Anonimo de Perusa
Los comienzos y fundación de la Orden y los hechos de aquellos hermanos menores que fueron los primeros compañeros del bienaventurado Francisco
Prólogo
2. No deben los siervos de Dios desconocer las enseñanzas y el camino seguido por santos varones, ya que también a ellos los pueden llevar a Dios. Por lo cual, para honra de Dios y edificación de los lectores y de los oyentes, yo que les he visto actuar, les he oído hablar e incluso fui discípulo suyo, según las luces que me impartió la gracia divina he relatado y recopilado unos cuantos hechos de nuestro beatísimo padre Francisco y de algunos hermanos que se le juntaron en los comienzos de la Religión.
Capítulo I Cómo el bienaventurado Francisco empezó a servir a Dios
3. Cumplidos 1207 años desde la encarnación del Señor, en el mes de abril, el 16 de las calendas de mayo (2), viendo Dios que su pueblo, redimido por la preciosa sangre de su Hijo único, había olvidado sus preceptos y correspondía a sus beneficios con ingratitud; habiéndole tenido compasión largo tiempo, pese a que fuera digno de muerte, y no queriendo todavía que el pecador muera, sino que se convierta y viva; movido por su clementísima misericordia, Dios acordó enviar obreros a su mies.
Iluminó a un varón que vivía en la ciudad de Asís, de nombre Francisco, de oficio mercader, derrochador vanísimo de las riquezas de este mundo.
4. Cierto día, estando en la tienda donde solía vender paños y ensimismado en reflexiones relativas a su comercio, se le presentó un pordiosero pidiéndole limosna en nombre del Señor. Absorto en sus afanes de lucro y en las preocupaciones de su negocio, el dicho Francisco lo despidió negándole la limosna. Mas, al salir el pobre, movido por la gracia divina, empezó a reprocharse su actitud como grave falta de cortesía. Se reprendía: «Si este pordiosero te hubiera pedido en nombre de algún conde o barón de fama, le hubieras dado cuanto te pedía. ¡Con mayor razón debiste hacerlo cuando te pedía en nombre del Rey de reyes y Señor de todos!»
Con motivo de tal suceso, desde aquel momento se comprometió a no negar nunca nada en adelante a cualquiera que le pidiese en nombre de tan glorioso Señor. Y, llamando al pobre, le dio cuantiosa limosna.
¡Qué corazón tan lleno de gracia, tan pródigo en frutos e iluminado! ¡Qué propósito más firme y santo aquel al que siguió una admirable, inesperada y singular ilustración del futuro! Ni hay por qué admirarse. Ya lo proclamaba Isaías con voz inspirada por el Espíritu Santo: Si te desvives por el hambriento y dejas saciado al desconsolado, una luz resplandecerá para ti en las tinieblas, y la sombra se tornará como mediodía (Is 58,10). Y también: Si partes tu pan al hambriento, como aurora brotará una luz para ti, y tu buena obra te abrirá el camino (Is 58,7-8).
5. Pasando el tiempo, a este bienaventurado varón le sucedió algo extraordinario que creo digno de mencionar. Una noche, dormido en su cama, se le apareció un desconocido, le llamó por su nombre y lo llevo a un palacio de indecible y espléndida belleza lleno de armas de caballeros e incluso de resplandecientes escudos marcados con la cruz que colgaban de todas las paredes.
Francisco preguntó de quién eran tan refulgentes armas y tan espléndido palacio. Su guía le respondió: «Todas ellas y el palacio son tuyos y de tus caballeros».
Al despertar, como hombre mundano que todavía no había gustado plenamente el Espíritu de Dios, Francisco interpretó este sueño como augurio de que llegaría a ser un gran príncipe. Volviendo y revolviendo el asunto en su mente, resolvió hacerse caballero, para tener así la oportunidad de alcanzar aquella dignidad de príncipe. Se hizo, pues, confeccionar la indumentaria más suntuosa que pudo y se dispuso a marchar para la Pulla a reunirse con el conde Gentil (cf LM 1,3), con miras a que éste le armara caballero.
Por lo cual se mostraba más festivo que nunca y llamaba la atención de todos. A quienes le preguntaban el motivo de tan extraordinaria alegría, les contestaba: «Es que ya sé que voy a ser un gran príncipe».
6. Contrató un escudero, montó a caballo y se encaminó a la Pulla.
Llegó a Espoleto, no pensando más que en su expedición, y, caída la noche, se retiró a descansar. Entre sueños oyó entonces una voz que le preguntaba a dónde pretendía llegar. Él le expuso punto por punto todo su proyecto. Y la voz otra vez: «Dime: ¿quién te puede valer mejor, el amo o el criado?» Francisco le contestó: «El amo». «¿Por qué, pues, dejas al amo, para seguir al criado, y al príncipe, para seguir al vasallo?» Entonces le preguntó Francisco: «Señor, ¿qué quieres que haga?» «Vuelve a tu tierra -le dijo la voz- para cumplir lo que te revele el Señor».
Y de pronto, por efecto de la gracia divina, se sintió cambiado en otro hombre.
7. Al amanecer, acatando lo mandado, emprendió el viaje de regreso a su casa.
De camino, llegado que hubo a Foligno, vendió el caballo que montaba y la vestimenta con que se había engalanado para ir a la Pulla, y se vistió ropas más viles.
Hecho lo cual, caminando de Foligno a Asís con el dinero de la venta, pasaba cerca de una capilla levantada en honor de San Damián; encontró a un sacerdote pobre llamado Pedro, que residía allí. Le entregó el dinero para que lo guardara, pero el sacerdote, que no tenía un lugar a satisfacción donde colocarlo, se negó a recibirlo. Ante la negativa, el varón de Dios Francisco, con gesto de desprecio, arrojó el dinero a una ventana de dicha capilla.
Notando que ella estaba próxima a derrumbarse y era bien miserable, llevado por el Espíritu divino, se propuso consagrar aquel dinero para la restauración, e incluso instalarse allí, a fin de repararla y salvarla de la ruina. Más tarde, de hecho, llevó a cabo tal obra con el favor de Dios.
8. Al enterarse de su proyecto, movido por el amor carnal que le tenía y la codicia de recuperar el dinero, su padre empezó a maltratarlo, y abrumándolo de reproches, le exigía la devolución.
En presencia del obispo de Asís, Francisco gozosamente entregó a su padre no sólo el dinero, sino también la ropa que llevaba, quedándose desnudo bajo la pelliza del obispo, que lo abrazó para cubrir su desnudez.
Desprovisto ya de cosas temporales, vestido de ropas vilísimas y despreciables, de regreso a la mencionada capilla para vivir en ella, el Señor colmó de riquezas al que era pobre y estaba ultrajado: llenándolo de su Espíritu Santo, puso en sus labios un mensaje de vida para que proclamara y anunciara entre la gente el juicio y la misericordia, el castigo y la gloria, y para que les trajese a la memoria los mandamientos de Dios que habían echado en olvido. El Señor le estableció príncipe sobre innumerables naciones (Gén 17,4; Eclo 44,20), y, por medio de él, Dios las congregó en una de todas las partes del mundo.
El Señor lo llevó por un camino recto y estrecho: Francisco se negó a poseer oro, plata, dinero o cosa alguna, antes bien siguió al Señor en humildad, pobreza y sencillez de corazón.
