Devocion de San Francisco a Maria
Devoción de San Francisco a María Santísima, por Kajetan Esser, OFM.
Mucho se ha solido hablar del amor de san Francisco a María; y muchos han sido los que en tono encendido lo han celebrado (1). Las más de las veces los que han tratado el tema se han limitado a reunir con más o menos sentido crítico lo que las diversas tradiciones franciscanas nos han legado acerca de la devoción mariana del santo. Como es natural, en estos trabajos se ha podido atribuir a Francisco lo que generaciones posteriores de buen grado hubieran querido ver en él para poder ensalzarlo (2).
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A esto se ha de añadir que con frecuencia se ha considerado demasiado aisladamente la devoción mariana del santo. Ni se trataba de situarla en el conjunto de la vida espiritual de san Francisco, ni se buscaban en la vida de la Iglesia las raíces de una devoción que se hundía en tiempos más remotos que los de Bernardo de Claraval (3). Por todo ello, puede parecer conveniente dedicar una particular atención a la piedad mariana del santo de Asís (4).
Este estudio no se propone «a priori» metas muy elevadas, porque se ha de reconocer honradamente que san Francisco no fue teólogo de escuela. No se puede, por consiguiente, esperar de él expresiones claramente formuladas a nivel de escuela teológica acerca de María. Carece de sentido pretenderlo de un santo sin letras. También en éste, como en otros campos, Francisco es hijo de su tiempo, fuertemente condicionado por la vida espiritual y religiosa contemporánea. A través de la predicación y con una fe absoluta va él asimilando las verdades acerca de la Madre de Dios; sobre ellas va creciendo su piedad mariana.
Por testimonios unánimes de sus biógrafos, sabemos que Francisco era amartelado devoto de la Virgen, y que su devoción era superior a la corriente. Su piedad mariana no era producto de la ciencia de los libros, sino de la oración y la meditación cada vez más profunda del misterio de María y del puesto excepcional que ella ocupa en la obra de la salvación (5).
Lo que él dijo e hizo como fruto de esa oración y devoción, lleva un sello tan personal y está acuñado de tal forma con su originalidad espiritual, que aún hoy se merece una atención especial.
I. Estructura teológica de la devoción mariana de San Francisco
«Rodeaba de amor indecible a la madre de Jesús, por haber hecho hermano nuestro al Señor de la majestad» (2 Cel 198), «y por habernos alcanzado misericordia» (LM 9,3).
1.-- María y Cristo
Estas sencillas palabras de sus biógrafos expresan el motivo más profundo de la devoción de san Francisco a la Virgen.
Puesto que la encarnación del Hijo de Dios constituía el fundamento de toda su vida espiritual, y a lo largo de su vida se esforzó con toda diligencia en seguir en todo las huellas del Verbo encarnado, debía mostrar un amor agradecido a la mujer que no sólo nos trajo a Dios en forma humana, sino que hizo «hermano nuestro al Señor de la majestad» (6). Esto hacía que ella estuviera en íntima relación con la obra de nuestra redención; y le agradecemos el que por su medio hayamos conseguido la misericordia de Dios.
Francisco expresa esta gratitud en su gran Credo, cuando, al proclamar las obras de salvación, dice: «Omnipotente, santísimo, altísimo y sumo Dios, Padre santo y justo, Señor rey del cielo y de la tierra, te damos gracias por ti mismo... Por el santo amor con que nos amaste, quisiste que Él, verdadero Dios y verdadero hombre, naciera de la gloriosa siempre Virgen beatísima santa María» (1 R 23,1-3).
Aquí, «el homenaje que el hombre rinde a la majestad divina desde lo más profundo de su ser», característica de la antigua edad media, se funde en desbordante plenitud con el amor reconocido del hombre atraído a la intimidad de Dios. Otro tanto sucede en el salmo navideño que Francisco, a tono con la piedad sálmica de la primera edad media, compuso valiéndose de los himnos redactados por los cantores del Antiguo Testamento: «Glorificad a Dios, nuestra ayuda; cantad al Señor, Dios vivo y verdadero, con voz de alegría. Porque el Señor es excelso, terrible, rey grande sobre toda la tierra. Porque el santísimo Padre del cielo, nuestro rey antes de los siglos, envió a su amado Hijo de lo alto, y nació de la bienaventurada Virgen santa María. Él me invocó: "Tú eres mi Padre"; y yo lo haré mi primogénito, el más excelso de los reyes de la tierra» (7).
