, según la voluntad de Dios, consideremos a todos los hombres como hermanos nuestros.
4. Finalmente, ¿qué significa el mensaje de san Buenaventura sino una invitación al hombre a que recupere la verdadera imagen de sí mismo y a que alcance la plenitud de su persona?
Confiado os entregamos este mismo mensaje a todos y a cada uno de vosotros, a quienes la comunión de la profesión religiosa o la consonancia de pareceres os constituye en inmediatos herederos del Doctor Seráfico, para que investiguéis sus fecundas riquezas y os consagréis a divulgarlo por doquier. Pero lo recomendamos también con igual interés a todos los hijos de la Iglesia que están hoy, tal vez como nunca, expuestos a una especie de descomposición interior; y esto lo hacemos con el propósito de que cada uno, meditando diligentemente dicho mensaje, encuentre en él ayuda para hacer eficaz el testimonio de su vida tanto en la Iglesia como en el mundo.
Ojalá que Dios omnipotente «os haga dignos de la vocación y con su poder lleve a feliz término todo vuestro propósito de hacer el bien y la actividad de la fe» (2 Tes 1,11); gustosamente confirmamos este deseo con nuestra bendición apostólica.
[1] Carta de SS Pablo VI a los Ministros Generales Franciscanos con motivo del VII centenario de la muerte de san Buenaventura (15 de julio de 1974).
[2] Cf. Pablo VI: Aloc. 9-V-1973: AAS 65 (1973), p. 323; Bula Apostolorum Limina, 23-V-1974: AAS 66 (1974), p. 306.
[3] Leyenda Mayor (=LM), Prólogo, n. 4.
[4]Dante: Paraíso, XII, 128s.
[5] Itinerarium mentis in Deum, Prol., n. 2: Opera omnia, t. V, p. 295.
[6] Cf. J. Guitton, en L'Osservatore Romano, 25-X-73, p. 3, col. 1.
[7] LM 4,3.
[8] Cf. Vitis mystica, cap. 24, n. 3: Opera omnia, t. VIII, p. 189.
[9] In Ev. Luc., 22, 66: Opera omnia, t. VII, p. 561a.
[10] In I Sent., d. 44, a. 1, q. 3, concl.: Opera omnia, t. I, p 786b.
[11] Cf. Itinerarium, cap. 1, n. 15: Opera omnia, t. V, p. 299.
[12] Itinerarium, cap. 4, n. 4: Opera omnia, t. V, p. 307.
[13] Itinerarium, cap. 1, n. 15: Opera omnia, t. V, p. 298.
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