9. Caminaba descalzo, vestía un hábito despreciable y ceñíase con un cinto también vilísimo.
Lleno de extremo rencor, su padre le maldecía cada vez que lo encontraba. Mas el bienaventurado varón se hacía acompañar de un anciano pobre llamado Alberto, a quien le pedía entonces que lo bendijera.
También muchos otros lo escarnecían y le lanzaban palabras afrentosas. Casi todos lo tenían por loco. Él no les hacía ningún caso, ni siquiera les contestaba. Más bien, con todo esmero procuraba poner en práctica cuanto Dios le manifestaba. Se desenvolvía no apoyado en doctas sentencias de humana sabiduría, sino en la demostración y fuerza del Espíritu (1 Cor 2,4).
Capítulo II Los primeros hermanos que siguieron al bienaventurado Francisco
10. Testigos presenciales de esos acontecimientos, dos varones de aquella ciudad, visitados e inspirados por la gracia divina, se presentaron humildemente al bienaventurado Francisco. Uno de ellos fue el hermano Bernardo, y el otro, el hermano Pedro. Ambos sencillamente le declararon: «Queremos vivir contigo en adelante y conformar nuestra vida con la tuya. Dinos, pues, lo que hemos de hacer con nuestros bienes». Él se regocijó mucho de su venida y propósito y les respondió con bondad: «Vayamos y pidamos consejo al Señor».
Fueron, pues, a cierta iglesia de la ciudad de Asís, entraron, se arrodillaron y humildemente rezaron así: «Señor Dios, Padre glorioso, te rogamos que por tu clemencia nos manifiestes lo que hemos de hacer». Y, terminada su oración, pidieron al sacerdote allí presente: «Señor, déjanos ver el evangelio de nuestro Señor Jesucristo».
11. El sacerdote abrió el libro, pues ellos no sabían todavía manejarlo debidamente. Y en el acto dieron con el texto en que está escrito: Si quieres ser perfecto, ve y vende cuanto tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo. Al consultar otra vez el libro, toparon con el texto: Quien quiere venir en pos de mí, etc. Por último, se les presentó éste: No toméis nada para el camino (Mt 19,21; 16,24; Lc 9,3). Al oírlos experimentaron inmensa alegría y exclamaron: «¡Ahí está lo que anhelábamos! ¡Ahí está lo que buscábamos!» Y el bienaventurado Francisco agregó: Esta será nuestra Regla. Luego mandó a sus dos compañeros: «Id y cumplid el consejo del Señor tal como lo oísteis».
Se marchó, pues, el hermano Bernardo, y, como era rico, sacó mucho dinero de la venta de sus propiedades. En cambio, el hermano Pedro era pobre de bienes materiales, pero se había enriquecido ya en los espirituales. Cumple también el consejo recibido del Señor: ambos, reuniendo a los pobres de la ciudad, se pusieron a distribuirles el dinero que habían conseguido de la venta de sus posesiones.
12. Mientras lo hacían en presencia de Francisco, acertó a pasar por allí un sacerdote llamado Silvestre. El bienaventurado Francisco le había comprado piedras para la restauración de la capilla de San Damián. (Vivía junto a ella ya antes de que tuviera hermanos que le hicieran compañía.)
Violes el sacerdote derrochando así el dinero, y, quemado del fuego de la codicia, quiso que se le diera también a él parte del mismo. En tono de queja, dijo: «Francisco, no me cancelaste lo debido por las piedras que me compraste». Al oírle murmurar de manera tan injusta, el bienaventurado Francisco, que había arrancado de sí toda avaricia, se acercó al hermano Bernardo y metió la mano en el manto donde éste tenía el dinero. Sacó un puñado de monedas y se las dio al sacerdote. Metió de nuevo la mano en el manto, sacó monedas como la primera vez, y asimismo se las entregó, preguntándole: «¿Están debidamente canceladas ahora?» «Debidamente», respondió el sacerdote, que en el acto volvió feliz a su casa.
13. Pocos días después, por inspiración divina, el mismo sacerdote se puso a pensar en lo que había hecho el bienaventurado Francisco, y se decía: «¿No seré yo un desgraciado, como que, anciano ya, sigo ansiando y rebuscando bienes temporales, mientras que ese joven los desprecia y abomina por amor de Dios?»
La noche siguiente vio en sueños una cruz inmensa cuya cima alcanzaba el cielo, cuyo pie salía de la boca del bienaventurado Francisco y cuyos brazos se extendían de una extremidad del mundo hasta la otra.
Al despertar, se convenció de que el bienaventurado Francisco era realmente un amigo de Dios y que la Religión iniciada por él debía propagarse por el mundo entero. Así, empezó desde entonces a temer a Dios y a hacer penitencia en su casa. Y poco tiempo después entró en la Orden de los hermanos, en la cual vivió santamente y gloriosamente perseveró hasta su muerte (3).
Capítulo III La primera residencia de los hermanos y cómo les hostigaban sus familiares
14. Vendidos sus bienes y distribuido el producto a los pobres -como queda dicho-, los hermanos Bernardo y Pedro se vistieron con el mismo hábito del varón de Dios, el bienaventurado Francisco, y compartieron su forma de vida.
No teniendo dónde cobijarse, fueron en busca de algún techo. Hallaron una capilla muy pobre, casi abandonada, denominada Santa María de la Porciúncula. Levantaron allí una cabañita, en la cual vivían juntos.
A los ocho días se les presentó otro ciudadano de Asís llamado Gil, varón piadoso y recto, a quien el Señor concedió muchos favores. Con gran fervor y reverencia, se arrodilló ante el bienaventurado Francisco y le pidió se dignase aceptarlo en su compañía. Al oír y ver aquello el bienaventurado Francisco, se puso muy contento y lo recibió con mucho gusto y alegría. Los cuatro sintieron una inmensa satisfacción y gustaron un profundo gozo espiritual.
15. Luego, el bienaventurado Francisco tomó al hermano Gil y lo llevó de compañero a la Marca de Ancona. Los otros dos se quedaron en Santa María de la Porciúncula. De camino alborozábanse no poco en el Señor. El varón de Dios expresaba su júbilo con voz brillante y en francés, alabando y bendiciendo al Señor.
Realmente rebosaban de gozo igual que si hubiesen logrado el más rico de los tesoros. Y de veras no podían menos de regocijarse, ya que, considerándolas como estiércol, habían abandonado muchas cosas que suelen apesadumbrar a los hombres. Se daban cuenta de las penas y amarguras que los placeres de este mundo ocasionan a quienes los apetecen, como también de los desencantos y tristezas que muchas veces los acompañan.
En cierta ocasión, el bienaventurado Francisco declaró al hermano Gil, su compañero: «Nuestra Religión se asemejará a un pescador; lanza sus redes al agua y recoge gran multitud de peces. Al ver tanta cantidad, selecciona los de mayor tamaño y los echa en sus cestos, soltando a los más chicos en el agua» (cf. Mt 13,47-49). El dicho Gil se asombró mucho de aquella profecía salida de labios del Santo, puesto que conocía lo muy poco numerosos que eran los hermanos.