Con alabanza desbordante de alegría, Francisco da gracias al Padre celestial por el don de la maternidad divina concedido a María. Este es el primero y más importante motivo de su devoción mariana: «Escuchad, hermanos míos; si la bienaventurada Virgen es tan honrada, como es justo, porque lo llevó en su santísimo seno...» (CtaO 21). En aquella época campeaba por sus respetos la herejía cátara, que, aferrada a su principio dualista, explicaba la encarnación del Hijo de Dios en sentido docetista y, por consiguiente, anulaba la participación de María en la obra de la salvación. Para manifestar su oposición a la herejía, Francisco, devoto de María, no se cansaba de proclamar, con extrema claridad, la verdad de la maternidad divina real de María: «Este Verbo del Padre, tan digno, tan santo y glorioso, anunciándolo el santo ángel Gabriel, fue enviado por el mismo altísimo Padre desde el cielo al seno de la santa y gloriosa Virgen María, y en él recibió la carne verdadera de nuestra humanidad y fragilidad» (8). Y en el Saludo a la bienaventurada Virgen María celebra esta verdadera y real maternidad con frases siempre nuevas, dirigiéndose a ella de un modo exquisitamente concreto y expresivo, llamándola: «palacio de Dios», «tabernáculo de Dios», «casa de Dios», «vestidura de Dios», «esclava de Dios», «Madre de Dios» (9).
Estos calificativos, tan altamente realistas, nos dan a comprender con qué celo tan grande defiende ortodoxamente Francisco la figura auténtica de María en una cristiandad tan fuertemente amenazada por la herejía.
No estará de más recordar aquí que el santo no trató de combatir la herejía con la lucha o la confrontación, sino con la oración. Tal vez también en esto seguía el mismo principio que estableció respecto al honor de Dios: «Y si vemos u oímos decir o hacer mal o blasfemar contra Dios, nosotros bendigamos, hagamos bien y alabemos a Dios, que es bendito por los siglos» (1 R 17,19).
Cosa sorprendente: la mayor parte de las afirmaciones de Francisco sobre la Madre de Dios se encuentran en sus oraciones y cantos espirituales. A su aire, sigue con sencillez y simplicidad la exhortación del Apóstol: «No os dejéis vencer por el mal, sino venced el mal con el bien» (Rom 12,21).
Tal vez esto explique su exquisita predilección por la fiesta de navidad y su amor al misterio navideño: «Con preferencia a las demás solemnidades, celebraba con inefable alegría la del nacimiento del niño Jesús; la llamaba fiesta de las fiestas, en la que Dios, hecho niño pequeñuelo, se crió a los pechos de madre humana» (10).
Esta «preferencia» parece advertirse también en su ya mencionado salmo de navidad: «En aquel día, el Señor Dios envió su misericordia, y en la noche su canto. Este es el día que hizo el Señor; alegrémonos y gocémonos en él. Porque se nos ha dado un niño santísimo amado y nació por nosotros fuera de casa y fue colocado en un pesebre, porque no había sitio en la posada. Gloria al Señor Dios de las alturas, y en la tierra, paz a los hombres de buena voluntad. Alégrese el cielo y exulte la tierra, conmuévase el mar y cuanto lo llena; se gozarán los campos y todo lo que hay en ellos. Cantadle un cántico nuevo, cante al Señor toda la tierra» (11).
Pero Francisco da todavía un paso más importante. En la conocida celebración de la navidad en Greccio trata de explicar a los fieles con evidencia tangible este misterio, y habla profundamente emocionado del Niño de Belén (véase el relato completo en 1 Cel 84-86). A este propósito es de una claridad meridiana la conclusión del relato de Tomás de Celano: «Un varón virtuoso tiene una admirable visión. Había un niño que, exánime, estaba recostado en el pesebre; se acerca el santo de Dios y lo despierta como de un sopor de sueño». Y prosigue: «No carece esta visión de sentido, puesto que el niño Jesús, sepultado en el olvido en muchos corazones, resucitó por su gracia, por medio de su siervo Francisco, y su imagen quedó grabada en los corazones enamorados» (12). Mediante el amor que él tenía al Hijo de Dios hecho hombre y a su Madre la Virgen, y que lo hizo patente precisamente ese día, encendió en muchos corazones el amor que se había enfriado por completo. Lo que hizo en Greccio y cuanto manifestó en muchos detalles de su pensamiento y comportamiento (cf. 2 Cel 199-200), no era más que la concretización de su principio general: «Tenemos que amar mucho el amor del que nos ha amado mucho» (2 Cel 196).
