VIII centenario del nacimiento de San Francisco


Mensaje con ocasión del VIII centenario del nacimiento de San Francisco de Asís 
(12 de marzo de 1982)

En 1982, el Episcopado de Italia celebró una asamblea extraordinaria en Asís. El Papa acudió a Asís, por segunda vez durante su papado, el día 12 de marzo, y se encontró con los obispos reunidos en el sacro convento de S. Francisco. En páginas anteriores hemos reproducido los discursos de Juan Pablo II. A continuación ofrecemos el texto del mensaje de los obispos italianos a su nación, que el secretario de la Conferencia Episcopal Italiana leyó en presencia del Papa durante su encuentro en Asís del día 12 de marzo de 1982.

1. Estamos en Asís, somos peregrinos. También nosotros los obispos, como Francisco a los pies del crucifijo de San Damián, pedimos al altísimo y glorioso Señor Dios «fe recta, esperanza cierta, caridad perfecta, humildad profunda, sentido y conocimiento» (cf. OrSD).

Verdaderamente con el «hermano Francisco pobrecillo», al que veneramos en el VIII centenario de su nacimiento, Dios continúa restaurando su Iglesia, ilumina al mundo y hace cantar a todas sus criaturas, bellas, resplandecientes, claras, preciosas y alegres.

«Loado seas, mi Señor, con todas tus criaturas» (Cánt 3). Hemos venido a Asís para encontrar nuevamente la intensidad de este cántico de la creación a la gloria de Dios.

Un cántico capaz de hacer vibrar los sentimientos puros del espíritu humano, siempre, en toda la tierra.

Un himno de fe que brota libre donde no hay odio y pecado, pereza de espíritu, esclavitud del dinero y del placer; donde el corazón confía en Dios, siente sus pasos familiares, se abre al abrazo de los hermanos y reconquista, en el Espíritu, la armonía originaria de la creación.

No es el hijo irreflexivo y vividor, aunque bueno, de Pietro Bernardone el que nos conduce en esta revelación. Es Francisco casi ciego y vecino a la muerte, entre sus hermanos, después de una vida penitente y crucificada por amor del Padre, mientras, a la salida del «hermano sol», se despierta de una noche de dolor.

Vivir es cantar a Dios

2. Francisco decidió un día no adorarse más a sí mismo y seguir decididamente las huellas de Cristo. Se enamoró del Evangelio, que fue para él la «regla sin glosa», la «forma» de vida. Se extasió por el misterio de la Encarnación y, en las proximidades de Greccio, inventó el pesebre; ya no consiguió pensar en la crucifixión de Jesús sin conmoverse y llorar; escogió sobre todo cualquier invitación a pasar por la puerta estrecha.

Y la puerta estrecha lo condujo presto a los leprosos: tenían el rostro de Cristo, más aún, eran Cristo mismo, su santo icono. Inclinarse sobre Cristo e inclinarse sobre la humanidad sufriente se convirtió para él en la misma cosa.

Comenzó entonces para Francisco la inquietante parábola de su enamoramiento de la «Altísima Pobreza»: se expropió de todo, y tomó la cruz.

Y a medida que en su carne se imprimía la pasión de Cristo por los hombres, Francisco se liberaba «de las sombras de las cosas terrenas... volaba a lo más alto, se sumergía puro en la luz» (2 Cel 54). Sobre el monte Alverna, Dios mismo lo marcó también exteriormente con las llagas de su Hijo: y él respondió cantando a Dios los sentimientos del alma enamorada y transfigurada en Cristo: «Tú eres santo, Señor Dios único... Tú eres fuerte, tú eres grande, tú eres el Altísimo.... eres el Padre santo..., tú eres el bien, todo bien, sumo bien... Tú eres amor, tú eres sabiduría, tú eres humildad, tú eres paciencia, hermosura, seguridad, eres quietud, gozo y alegría... Tú eres esperanza, fe y caridad, eres fortaleza, eres refugio, eres nuestra dulzura, eres nuestra vida eterna, grande y admirable Señor, omnipotente Dios, misericordioso Salvador» (cf. AlD).