A la sazón, el varón de Dios todavía no predicaba al pueblo. Sin embargo, al pasar por ciudades y castillos, exhortaba a hombres y mujeres a temer y amar al Creador del cielo y de la tierra, y a hacer penitencia de sus pecados. En cuanto al hermano Gil, remataba la plática con esta cantinela: «¡Muy bien dicho! ¡Fiaos de él!»
16. Los oyentes se preguntaban unos a otros: «¿Quiénes son éstos y de qué están hablando?»
Algunos entre ellos decían que parecían locos o borrachos. Mas otros replicaban: «No son boberías las palabras que salen de su boca». Uno de ellos sentenció: «O es gente que se ha unido al Señor por amor de la más alta perfección, o bien se han vuelto locos de remate, pues su vida en lo externo parece desesperada: caminan descalzos, visten ropas viles y apenas si comen». Con todo, la gente desconfiaba de ellos. Incluso, al divisarlos de lejos, las muchachas huían despavoridas para no ser contagiadas de su locura. Es verdad que la gente no se decidía a seguirles, pero quedaba impresionada por la forma de vida santa, con la que parecían marcados por el Señor.
Luego de recorrida aquella comarca, ambos volvieron al dicho lugar de Santa María de la Porciúncula.
17. Pocos días después acudieron a ellos otros tres varones de la ciudad de Asís. Fueron los hermanos Sabbatino, Juan y Morico el Chico. Humildemente le rogaron al bienaventurado Francisco que por favor les acogiera en su compañía. Y él los recibió con bondad y contento.
En cambio, cuando recorrían las calles de Asís pidiendo limosna, casi nadie quería dársela. Más bien les decían: «¡Habéis despilfarrado los bienes propios y queréis ahora devorar los ajenos!» Por lo cual sufrían extrema penuria. Incluso sus familiares y los de su propia sangre los perseguían, y los conciudadanos, pequeños y grandes, hombres y mujeres, los tenían en nada y los escarnecían como a necios y estólidos. La única excepción era el obispo de Asís, a quien el bienaventurado Francisco acudía con frecuencia en demanda de consejo.
Lo que incitaba a los parientes y consanguíneos a perseguirles y a otros a burlarse de ellos era que entonces no había quien, abandonando lo suyo, se pusiese a pedir limosna de puerta en puerta.
En cierta ocasión que el bienaventurado Francisco fue a visitarlo, el propio obispo le declaró: «Muy dura y áspera me parece vuestra forma de vida en lo que se refiere a no poseer ni tener nada en este mundo». Le contestó el santo de Dios: «Señor, si tuviésemos algunas propiedades, necesitaríamos también armas para defenderlas. Pues son ellas motivo de un sinfín de querellas y pleitos, que suelen estorbar al amor de Dios y del prójimo. Ésta es la razón por la cual no queremos poseer ningún bien material en este mundo».
Tal respuesta gustó al obispo.
Capítulo IV Cómo exhortó a sus hermanos y los envió por el mundo
18. Lleno ya de la gracia del Espíritu Santo, San Francisco predijo a sus hermanos lo que les iba a suceder. Reuniendo en torno a sí a los seis hermanos que tenía, en el bosque colindante con la capilla de Santa María de la Porciúncula, al que se llegaban con frecuencia para orar, les dijo: «Hermanos carísimos, hemos de tener en cuenta nuestra vocación; Dios en su misericordia nos ha llamado no solamente en beneficio nuestro, sino también para provecho e incluso salvación de muchos. Vayamos, pues, por el mundo exhortando y aleccionando a hombres y mujeres con nuestra palabra y ejemplo para que hagan penitencia de sus pecados y traigan a su memoria los mandamientos que por tanto tiempo echaron al olvido».
Y agregó: «No temáis, pequeño rebaño (Lc 12,32), antes bien tened confianza en el Señor. No os digáis: "¿Cómo vamos a predicar, ignorantes e iletrados como somos?" Antes acordaos de las palabras del Señor a sus discípulos: No sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre quien habla en vosotros (Mt 10,20). Es el mismo Señor, pues, quien os dará su Espíritu y sabiduría para exhortar y predicar a hombres y mujeres el camino y la práctica de sus mandamientos. Hallaréis hombres fieles, mansos, humildes y benignos, que os recibirán y escucharán vuestras palabras con gusto y cariño. También hallaréis a otros, infieles, soberbios y blasfemos, que os resistirán y os rechazarán a vosotros y vuestras palabras. Por lo cual afirmad en vuestros corazones el propósito de aguantarlo todo con paciencia y humildad».
Al oír esto último, los hermanos decayeron de ánimo. Advirtiendo el bienaventurado Francisco su temor, añadió: «¡No os espantéis! Sabed que dentro de no mucho tiempo acudirán a nosotros numerosos sabios, prudentes y nobles, y compartirán nuestra vida. Predicarán a naciones y pueblos, a reyes y príncipes, y convertirán a muchos al Señor. Y el Señor multiplicará y acrecentará su familia por el mundo entero».
Al terminar esta exhortación, los bendijo y se marcharon.
Capítulo V Las persecuciones que sufrieron los hermanos al ir por el mundo
19. Cuando en sus correrías los devotísimos siervos del Señor encontraban alguna iglesia en buenas condiciones o abandonada, o alguna cruz a la vera del camino, inclinándose devotísimamente en dirección a ellas, oraban diciendo: «Te adoramos, Cristo, y te bendecimos, como también en todas tus iglesias que hay en todo el mundo, porque por tu santa cruz redimiste al mundo» (Test 5). Y creían y pensaban que allí habían dado con un lugar del Señor.
Los que los veían se admiraban y exclamaban: «Jamás hemos visto religiosos así vestidos». Al ser distintos de todos los demás en el hábito y en la vida, les parecían salvajes. Cuando entraban en alguna ciudad, castillo o casa, proclamaban la paz. Y dondequiera que encontraban a hombres o mujeres, en las calles o las plazas, los animaban a temer y amar al Creador del cielo y de la tierra, a recordar sus mandamientos, que habían echado al olvido, y a esforzarse en adelante en ponerlos en práctica.
Algunos de los oyentes les escuchaban con gusto y gozo. Otros, en cambio, se mofaban de ellos. Abrumados por muchos a preguntas, los hermanos se encontraban incómodos para dar respuesta a ellas, tantas y tan variadas, pues los nuevos asuntos provocan muchas veces nuevas cuestiones. Algunos les interrogaban: «¿De dónde sois?» Otros: «¿A qué Orden pertenecéis?» Ellos respondían llanamente: «Somos penitentes, oriundos de la ciudad de Asís». Pues la Religión de hermanos no se llamaba todavía Orden.
20. Muchos de los que les veían y oían los tenían por embaucadores o necios. Alguno decía: «¡Ni pensar en recibirlos en casa, que podrían robarme mis cosas!» Por lo cual en muchas partes los trataban muy mal, y con frecuencia tenían que pasar la noche en los pórticos de iglesias o casas.
Fue en aquel tiempo cuando dos hermanos llegaron a la ciudad de Florencia. Recorrían las calles buscando alojamiento, sin poder encontrarlo en ninguna parte. Se llegaron a una casa que tenía un pórtico, en que había un horno, y se dijeron: «Aquí podremos pernoctar». Y pidieron a la dueña que les hiciera el favor de recibirlos en su casa. Ella, sin más, se lo negó. Le suplicaron entonces que, al menos, les permitiese pasar aquella noche junto al horno.