Si intentamos con todo cuidado explicar la siempre válida significación de este primer rasgo fundamental de la devoción mariana de Francisco, tendremos primero que subrayar que él no ve a María aisladamente, separadamente del misterio de su maternidad divina, que es la que justifica la importancia de María en el cristianismo. Para san Francisco la veneración de la Virgen quiere decir colocar en su lugar preciso el misterio divino-humano de Cristo. Hasta podría tal vez decirse, para salvar ortodoxamente este misterio, que «se ha hecho nuestro hermano el Señor de la majestad». Por otro lado, bien podemos añadir que, al subrayar con vigor la maternidad física de María respecto de Dios, se está sin más afirmando el Jesucristo histórico, que, no pudiendo según la Escritura ser disociado del Jesús resucitado y glorificado, está presente y actúa operante en la vida cristiana, en la oración, y en el seguimiento. Por eso, la devoción de Francisco a María carecía de toda abstracción y era todo menos conocimiento conceptual; ella brota siempre y fundamentalmente de algo que es palpable por concreto e histórico, y, por consiguiente, de la revelación de Dios que se manifiesta en hechos tangibles y concretos de la historia de la salvación. Será esto precisamente lo que posibilitará a la devoción mariana de Francisco su influencia viva en el futuro de la Iglesia.
2.-- María y la santísima Trinidad
El misterio de la maternidad divina eleva a María sobre todas las demás criaturas y la coloca en una relación vital única con la santísima Trinidad.
María lo recibió todo de Dios. Francisco lo comprende muy claramente. Jamás brota de sus labios una alabanza de María que no sea al mismo tiempo alabanza de Dios, uno y trino, que la escogió con preferencia a toda otra criatura y la colmó de gracia. Francisco no ve ni contempla a María en sí misma, sino que la considera siempre en esa relación vital concreta que la vincula con la santísima Trinidad: «¡Salve, Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María, Virgen hecha iglesia, y elegida por el santísimo Padre del cielo, consagrada por Él con su santísimo Hijo amado, y el Espíritu Santo Paráclito; que tuvo y tiene toda la plenitud de la gracia y todo bien!» (13). También esto nos deja ver que cuanto Francisco dice de la Virgen y las alabanzas que le dirige, todo nace de ese misterio central de la vida de María, de su maternidad divina; pero ésta es la obra de Dios en ella, la Virgen. Incluso la perpetua virginidad de María ha de ser comprendida sólo en relación con su maternidad divina. La virginidad hace de ella el vaso «puro», donde Dios puede derramarse con la plenitud de su gracia, para realizar el gran misterio de la encarnación. La virginidad no es, pues, un valor en sí -muy fácilmente podría significar esterilidad-, sino pura disponibilidad para la acción divina que la hace fecunda de forma incomprensible para el hombre: «consagrada por Él con su santísimo Hijo amado y el Espíritu Santo Paráclito».
Esta fecundidad es mantenida por la acción de Dios-Trinidad: «que tuvo y tiene toda la plenitud de la gracia y todo bien».
Esta relación vital entre María y la Trinidad la expresa Francisco aún más claramente en la antífona compuesta por el santo para su oficio, llamado con poca exactitud Oficio de la pasión del Señor, antífona que quería se rezara en todas las horas canónicas: «Santa Virgen María, no ha nacido en el mundo entre las mujeres ninguna semejante a ti, hija y esclava del altísimo Rey sumo y Padre celestial, madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo, esposa del Espíritu Santo» (OfP Ant). También estas afirmaciones se fundan en lo que la gracia de Dios ha obrado en María. Las alabanzas a la Virgen son al mismo tiempo alabanzas y glorificación de aquel que tuvo a bien realizar tantas maravillas en una criatura humana.
Si los dos primeros atributos son claros e inteligibles sin más, y se usaron con frecuencia en la tradición anterior de la Iglesia, tendremos que detenernos un poco más en el tercero, «esposa del Espíritu Santo», tan común hoy día. Lampen, después de un minucioso estudio de los seiscientos títulos aplicados a María por autores eclesiásticos de Oriente y Occidente, recogidos por C. Passaglia en su obra De Immaculato Deiparae Virginis conceptu (14), hace constar que no aparece entre ellos este título. Esto le hace suponer con un cierto derecho que fue san Francisco el primero en emplearlo (15). Como tantas otras veces, también en este caso pudo Francisco haber penetrado con profundidad en lo que el evangelio dice de María, y haber expresado claramente en su oración lo que veladamente se contenía en el anuncio del ángel según san Lucas (Lc 1,35). María se convierte en madre de Dios por obra del Espíritu Santo. Ya que ella, la Virgen, se abrió sin reservas -o, para decirlo con san Francisco, en «total pureza»- a esta acción del Espíritu, en calidad de «esposa del Espíritu Santo» llegó a ser madre del Hijo de Dios. Esta manera de ver estos misterios nos puede descubrir en Francisco un fruto de su oración contemplativa. Según Tomás de Celano, «tenía tan presente en su memoria la humildad de la encarnación..., que difícilmente quería pensar en otra cosa» (1 Cel 84). Por eso no se cansaba de sumergirse en este misterio por medio de la oración. Podía pasar toda la noche en oración «alabando al Señor y a la gloriosísima Virgen, su madre» (1 Cel 24).