En el éxtasis de la experiencia de las llagas, estallaba así el motivo dominante de la vida de Francisco y de nuestra existencia humana: vivir es cantar a Dios; es desencarcelar de las criaturas, con la fuerza del Evangelio, el himno coral de la gloria de Dios.

Mas para que el singular cántico franciscano, pasado por los siglos, llegue a nosotros, es útil recoger aquí el mensaje central de tres «cartas circulares» que Francisco escribió ya próximo a la muerte, «considerando que no podía visitar personalmente a cada uno dada la enfermedad y debilidad de su cuerpo», y, por otra parte, considerándose obligado «a servir y a suministrar a todos las odoríferas palabras de su Señor» (2CtaF 2-3).

A todos los cristianos

3. Escribió una de las tres cartas «a todos los cristianos, religiosos, clérigos y laicos, hombres y mujeres, a cuantos habitan en el mundo entero» (2CtaF 1).

Esta es su súplica fundamental: «Amemos, pues, a Dios y adorémoslo con puro corazón y con mente pura... Y dirijámosle alabanzas y oraciones día y noche, diciendo: "Padre nuestro, que estás en los cielos", porque es preciso que oremos siempre y no desfallezcamos» (2CtaF 19 y 21).

Francisco traza así la vida de los cristianos, arrollada por completo en aquel impulso hacia lo alto, que funda, y cada día alimenta, nuestra presencia en el mundo.

Es impulso de verdad, que nos compromete a reconocer en las criaturas la obra y la gloria de Dios, en cada hombre y en cada mujer la imagen de la que Él es celoso, en los que sufren y en los últimos el rostro predilecto de su Hijo.

Es impulso de libertad, que poniendo a «Dios sobre toda otra cosa», salva nuestras energías humanas de la esclavitud del pecado y del lastre que no sirve. No hay ídolo alguno frente a nuestro Dios: no el dinero, no el poder, no el consumo, no el bienestar, no la obra de nuestras manos; no nuestros vicios, ni siquiera nuestra sabiduría humana. A Él solo debemos amar y a Él solo servir; y al prójimo como a nosotros mismos, hasta dar la vida.

Es impulso de fraternidad, que sube grato al único «Padre nuestro» solamente si arrastra consigo al hombre humillado al que se haya hecho justicia: el hombre que tiene hambre, tiene sed, es forastero, está desnudo, enfermo, en la cárcel; que no tiene voz, está sin casa, sin trabajo, sin amor, marginado, cansado.

Es contemplar, es «orar siempre sin desfallecer».

Es «perfecta alegría», que nace de un corazón pobre, enamorado sólo de Dios.

Sin pretensión de cambiar las estructuras sociales de su tiempo, Francisco revolucionó, de hecho, su tiempo, renovando la conciencia de los hombres y el rostro de la sociedad.

La «Carta a todos los fieles» nos llega hoy a nosotros, como testimonio eficaz de aquella opción radical por el Evangelio, que puede colocarnos también a nosotros, con claridad, entre los hombres y hacer creíble nuestra presencia de cristianos en las perspectivas del país y del mundo.

«Si no hemos hecho bastante en el mundo –escribimos en octubre pasado–, no es porque seamos cristianos, sino porque no lo somos bastante.»

Aquí, en Asís, nosotros los cristianos tomamos particularmente conciencia lúcida de una vocación de pobreza evangélica a la que debemos ser fieles y de la que debemos dar signos cada vez más creíbles: como obispos, como sacerdotes, como religiosos y religiosas, como laicos, como Iglesia.

A todos los «clérigos»

4. Una segunda «carta circular» de Francisco fue escrita «a todos los clérigos sobre la reverencia del Cuerpo del Señor» (CtaCle).

Francisco nos hace llegar el ardor y el desdén –según los casos– por el modo en que tratamos el Cuerpo eucarístico de Cristo.

Es duro al denunciar «cuán viles son los cálices, los corporales y los manteles» que usamos; cuán «indignos» son los lugares en que conservamos la Eucaristía; cuán «sin respeto» el modo de llevarla; cómo se recibe y se administra sin reverencia el Cuerpo del Señor; cómo falta el respeto a las palabras «escritas» de la consagración, a los libros litúrgicos diríamos hoy en sentido amplio.