La mujer accedió. Pero luego llegó su esposo, se fijó en los hermanos instalados en el soportal, junto al horno, y la riñó: «¿Qué es eso de cobijar a esos bellacos?» Ella alegó: «Les negué hospedaje en la casa. Sólo les permití pasar la noche afuera, en el pórtico, que de allí no podrán llevarse nada; todo lo más, un poco de leña». Por ese recelo no quisieron prestarles una manta o cualquier otro abrigo, a pesar de que hacía entonces mucho frío.
Siendo todavía de noche, los hermanos se levantaron para asistir al rezo de las horas matutinas, y fueron a la iglesia que les quedaba más cercana.
21. Amanecido ya el día, la mujer acudió a la iglesia para oír misa. Observó a los hermanos, que estaban sumidos en devota y humilde oración, y se dijo para sus adentros: «Si los tales fueran malhechores, como aseveraba mi esposo, no se dedicarían a rezar con tanta reverencia».
Mientras daba vueltas al asunto, cierto varón llamado Guido se puso a recorrer la iglesia, distribuyendo limosnas a los pobres que en ella había. Llegó a los hermanos, y quiso darles una moneda a cada uno, como lo hacía con los demás. Pero ellos se negaron a recibirla. Entonces les preguntó: «¿Por qué no aceptáis dinero como los otros pobres, siendo, por lo que veo, tan indigentes y necesitados como ellos?» Uno de los hermanos, Bernardo, le contestó: «Bien cierto es que somos pobres, pero nuestra pobreza no nos pesa como a los demás la suya, pues, por gracia de Dios y cumpliendo su consejo, nos hicimos pobres».
22. Extrañado de lo que oía, aquel hombre les preguntó si antes habían poseído algo en este mundo. Respondieron que sí: habían tenido algunos bienes, pero los habían distribuido a los pobres por amor de Dios.
Considerando la mujer que los hermanos habían rechazado el dinero, se acercó a ellos y les dijo: «Cristianos, si queréis volver y aceptar mi hospitalidad, con mucho gusto os recibiré en mi casa». Con toda humildad, los hermanos le contestaron: «¡Dios te lo pague!» El dicho Guido cayó entonces en cuenta de que los hermanos no habían podido encontrar alojamiento; los tomó consigo y se los llevó a su casa. Les dijo: «¡Éste es el hospedaje que el Señor os ha preparado! Quedaos aquí todo el tiempo que gustéis». Dieron gracias a Dios por haber sido compasivo con ellos y haber oído el clamor de sus pobres. Y permanecieron en aquella casa algunos días. Gracias a lo que de ellos oyó y a los buenos ejemplos de que fue testigo, en adelante el señor Guido distribuyó muchos bienes entre los pobres.
23. Pese a que éste los hubiese tratado con tanta amabilidad, los demás tenían, por lo general, a los hermanos por tan viles, que muchos, pequeños y grandes, los trataban y les hablaban como los señores a sus siervos. No obstante las vilísimas y pobrecitas ropas que vestían, muchos se complacían en quitárselas. Al quedarse así desnudos, ya que no llevaban más que una sola túnica, se atenían siempre a la enseñanza evangélica, y no se las pedían a los que se las arrebataban (Lc 6,29-30). A veces, movidos a compasión, los ladrones se las devolvían; entonces, sí, ellos las recibían de buen grado.
A algunos hermanos les arrojaban fango a la cara; a un hermano le pusieron los dados en la mano preguntándole si quería jugar. Hubo quien, cogiendo a un hermano de la capucha, lo arrastró a su espalda cuanto le plugo. Estas son algunas de las muchas vejaciones que les infligían; no relatamos todas por no alargar en demasía la narración. La gente los consideraba tan despreciables, que los maltrataba con el mismo aplomo y atrevimiento que si fuesen malhechores. Ni mencionemos las innumerables molestias y estrecheces que sufrían a consecuencia del hambre, de la sed, del frío y de la escasez de ropa.
Todo esto lo aguantaban con entereza y paciencia, según se lo había recomendado el bienaventurado Francisco. No se entristecían ni turbaban, antes bien se alborozaban en los sufrimientos, como hombres que hicieran un gran negocio. Rebosaban de alegría y con fervor pedían a Dios por sus perseguidores.
24. La gente iba notando que los hermanos se alegraban en las tribulaciones y las llevaban con paciencia por el Señor. Iba notando que perseveraban en continua y devotísima oración; que, a diferencia de los demás pobres necesitados, no recibían ni llevaban dinero; y que mutuamente se querían con entrañable cariño, señal distintiva de que eran discípulos del Señor. Por todo lo cual, con la gracia divina, se ablandaron los corazones de muchos; venían a ellos y les pedían perdón de las afrentas que les habían hecho. Los hermanos, perdonándoles de corazón, les respondían alegres: «El Señor os lo perdone». Y así les escuchaban luego de buena gana.
Algunos les pedían se dignasen recibirlos en su compañía, y de ellos aceptaron a varios, pues en aquel tiempo, en razón del escaso número de hermanos, el bienaventurado Francisco les había dado a todos licencia para admitir a los que bien les pareciere. Finalmente, en el plazo convenido entre ellos, regresaron a Santa María de la Porciúncula.
Capítulo VI La vida de los hermanos y su amor mutuo
25. Cuando volvían a verse, rebosaban de tanta jovialidad y júbilo espiritual, que para nada se acordaban de las adversidades y pobreza extrema que padecían.
Todos los días se dedicaban a la oración y al trabajo manual para ahuyentar hasta la sombra de la ociosidad, enemiga del alma. Por las noches, con igual solicitud, se levantaban a media noche, según la palabra del profeta: A media noche me levantaba para celebrarte (Sal 119,62), y rezaban con mucha devoción y a menudo con lágrimas.
Se querían mutuamente con amor entrañable; mutuamente se servían y se preocupaban los unos de los otros, como una madre sirve a su hijo y se cuida de él. Tan ardiente resultaba en ellos el fuego de la caridad, que les parecía cosa fácil entregar la propia persona no sólo por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, sino también unos por otros. Y lo hacían gustosos.
26. Cierto día, por ejemplo, transitando dos hermanos por una calle, toparon con un loco, que se puso a lanzarles piedras. Uno de ellos, al ver que las piedras daban a su hermano, al punto se adelantó para cubrirlo contra los tiros; su encendida caridad mutua le hacía preferir recibir los golpes a dejarlos para su hermano. Estas y otras cosas parecidas hacían ellos con frecuencia.
Arraigados y cimentados en el amor y la humildad (Ef 3,17), uno reverenciaba a otro como si fuera su señor. Si uno descollaba entre ellos por su oficio o sus dotes, parecía más humilde y despreciable que los otros.
Además, todos se entregaban por entero a la obediencia; no bien se abría la boca del que mandaba, de inmediato disponían sus pies para emprender la marcha, y sus manos para trabajar. Cuanto se les ordenaba lo consideraban mandado conforme a la voluntad del Señor. Por lo cual les resultaba placentero y fácil cumplir cualquier mandato.
Se abstenían de los deseos egoístas y se juzgaban severamente a sí mismos con el objeto de no ser juzgados.