Todo esto lo inundaba de una inmensa veneración y era para él la más íntima y pura realidad de Dios. En todo esto redescubría a Dios en su acción incomparable; y esta consideración lo hacía caer de rodillas para una oración de alabanza y agradecimiento. Esta acción del divino amor, que María había acogido y aceptado con un corazón tan creyente, la elevaba, según Francisco, sobre todas las criaturas a la más íntima proximidad de Dios. Por esto, Francisco ensalzaba tanto a la «Señora, santa Reina», proclamándola «Señora del mundo» (LM 2,8).
3.-- María y el plan de la salvación
Siendo María la madre de Jesús, Francisco la honraba especialmente como «madre de toda bondad» (1 Cel 21). Fue lo que le indujo a establecerse junto a la ermita de la Madre de Dios en la Porciúncula. Todo lo esperaba de su bondad. «Después de Cristo, depositaba principalmente en ella su confianza» (LM 9,3).
Según esta profunda frase de san Buenaventura, Francisco concibió y dio a luz el espíritu de la verdad evangélica en esta iglesita, por los méritos de la madre de la misericordia. El santo doctor subraya esta explicación aludiendo a que esto ocurrió al amparo de aquella que «engendró al Verbo lleno de gracia y de verdad» (LM 3,1; cf. Lm 7,3). Con esta alusión se ha tocado con seguridad lo más profundo acerca del amor y veneración marianos en Francisco. Esta devoción no termina en ardientes oraciones ni en cánticos de alabanza; se realiza más bien y llega a su culminación en el esfuerzo de Francisco por asimilar en todo la actitud de María ante el Verbo de Dios (16). Como primera cosa, el «concepit», «concibió»: como María, el hombre debe acoger al Verbo de Dios, aceptarlo en actitud de obediencia creyente y dejarse llenar totalmente de Él. Pero el «concepit» -y este es el segundo momento- debe convertirse en «peperit», «dio a luz»: el hombre, obediente y creyente, de nuevo como María, debe dar a luz al Verbo de Dios, darle vida y forma. San Buenaventura atribuye estos dos momentos a María y Francisco. No podía él expresar y explicar con mayor acierto y profundidad la fundamental actitud mariana que existía en la vida evangélica de san Francisco.
No; san Buenaventura no introdujo en la vida de Francisco pensamientos teológicos extraños. Lo demuestra palmariamente la magnífica carta que Francisco escribió a los fieles de todo el mundo, en la que desarrolló abundantemente los pensamientos de su corazón (2CtaF 4-15, 15-60-, 63-71). En ella (v. 4) el santo describe el nacimiento del Verbo divino de las entrañas de la santa y gloriosa Virgen María. Pero este nacimiento divino no acontece sólo en María; debe realizarse también en los corazones de los fieles. Los Padres de la Iglesia, desde Hipólito y Orígenes, meditaron largamente sobre este íntimo misterio de la vida cristiana y trataron de aclararlo con explicaciones siempre nuevas (H. Rahner). En la misma citada carta (v. 53), Francisco hace un comentario muy condensado en un lenguaje que le es propio: somos «madres, cuando lo llevamos en el corazón y en nuestro cuerpo por el amor y por una conciencia pura y sincera; lo alumbramos por las obras santas, que deben ser luz para ejemplo de otros».
En un primer momento podría parecer que estas palabras representan una visión ascética del misterio, que remontaría a san Ambrosio y que fue la que privó en el occidente hasta la edad media (H. Rahner). Pero se ha de tener en cuenta que poco antes (v. 51) Francisco ha dicho algo que no se puede separar de lo que ha afirmado acerca de la maternidad espiritual: «Somos esposos [de Cristo] cuando el alma fiel se une, por el Espíritu Santo, a Jesucristo». El misterio de la maternidad espiritual se funda y radica en el misterio del desposorio que se le regala al alma fiel mediante el Espíritu Santo (17) y que no se desarrolla por un esfuerzo voluntarista y ascético. Es un don gratuito del amor de Dios en el Espíritu Santo.