Suplica e insta que nos enmendemos «cuanto antes y resueltamente», porque «el piadoso Señor mismo se pone en nuestras manos» espontáneamente y se confía a nosotros sin defensa. Amenaza también, recordando que quien no haga esto «caerá en las manos del Señor» y tendrá que dar cuenta en el día del juicio.

El amor de Francisco a la Eucaristía está todo concentrado aquí: la Eucaristía es Jesús en nuestras manos. Llora y se enternece por el Jesús abandonado sobre el altar, como llora y se enternece por el Jesús pobre del pesebre y por el Jesús martirizado de la pasión; porque la incomprensión hacia la Eucaristía indica una vida apagada y una misión inútil.

De esta fe tierna e inmediata nace la extraordinaria veneración de Francisco por los sacerdotes: «El Señor me dio y me sigue dando una fe tan grande en los sacerdotes... –escribe en el Testamento–. Y no quiero advertir en ellos pecado, porque miro en ellos al Hijo de Dios y son mis señores. Y lo hago por este motivo: porque en este siglo nada veo corporalmente del mismo altísimo Hijo de Dios sino su santísimo cuerpo y santísima sangre, que ellos reciben (consagran) y solos ellos administran a otros» (Test 6, 9-10).

La veneración de Francisco hacia el clero llega así al corazón de la existencia sacerdotal, enraizada en la Eucaristía, y, por ello mismo, puesta sólo al servicio de Dios Altísimo, en íntima unión de vida con la pasión, muerte y resurrección de su Hijo.

Esta y no otra es la verdadera identidad nuestra de obispos, y la de los presbíteros asociados a nuestro ministerio sacerdotal, así como la de los diáconos.

Esta es la única pasión que puede salvar nuestra vocación y que, orientándola incesantemente al amor misericordioso de Dios a los hombres, consume cada día nuestras energías para la edificación de la Iglesia y para la salvación del mundo entero.

A las autoridades de los pueblos

5. En la carta «a las autoridades de los pueblos», sorprendentemente Francisco no parte del censurar a aquellos que ejercen la autoridad ni del indicarles sus deberes.

Les desea salud y paz; pero recuerda en seguida severamente que de todo se ha de rendir cuenta y suplica, «con la reverencia que puedo, que no echéis en olvido al Señor» (CtaA 3).

A los gobernantes de su tiempo, les recomienda con valentía que reciban devotamente la comunión y que envíen todas las tardes un pregonero para que anuncie que el pueblo entero rinda alabanzas y acciones de gracias al Señor Dios omnipotente (CtaA 6-7).

Pero a todo el que detenta autoridad –sea creyente o no–, Francisco le hace llegar, aún antes, su claro testimonio evangélico. No ofrece sólo admoniciones, sino que presenta realizaciones.

Entre los suyos, quiere que todos sin excepción se llamen «hermanos menores» (1 R 6,3), y que los que gobiernan se llamen sólo «ministros y siervos», de suerte que los súbditos «puedan hablar y comportarse con los ministros como hacen los señores con sus siervos» (2 R 10,5).

Esta carga evangélica de Francisco en el campo del ejercicio del poder va más allá de su Orden, y llega decididamente también a nuestro tiempo, en todos los niveles de la responsabilidad social.

El poder no tiene ni puede tener sentido si no es servicio.

Graves y cruciales problemas de nuestro tiempo, como los referentes al derecho a la vida, la libertad de conciencia y la libertad religiosa, la paz, el hambre en el mundo, la moralidad pública, la autodeterminación política y la colaboración entre los pueblos, requieren hoy indudablemente la participación responsable de todos: «El absentismo, el refugio en la vida privada, la delegación en blanco no son lícitos a nadie, y para los cristianos son pecado de omisión», escribimos también en octubre pasado.

Sin embargo, confiamos estas preocupaciones a la particular responsabilidad de una clase dirigente y política que quiera ser transparente y sepa ser competente para desarrollar el propio servicio insustituible.