27. Pues si, acaso, uno decía a otro una palabra que quizá pudiese molestarle, tanto le remordía la conciencia, que no lograba sosegarse hasta confesar su culpa y hasta conseguir que, echado en tierra, el ofendido, a disgusto por supuesto, le pisase en la boca. Y en caso de que éste se negase en absoluto a hacer tal cosa, si el ofensor era su prelado, se lo mandaba, y si no lo era, hacía que el prelado se lo mandara, para así evitar en ellos la malicia y para mantener siempre entre ellos un amor pleno. De esta misma forma se esforzaban por contrarrestar cada vicio con la virtud opuesta.
Cuanto tenían, libro o túnica, todo lo usaban en común. A semejanza de lo practicado en la primitiva Iglesia apostólica, nadie reivindicaba cosa alguna como suya (Hch 4,32).
A pesar de que abundaban en extrema pobreza, eran siempre espléndidos y compartían de buen grado sus limosnas con quienes se las pidiesen por amor de Dios.
28. Cuando iban por los caminos y encontraban mendigos que les pedían, algunos de ellos, no teniendo otra cosa que ofrecerles, les daban una pieza de su vestido. Uno arrancó de la túnica su capucha para entregársela al pobre que mendigaba. Otro descosió una manga y la dio. Había quienes daban algún trozo de la túnica, para así cumplir la palabra del Evangelio, que dice: A todo el que te pide, dale (Lc 6,30).
Un día se presentó un pobre en la capilla de Santa María de la Porciúncula, donde residían los hermanos, y les pidió limosna. Había allí un manto que había pertenecido a uno de ellos cuando todavía estaba en el siglo. El bienaventurado Francisco dijo al hermano de quien había sido el manto que se lo regalara a dicho pobre. Por la reverencia y devoción con que hizo el donativo, creyó ver entonces mismo que aquella limosna subía al cielo, y de repente se sintió lleno de un nuevo espíritu.
29. Cuando los ricos de este mundo se dignaban venir a ellos, los acogían con alegría y amabilidad y les instaban para apartarles del mal y provocarles a hacer penitencia.
En aquellos tiempos, los hermanos pedían con interés que no se les enviase a las comarcas de las que eran oriundos. Pretendían con esto evitar el trato y la familiaridad de su parentela y cumplir lo dicho por el profeta: Desconocido me he hecho para mis hermanos, forastero para los hijos de mi madre (Sal 69,9).
Se alegraban sobremanera en la pobreza, pues no anhelaban otras riquezas que las eternas. Nunca tenían oro ni plata; desechaban, sí, todos los bienes de este mundo, pero el dinero, más que cualquier otra cosa, lo conculcaban bajo sus pies.
30. Residiendo ellos en Santa María de la Porciúncula, vinieron un día algunos visitantes, entraron en la capilla y, sin saberlo los hermanos, dejaron unas monedas sobre el altar. Entrando luego en la capilla, un hermano las vio, las recogió y las dejó en una ventana de la capilla. Allí las encontró otro hermano y se lo contó a San Francisco.
Al oír esto el bienaventurado Francisco, hizo averiguar diligentemente qué hermano había puesto allí aquellas monedas. Una vez descubierto, le mandó que viniera a su presencia y le dijo: «¿Por qué has hecho tal cosa? ¿No sabías tú que es voluntad mía que los hermanos se abstengan no sólo de usar dinero, sino hasta de tocarlo?» Oyólo el hermano; se inclinó y, puesto de rodillas, confesó su culpa y pidió que se le impusiera una penitencia. Él le ordenó que, tomándolas con la boca, las sacara de la capilla, las llevara hasta el lugar en que encontrara estiércol de asno y con su propia boca las colocara encima. El hermano lo cumplió puntualmente. Fue con motivo de aquel suceso cuando San Francisco exhortó a los hermanos a que, en cualquier lugar en que hallaren dinero, debían despreciarlo y tenerlo en nada.
Así, pues, vivían en continua alegría, no teniendo motivo alguno de turbación. En efecto, cuanto más estaban apartados del mundo, tanto más unidos estaban a Dios. Se introdujeron por el sendero, se estrecharon el camino y sufrieron sus asperezas. Quebrantaron rocas, hollaron y trituraron espinas, y así nos dejaron un camino llano a nosotros que seguimos sus huellas.
Capítulo VII Cómo fueron a Roma y el señor papa les permitió seguir su Regla y predicar
31. Viendo el bienaventurado Francisco que por la gracia del Salvador iban los hermanos aumentando en número y creciendo en méritos, les dijo: «Por lo visto, hermanos, el Señor quiere hacer de nosotros una gran agrupación. Vayamos, pues, a nuestra madre la Iglesia romana e informemos al sumo pontífice de cuanto Dios obra por medio de nosotros, para que sigamos, con su aprobación y mandato, la obra que hemos emprendido». Como les gustó la proposición, tomó a los doce hermanos y partieron para Roma (4).
De camino, les dijo: «Nombremos guía nuestro a uno del grupo, y sea para nosotros como el lugarteniente de Jesucristo; la ruta que quiera él tomar, la tomaremos, y cuando quiera detenerse para albergarnos, nos detendremos». Designaron al hermano Bernardo, que fue el primero en ser recibido por el bienaventurado Francisco, y se atuvieron a lo dicho.
Caminaban alegres, y su conversación giraba en torno a las palabras del Señor. Ninguno de ellos osaba decir nada que no atañese a la alabanza y gloria de Dios y al provecho de sus almas. A ratos se dedicaban a la oración. Y, a su debido tiempo, el Señor les facilitaba el alojamiento y la comida que necesitaban.
32. Habiendo llegado a Roma, se encontraron con el obispo de Asís, que a la sazón se hallaba en la Ciudad Eterna. Al verlos, los acogió con inmenso gozo.
El obispo era conocido de cierto cardenal llamado señor Juan de San Pablo; éste era varón probo y religioso y amaba mucho a los siervos de Dios. El obispo le puso al tanto del proyecto y forma de vida del bienaventurado Francisco y de sus hermanos. Oído su relato, el cardenal manifestó gran deseo de conocerlo personalmente a él y a algunos de sus hermanos. Al enterarse de que estaban en Roma, les mandó un mensajero y los invitó a su presencia. Los vio y los acogió con devoción y amor.
33. Pasaron ellos unos pocos días en compañía del cardenal; comprobando éste que en las obras de los hermanos resplandecía lo que de su vida había oído decir, llegó a profesarles profundo cariño. Dijo al bienaventurado Francisco: «Me encomiendo a vuestras oraciones y quiero que en adelante me consideréis como uno de vuestros hermanos. Ahora bien, contadme: ¿a qué habéis venido a Roma?» Entonces, el bienaventurado Francisco le descubrió todo su proyecto y le manifestó que quería hablar con el señor apostólico (5) para seguir, con su aprobación y mandato, lo que había emprendido. El cardenal le respondió: «Quiero ser yo vuestro procurador en la curia del señor papa».
Acudió, pues, a la curia y expuso al señor papa Inocencio III: «He encontrado a un varón de gran perfección, que quiere vivir según la forma del santo Evangelio y practicar la perfección evangélica. Por mi parte, estoy convencido de que por su medio quiere el Señor renovar cabalmente su Iglesia en el mundo entero». Oyéndolo el papa, se admiró y le dijo: «Tráemelo».
