Llegada de los 12 apostoles Franciscanos a Mexico

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Los doce apóstoles de México (doce apóstoles de Nueva España) fue un grupo de misioneros Franciscanos españoles que llegaron al recién fundado reino de Nueva España el 13 de mayo de 1524 con el objetivo de convertir al cristianismo a la población indígena. El grupo estaba compuesto por:

Fray Martín de Valencia,

Francisco de Soto,

Martín de Jesús (o de la Coruña),

Juan Juárez,

Antonio de Ciudad Rodrigo,

Toribio de Benavente (Motolinia),

García de Cisneros,

Luis de Fuensalida,

Juan de Ribas,

Francisco Jiménez,

Andrés de Córdoba y

Juan de Palos (estos dos últimos hermanos legos).

Cuando Hernán Cortés se disponía para su expedición hondureña, después de desembarcar en Ulúa el 13 o 14 de mayo de 1523, llegó a México el 17 o 18 de junio del mismo año la primera misión de doce franciscanos de la Observancia, hecho histórico de notable relieve, pues con ellos comenzó en Nueva España la evangelización ordenada y metódica. Una corazonada del Ministro General de la Orden franciscana, Francisco de Quiñones, asumida por el mismo Romano Pontífice, en 1524, le impulsó a enviar a Indias «un prelado con doce compañeros, porque éste fue el número que Cristo tomó de su compañía para hacer la conversión del mundo».

La prelacía recayó sobre la rica personalidad de fray Martín de Valencia. Le acompañaron: fray Francisco de Soto; Martín de Jesús o de la Coruña; Juan Juárez (o Suárez), quien, junto con fray Juan de Palos, hermano laico, murió en Florida; fray Antonio de Ciudad Rodrigo, quien se distinguió como hábil gobernante y defensor de los derechos de los indígenas; Toribio de Benavente o «Motolinía», fino observador de la naturaleza y de las costumbres de los nativos e infatigable escritor; fray García de Cisneros, primer Provincial de la recién creada Provincia; Luis de Fuensalida, quien renunció a la mitra de Michoacán; fray Juan de Ribas, defensor a ultranza del mantenimiento del espíritu de la reforma religiosa; fray Francisco Jiménez, quien recibió ya en Nueva España la ordenación sacerdotal, hábil canonista; y, por último, fray Andrés de Córdoba, también hermano laico.

Fieles a la consigna de no claudicar jamás de la pobreza franciscana, al desembarcar después de la larga travesía recorrieron a pie y descalzos las sesenta leguas que separan el puerto de Veracruz de la ciudad de México. Hernán Cortés los recibió con muestras de veneración y los agasajó solemnemente. Los franciscanos fueron un aldabonazo para los españoles y un descubrimiento para los indios. El contraste resultaba llamativo. Les seguían y les rodeaban los indios sin parar, hablando en el idioma local, del que los piadosos hijos de San Francisco no sacaban en limpio más que una constante repetición de la palabra «motolínea».

La insistencia de los nativos les picó la curiosidad y preguntaron qué significaba aquel vocablo. Les contestaron que quería decir «pobre» o «pobres». El impetuoso fray Toribio de Benavente, llevado de su entusiasmo, hizo de aquella palabra india su propio apellido. Una vez asentados en la región, pidieron a los caciques y principales que les enviasen sus hijos para educarlos en la fe cristiana. No les resultó fácil convencer a los respectivos progenitores, pero no se desalentaron, y los colegios franciscanos resultaron una institución de primer rango en el México cristiano. Además, se convencieron pronto de que era necesario dominar el idioma de los nativos y llegaron a ser maestros en un menester tan humanista. Celebraron un Capítulo franciscano y dividieron la extensa región en cuatro provincias, que fueron la base de la definitiva organización franciscana en tierras mexicanas.

Azulejo ubicado a las afueras del convento franciscano de Belvis de Monroy, Cáceres, que reproduce un mural del siglo XVI que se encuentra en la sala capitular del convento franciscano de Huejotzingo, Puebla. Convento de San Francisco, Belvís de Monroy, Cáceres, España.

Camiseta con la imagen del Crucifijo de San Damián

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