En la lógica de Francisco, deseamos, en el nombre de Dios, que cuantos tienen responsabilidad de guía del País sean intérpretes atentos y «siervos» del hombre, de su vocación, de su dignidad, de sus derechos, de sus aspiraciones espirituales:

– para que donde hay violencia, lleven justicia y amor; donde hay mentira, sean operarios de la verdad y de las sanas costumbres morales; donde hay muerte, sean promotores de vida;

– para que la rivalidad o el compromiso entre las partes no prevalezcan sobre el bien común, para que el orgullo del poder no mortifique a los humildes;

– para que nuestra gente pueda enorgullecerse ante el Señor de quien la gobierna y pueda vivir en la fraternidad bendiciendo el santo nombre de Dios.

El Señor os dé la paz

6. «El Señor me reveló que dijésemos este saludo: El Señor te dé la paz» (Test 23), escribe Francisco en el Testamento.

Por orden del Señor, ya Aarón bendecía a los israelitas con el mismo augurio (cf. Núm 6,26), que se repite luego en toda la historia de la salvación, siempre que Dios visita a su pueblo.

Es el saludo de Cristo resucitado a los Apóstoles, el anuncio eficaz que Él confía a la Iglesia para la reconciliación del mundo entero: «¡Paz a vosotros! Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo... Recibid el Espíritu Santo... le serán perdonados los pecados» (cf. Jn 20,19-23).

Nosotros hemos casi malgastado y hecho estéril este saludo tan familiar, que también la liturgia hace resonar insistentemente, sobre todo en la celebración eucarística: «¡La paz del Señor sea siempre con vosotros!»

Aquí, en Asís, sentimos emocionados su fuerza. Francisco es una singular visita de Dios entre los hombres; es Su palabra; es para nosotros saludo del Señor. No sólo las palabras, sino toda la vida evangélica de Francisco es el eco claro del saludo de Cristo resucitado: «¡Paz a vosotros!»

Con Francisco, como obispos acogemos en la fe este saludo de la paz que viene de Dios y, juntos, desde Asís, lo dirigimos a la Iglesia y al país: «¡El Señor dé paz!»

Con gozoso reconocimiento, acogemos entre nosotros a Juan Pablo II: a él asociados y por él guiados en el ministerio episcopal, anunciamos e imploramos la paz del Señor: para la Iglesia, para las familias, para nuestro pueblo italiano y para sus gobernantes, para todos los países martirizados por la opresión, por el hambre y por la guerra, para el mundo entero.

Unidos a nuestras comunidades cristianas, confirmamos la voluntad de vivir, como Francisco, para el Evangelio de la paz, en comunión con Dios y entre nosotros, al servicio de los hombres con la predilección de los «últimos»: para derribar con ellos los ídolos, para eliminar violencias y marginaciones, para redescubrir los valores del bien común, para proyectar juntos el mañana, para tener la fuerza de afrontar los sacrificios necesarios, para dar al mundo la verdadera visión de la existencia y un nuevo gusto de vivir, el gusto de la paz que viene de Dios.

Saludamos, desde Asís, a los sacerdotes, diáconos, religiosos y religiosas. Saludamos a las familias franciscanas masculinas y femeninas, agradecidos al Señor por el servicio ofrecido desde siempre a las comunidades cristianas y seguros del testimonio de paz y de bien que seguirán dando a nuestra gente.

Saludamos a los laicos de la Acción Católica, de las asociaciones y de los movimientos eclesiales, a los bautizados y a los hombres de buena voluntad, de cualquier modo empeñados, con el precio de su existencia diaria, en promover la justicia y la fraternidad en el país.

Por todos, con el Papa, celebramos, junto al sepulcro de Francisco, la Eucaristía y elevamos la oración a la Virgen María, rodeándola con Francisco de «amor indecible», «por haber hecho hermano nuestro al Señor de la majestad» (2 Cel 198).

La gracia, la paz y el amor de Dios esté con todos vosotros.
Asís, 12 de marzo de 1982.

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