34. Así, pues, al día siguiente, el cardenal lo llevó a la presencia del papa. El bienaventurado Francisco expuso claramente todo su propósito al sumo pontífice, tal como antes lo había hecho con el cardenal.
El señor papa le arguyó: «Demasiado dura y áspera es vuestra vida, si, queriendo formar una agrupación, os proponéis no poseer nada en este mundo. ¿Y de dónde sacaréis cuanto necesitéis?» El bienaventurado Francisco le respondió: «Señor, confío en mi Señor Jesucristo, pues quien se comprometió a darnos vida y gloria en el cielo, no nos privará, al debido tiempo, de lo que necesitan nuestros cuerpos en la tierra». Le replicó el papa: «Está muy bien lo que dices, hijo; pero la naturaleza humana es frágil y jamás persevera en un mismo ánimo. Vete y de todo corazón pide al Señor que se digne inspirarte miras más sensatas y más provechosas para vuestras almas. Cuando vuelvas, comunícamelas, y yo entonces te las aprobaré».
35. Se fue a rezar, y con pureza de corazón pidió al Señor que, por su inefable bondad, se dignara inspirarle aquellas miras. Prolongada ya su oración y reconcentrado todo su corazón en el Señor, éste le habló interiormente y le dijo en forma de parábola: «En el reino de cierto rey poderoso había una mujer en extremo pobre, pero hermosa. El rey quedó prendado de la mujer y tuvo de ella muchos hijos. Un día esta mujer se puso a pensar y a decir para sus adentros: "¿Qué voy a hacer yo, tan pobre como soy y con tantos hijos, y sin bienes para mantenerlos?" Daba vueltas a tales pensamientos en su interior, y su semblante se tornaba melancólico de tanta preocupación. En aquel momento llegó el rey y le preguntó: "¿Qué te pasa, que te veo pensativa y afligida?" Ella le contó todas sus cuitas. Entonces, el rey la serenó con estas palabras: "No te asustes de tu excesiva pobreza, ni temas por los hijos que tienes y por los sucesivos que vas a tener. Pues si a mi numerosa servidumbre le sobra comida en mi palacio, ¡qué voy a permitir que mis hijos se mueran de hambre! ¡Antes que a otros, quiero que les sobre a ellos!"»
En el acto comprendió el varón de Dios, Francisco, que aquella mujer paupérrima le representaba a él. De lo cual salió fortalecido en su propósito de guardar siempre la santísima pobreza.
36. Se puso de pie, y al instante fue a ver al señor apostólico y le comunicó cuanto Dios le había manifestado.
Al oírlo el señor papa, se quedó muy asombrado de que el Señor revelara su voluntad a hombre tan simple. Y reconoció que ese varón no se movía guiado por sabiduría humana, sino por la inspiración y poder del Espíritu.
Entonces, el bienaventurado Francisco se inclinó ante el señor papa y con tanta humildad como devoción le profesó obediencia y reverencia. Y como los otros hermanos todavía no habían prometido obediencia, asimismo profesaron obediencia y reverencia al bienaventurado Francisco, según se lo mandó el señor papa.
Y el señor papa le concedió la Regla a él y a los hermanos presentes y futuros (cf. 1 R Pról). Y le dio licencia de predicar en todas partes según la gracia del Espíritu Santo que se le concediese. Otorgó también que pudieran predicar todos aquellos hermanos a quienes el bienaventurado Francisco les confiase el ministerio de la predicación.
Desde entonces, el bienaventurado Francisco empezó a predicar al pueblo por ciudades y castillos según se lo inspiraba el Espíritu del Señor. Y el Señor puso en sus labios palabras tan apropiadas, suaves y sabrosas, que era prácticamente imposible cansarse de oírlo.
En cuanto al cardenal Juan de San Pablo, movido por el cariño que tenía al hermano (6), hizo conferir la tonsura a todos los doce hermanos.
Más tarde, el bienaventurado Francisco prescribió que se celebrase capítulo dos veces al año: en Pentecostés y en la fiesta de San Miguel, en el mes de septiembre (cf. 1 R 18).
Capítulo VIII Cómo prescribió que se celebrase capítulo y de lo que se trataba en él
37. En Pentecostés, todos los hermanos se reunían para el capítulo en torno a la capilla de Santa María de la Porciúncula. En este capítulo trataban sobre la manera de mejor observar la Regla. Además, para cada comarca destinaban hermanos que predicaran al pueblo y señalaban quienes distribuyeran los hermanos en su provincia (7).
San Francisco exhortaba, reprendía y mandaba según le parecía conveniente después de consultarlo con el Señor. Y cuanto les enseñaba con sus palabras, ponía todo cuidado y cariño en demostrárselo primero con sus obras.
Reverenciaba a los prelados y a los sacerdotes de la santa Iglesia. Respetaba también a los señores, honraba a los nobles y a los pudientes. También a los pobres los amaba entrañablemente y se condolía con ellos. En una palabra, se comportaba como el súbdito de todos.
Si bien era el más eminente de los hermanos, nombraba como guardián y señor suyo a uno de los hermanos que con él vivían, y le obedecía humilde y puntualmente para apartar de sí cualquier motivo de soberbia. Este santo se humillaba entre los hombres hasta la tierra; por eso, el Señor lo elevó en el cielo entre sus santos y elegidos.
Exhortaba a los hermanos a observar fielmente el santo Evangelio y la Regla que habían profesado. Muy en especial les recomendaba que venerasen los ministerios y ordenanzas eclesiásticas; que oyeran misa y contemplaran el cuerpo de nuestro Señor Jesucristo con atención y devoción; que reverenciaran a los sacerdotes, que administran este venerable y augusto sacramento, y que dondequiera que los encontrasen, inclinaran la cabeza ante ellos y les besarán la mano. Y si se los encontrasen montados a caballo, por la veneración de sus poderes habrían de hacerles una reverencia y besar no sólo su mano, sino hasta los cascos de la cabalgadura.
38. También les exhortaba a que no juzgasen ni despreciasen a nadie, ni siquiera a los que paladean bebidas y manjares exquisitos o visten con lujo, tal como se dice en la Regla (1 R 11,7-12; 2 R 2,17). «Pues nuestro Señor es también señor de ellos, y el que nos llamó a nosotros, puede también llamar a ellos, y el que se dignó justificarnos a nosotros, puede también hacerlo con ellos».
Asimismo agregaba: «Por mi parte, quiero honrarlos como a hermanos y señores míos. Hermanos míos son, porque todos fuimos hechos por el mismo Creador. Señores míos son, porque, subviniendo a nuestras necesidades materiales, nos permiten dedicarnos a vivir en penitencia». A lo cual añadía esta recomendación: «Tal debe ser vuestra vida entre los hombres, que, al veros u oíros, todos glorifiquen y alaben a nuestro Padre que está en los cielos».
En efecto, su mayor anhelo era que él y sus hermanos siempre realizaran obras que procurasen alabanza al Señor. Les decía: «La paz que proclamáis con la boca, debéis tenerla desbordante en vuestros corazones, de tal suerte que para nadie seáis motivo de ira ni de escándalo, antes bien por vuestra paz y mansedumbre invitéis a todos a la paz y a la benignidad. Para esto hemos sido llamados, para curar a los heridos, vendar las fracturas y atraer a los descarriados. Muchos hay que creemos miembros del diablo y que algún día serán discípulos de Cristo».
39. Les censuraba sus excesivas penitencias corporales, pues en aquel entonces los hermanos se consumían en demasiados ayunos, vigilias y maceraciones, con miras a reprimir en ellos cualquier apetito sensual. Se castigaban tan cruelmente, que parecían odiarse a sí mismos. Habiéndolo oído y visto el bienaventurado Francisco, les reprendía según queda dicho, y les mandaba que no hiciesen tales cosas. Tan lleno estaba de la gracia y sabiduría del Salvador, que amonestaba con devoción, corregía con cordura y mandaba con afabilidad.
Ninguno de los hermanos que se reunían en capítulo se atrevía a entablar conversaciones sobre asuntos mundanos, sino que platicaban sobre las vidas de los santos padres, las virtudes de tal o cual hermano o el mejor modo de congraciarse con nuestro Señor.
Aquellos que acudían al capítulo afligidos por alguna tentación de la carne o del mundo, o por cualquier otra tribulación, al oír al bienaventurado Francisco hablar con tanto fervor y suavidad y al verlo en persona, se sentían librados de sus angustias. Es que sabía hablarles compasivamente; no como juez, sino como padre a sus hijos, como médico al enfermo. Así se cumplía en él la palabra del Apóstol: ¿Quién enferma sin que yo enferme? ¿Quién sufre turbación sin que se me queme la sangre? (2 Cor 11,29).
Capítulo IX Cuando fueron enviados los hermanos por todas las tierras del mundo
40. Terminado el capítulo, bendecía a todos los hermanos presentes y asignaba a cada uno la región a donde quería que fuese. A quienes poseían el Espíritu del Señor y don de palabra para la predicación, fueran clérigos o laicos, les daba licencia y misión de predicar. Los hermanos recibían su bendición con gran alegría y gozo en el Señor Jesucristo. Iban por el mundo como extranjeros y peregrinos, no llevando nada para el camino, sino solamente los libros con que poder rezar las horas.
Doquiera que encontraban a un sacerdote, fuese pobre o rico, se inclinaban y reverentemente lo saludaban, como les había enseñado el bienaventurado Francisco.
A la hora de buscar alojamiento, se hospedaban preferentemente en casa de éstos más bien que en la de los seglares.
41. Cuando no conseguían hospitalidad en casa de un sacerdote, preguntaban por alguno del lugar que fuese hombre piadoso y temeroso de Dios y en cuya casa pudiesen hospedarse convenientemente. Poco después movió el Señor a algunos, temerosos de Dios, a que prepararan alojamiento a los hermanos en las ciudades y castillos a donde éstos habían de venir; esto se mantuvo hasta que más tarde los mismos hermanos se edificaron sus propios lugares en ciudades y castros.
El Señor les dio un hablar y un espíritu apropiados a cada momento para que pronunciaran palabras oportunas que traspasasen los corazones de los oyentes, más los de los jóvenes que los de los ancianos. Dejando ellos padre y madre y cuanto tenían, seguían a los hermanos y tomaban el hábito de la santa Religión. Entonces sobre todo se cumplió en esta Religión la palabra evangélica del Señor: No he venido a traer la paz a la tierra, sino la espada, porque he venido a enemistar al hombre con su padre, y a la hija con su madre (Mt 10,34-35). Y a los que recibían, los hermanos los llevaban al bienaventurado Francisco para que éste les diese el hábito.
Asimismo, muchas mujeres, doncellas y viudas, conmovido el corazón por la predicación de los hermanos, acudían a preguntarles: «¿Y nosotras, qué hemos de hacer, ya que no podemos seguiros? Decidnos cómo podemos alcanzar la salvación de nuestras almas». Para darles satisfacción, en cada ciudad donde les fue factible, los hermanos fundaron monasterios cerrados para en ellos hacer penitencia. Y se nombró a uno de los hermanos para que los visitase y corrigiese.
También hombres casados les decían: «Tenemos esposas que no nos permiten dejarlas. Enseñadnos, pues, un camino que podamos tomar para llegar a la salvación». Y los hermanos fundaron con ellos una orden que se llama de penitentes, y que la hicieron confirmar por el sumo pontífice.
Capítulo X
Cuando los cardenales cobraron afecto a los hermanos,
comenzaron a aconsejarles y ayudarles
42. El venerable padre, señor cardenal Juan de San Pablo, que a menudo aconsejaba al bienaventurado Francisco y lo protegía, encarecía ante los demás cardenales el mérito y las obras del bienaventurado Francisco y de todos los hermanos. Tales elogios les impresionaron y les hicieron cobrar afecto a los hermanos; cada cual deseaba tener a algunos en su palacio, no por los servicios que éstos podrían prestarles, sino por motivo de la singular devoción y cariño que les profesaban.
Cierto día que el bienaventurado Francisco acudió a la curia, varios cardenales le pidieron que a cada uno les diera hermanos, y él accedió benévolamente a su deseo.
Finalmente, murió y descansó en paz el dicho señor Juan, que tanto amó a aquellos santos pobres (cf. TC 61).
43. Después de su muerte, el Señor movió a otro cardenal llamado Hugolino, obispo de Ostia, que tuvo por el bienaventurado Francisco y sus hermanos entrañable cariño, no solamente de amigo, sino, más bien, de padre. Afectado por su renombre, el bienaventurado Francisco fue a visitarlo. Al verlo, el cardenal lo acogió con gozo y le declaró: «Me pongo a vuestra disposición para cualquier consejo, ayuda y protección según gustéis. En cambio, os ruego que me encomendéis en vuestras oraciones».
El bienaventurado Francisco dio gracias al Altísimo por haber inclinado el corazón del cardenal a ofrecerle consejo, ayuda y protección, y contestó a éste: «Con mucho gusto os tendré por padre y señor mío y de todos mis hermanos. Y quiero que todos ellos estén obligados a rogar por vos al Señor». Luego le pidió que se dignase asistir al capítulo de Pentecostés. El cardenal asintió, y desde entonces acudía cada año.
Al llegar él, todos los hermanos reunidos en el capítulo salían procesionalmente a su encuentro. Al juntarse con ellos, el cardenal se apeaba del caballo y, por la devoción que les profesaba, les acompañaba a pie hasta la capilla. Luego les dirigía una plática y celebraba la misa, en la cual el bienaventurado Francisco proclamaba el evangelio.
Capítulo XI
Cómo les amparó la Iglesia
contra los ataques de quienes los perseguían
44. Cumplidos once años desde el inicio de la Religión y multiplicado el número de los hermanos, se eligieron ministros y se les envió con algunos hermanos por casi todas las regiones del mundo en que estaba implantada la fe católica.
En ciertas regiones los acogieron, pero les prohibían terminantemente construir pequeñas residencias. De otras los expulsaron, recelosa la gente de que no fuesen verdaderos cristianos, dado que el papa todavía no había confirmado, sino sólo concedido, la Regla. Por esta particularidad, los hermanos sufrieron muchos vejámenes tanto por parte del clero como de los laicos. Algunos fueron desnudados a manos de ladrones. Volvieron al bienaventurado Francisco muy angustiados y desalentados. Les acaecieron aquellas tribulaciones en Hungría, en Alemania y en otros países transalpinos.
Pusieron al tanto de lo sucedido al dicho señor cardenal ostiense. Él mandó llamar al bienaventurado Francisco y lo llevó a la presencia del señor papa Honorio, pues ya había muerto el señor Inocencio (cf. TC 62). Hizo que redactara otra Regla y que el papa la confirmara y la ratificara con la autoridad del sello pontificio.
En esta Regla determinó que se espaciaran las celebraciones capitulares, con el fin de evitar mayores molestias a los hermanos que vivían en regiones lejanas (2 R 8,3; cf. 1 R 18,2).
45. Además, el bienaventurado Francisco pidió al señor papa que uno de los cardenales fuera gobernador, protector y corrector de la Religión, según se dice en la misma Regla (2 R 12,3; Test 33). Y el papa les concedió como tal al señor cardenal ostiense.
Entonces, por disposición del señor papa, el señor ostiense extendió su mano para proteger a los hermanos y envió cartas a muchos prelados en cuyas circunscripciones habían sido perseguidos los hermanos para que, lejos de oponerse a ellos, como a hombres buenos y religiosos y aprobados por la Iglesia, les prestaran consejo y auxilio, y así pudieran predicar y habitar en sus regiones. Asimismo, otros varios cardenales enviaron cartas con el mismo fin.
Y así, en otro capítulo, habiendo dado Francisco a los ministros autorización para recibir candidatos a la Orden (2 R 2,1), fueron enviados hermanos a dichas regiones, llevando consigo la Regla confirmada y las cartas del cardenal a que hemos aludido. Al ver los prelados la Regla confirmada por el papa y el testimonio del señor cardenal ostiense y de los otros cardenales en favor de los hermanos, les dieron permiso para construir, residir y predicar en sus circunscripciones.
Establecidos y predicando allí los hermanos, muchos que fueron testigos de su vida humilde, de la honestidad de su conducta y de sus palabras dulcísimas, vinieron a ellos y tomaron el hábito de la santa Religión.
El bienaventurado Francisco, que pudo comprobar la lealtad y el cariño del señor ostiense para con los hermanos, lo quería de todo corazón; y, cuando le escribía, empezaba así sus cartas: «Al venerable padre en Cristo, obispo del mundo entero».
Y, de hecho, poco tiempo después, conforme a tal augurio del bienaventurado Francisco, el dicho señor cardenal ostiense fue elegido para la Sede Apostólica, tomando el nombre de papa Gregorio IX (cf. TC 67).
Capítulo XII
Tránsito del bienaventurado Francisco.
Sus milagros y canonización
46. Cumplidos veinte años desde que el bienaventurado Francisco abrazó la perfección evangélica, Dios misericordioso acordó que descansara de sus trabajos, pues había sufrido mucho en vigilias, oraciones, ayunos, súplicas, predicaciones, correrías, en celo y compasión por el prójimo. Había entregado todo su corazón a Dios creador y le había amado con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus entrañas. Llevaba a Dios en su corazón, lo alababa con la boca, lo glorificaba en sus obras. Y cuando alguien pronunciaba el nombre de Dios, decía: «Al oír este nombre, cielo y tierra deberían prosternarse».
Queriendo manifestar el amor que le tenía, el Señor imprimió en sus miembros y costado las llagas de su muy amado Hijo. Y como el siervo de Dios Francisco anhelaba llegar a la casa de Dios y al lugar donde habita su gloria (Sal 26,8), lo llamó a sí, y el bienaventurado voló gloriosamente al Señor.
Después de su muerte aparecieron en el pueblo muchas señales y milagros. Debido a éstos, se ablandaron los corazones de muchos que eran reacios a prestar fe a cuanto se había dignado el Señor manifestar en su siervo. Entonces confesaban: «¡Muy necios fuimos! ¡Locura nos parecía su vida, y su muerte digna de desprecio! ¡Y ahora resulta que está contado entre los hijos de Dios y participa en la herencia de los santos!» (Sab 5,4-5).
47. El venerable señor y padre, el señor papa Gregorio, veneró como santo después de muerto a quien había amado en vida. Con una comitiva de cardenales acudió a la tumba donde estaba inhumado el cuerpo del Santo y lo inscribió en el catálogo de los santos.
Con esta ocasión, muchos magnates y nobles con sus esposas, hijos e hijas y la familia entera, abandonaron todo y se convirtieron al Señor. Las mujeres e hijas se recluyeron en monasterios. Los maridos e hijos tomaban el hábito de hermanos menores.
Así se cumplió la profecía hecha por el bienaventurado Francisco a sus hermanos: «Dentro de no mucho tiempo acudirán a nosotros numerosos varones sabios, discretos y nobles, y compartirán nuestra vida».
Epílogo
Ahora bien, hermanos carísimos, os ruego que meditéis atentamente, comprendáis debidamente y os esforcéis en poner en práctica cuanto hemos escrito acerca de nuestros padres y hermanos queridísimos, para que merezcamos participar con ellos en la gloria celestial. A ella nos lleve nuestro Señor Jesucristo.
* * * * *
Notas:
1) La numeración de los párrafos de este opúsculo empieza con el número 2, siguiendo la que proporciona el P. Di Fonzo en su edición crítica (L'Anonimo Perugino: MF 72 [1972] p. 117-483). Con toda razón, éste excluye como espurio el Protoprólogo que el P. Van Ortroy incluía en su edición anterior del Anónimo (1902) con el número 1. Sin embargo, para no confundir al lector, el P. Di Fonzo -y nosotros con él- acertadamente conserva la numeración de la primera edición crítica hecha por el P. Van Ortroy.
2) Probablemente el 16 de abril de 1208, dado que el autor señala que ya se hallaban cumplidos 1207 años desde la encarnación del Señor. En aquel día se juntaron con Francisco sus dos primeros discípulos, Bernardo y Pedro. Es la fecha tradicional de la fundación de la Orden de los hermanos menores.
3) Murió en Asís, el 4 de marzo de 1240.
4) Parece, en realidad, que eran once los hermanos; doce contando a Francisco (cf. 1 Cel 32; Julián de Espira 21; TC 46). El probable error del Anónimo puede originarse en un lapsus calami, procedente, él mismo, de la reminiscencia del repetido texto evangélico: Jesús llevó consigo «a los doce» (Mt 20,17; Mc 10,32; Lc 9,10.12; 18,31). Más abajo (36) el Anónimo ya no mencionará más que «doce hermanos», incluyendo al parecer a San Francisco en este número.
5) Era una manera de denominar al papa en la Edad Media.
6) Así se designaba a San Francisco en la fraternidad: «el hermano» por excelencia (cf. Jordán de Giano, Crónica 17).
7) Cf. 1 R 4,2. Dice Di Fonzo: «De lo que se afirma en AP 37a parece concluirse que antes de la institución formal de los ministros el año 1217 (AP 44a), San Francisco encomendó este oficio a algunos "como ministros"» (L'Anonimo Perugino: MF 72 [1972] p. 456 n. 68). La palabra provincia no tiene necesariamente el sentido técnico de uno de los territorios en que se divide la Orden (este sentido lo adquirirá más tarde). En todo caso, al decir «su provincia» parece indicar que el que ejerce la función indicada tiene a su cargo una zona de límites más o menos fijos.
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