Si Francisco canta a la Madre de Dios como «esposa del Espíritu Santo», también coloca junto a la maternidad del alma fiel su desposorio en el Espíritu Santo (18). Es Él quien por su gracia y por su iluminación infunde todas las virtudes en los corazones de los fieles, para de infieles hacerlos fieles (SalVM 6). Tampoco es de casualidad que esta alusión se encuentre en el Saludo a la bienaventurada Virgen María. Así como por la acción del Espíritu Santo el Verbo del Padre se hizo carne en María, de modo análogo la gracia y la iluminación del mismo Espíritu engendran a Cristo en las almas, y las van conformando a una vida cada vez más cristiana (19), hasta que, como dice la misma carta en su v. 67, por tener en sí al Hijo de Dios, llegan a poseer la sabiduría espiritual, pues el Hijo es la sabiduría del Padre.
Pero el nacimiento de Dios en el corazón de los fieles es sólo un aspecto de esta maternidad. Francisco indica también otro: en fuerza de esta vida cristiana, es decir, «por las obras santas, que deben ser luz para ejemplo de otros», Cristo es engendrado en los otros hombres. De esta forma, la función maternal de la vida cristiana, como testimonio vivo, se extiende a la Iglesia (20). Francisco habló de buen grado y con frecuencia acerca de esta misión maternal de los fieles en la Iglesia; así, por ejemplo, cuando, aplicando a sus hermanos, sencillos e ignorantes, las palabras de la sagrada Escritura: «la estéril tuvo muchos hijos» (1 Sam 2,5), las explica de la forma siguiente: «Estéril es mi hermano pobrecillo, que no tiene el cargo de engendrar hijos en la Iglesia. Ese parirá muchos en el día del juicio, porque a cuantos convierte ahora con sus oraciones privadas, el Juez los inscribirá entonces a gloria de él» (21).
Lo que se realizó en la maternidad de María para la salvación del mundo se prolonga en los corazones de los fieles, por la acción sobrenatural del Espíritu Santo. En última instancia se trata del misterio mismo de la Iglesia, del que participan los fieles. Francisco se sabe agraciado con el mismo don gratuito que admira en María. Y este don, concedido a él y a sus hermanos, lo considera como tarea en la Iglesia. María es para él, ante todo y sobre todo, Madre de Cristo, y por esto la ama amarteladamente. Madre de Cristo son también para él los fieles «que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica» (Lc 8,21), y de esta manera participan de la misión de la Madre Iglesia.
Así vista la devoción mariana de Francisco, la podemos condensar en esta fórmula: vivir en la Iglesia como vivió María.
La realización de la obra de la salvación y su transmisión -de ello se trata en la devoción mariana de Francisco- tiene como fin hacer visible en el misterio de la encarnación del Verbo la divinidad invisible. Pero Francisco conoce otra forma de hacerse visible el Dios invisible: la que él tanto aprecia y venera en la santísima eucaristía. Tal como dice en su primera Admonición, donde late una clara oposición a la herejía cátara contemporánea, en la eucaristía se ha de ver en fe a aquel que, siendo hombre, dijo a sus discípulos: «El que me ve a mí, ve también a mi Padre» (Jn 14,9). Por eso exclama san Francisco: «Por eso, ¡oh hijos de los hombres!, ¿hasta cuándo seréis duros de corazón? ¿Por qué no reconocéis la verdad y creéis en el Hijo de Dios? Ved que diariamente se humilla (22), como cuando desde el trono real descendió al seno de la Virgen; diariamente viene a nosotros Él mismo en humilde apariencia; diariamente desciende del seno del Padre al altar en manos del sacerdote». Pero también aquí indica Francisco que depende del «Espíritu del Señor», «que habita en sus fieles», el poder participar de ese misterio, el poder creer en él «secundum spiritum», «según el espíritu». Esta advertencia nos muestra que no ha sido por casualidad que Francisco haya hecho mención de la encarnación de Cristo en María. Porque se abrió sin reservas a la acción del Espíritu Santo -podemos recordar de nuevo a la «esposa del Espíritu Santo»-, pudo mediante María convertirse en visible y palpable el Dios invisible. Y el que, como ella, se abre con fe al Espíritu del Señor, contemplará «con ojos espirituales» al mismo Señor en el misterio de la eucaristía, será colmado por Él y se hará un espíritu con Él (cf. 1 Cor 6,17). En este misterio verá unitariamente el comienzo y el fin de la obra de la salvación, pues «de esta manera está siempre el Señor con sus fieles, como Él mismo dice: Ved que estoy con vosotros hasta la consumación del siglo» (Adm 1,22).
II. Expresiones concretas de la piedad mariana de San Francisco
Las formas prácticas de la piedad mariana de san Francisco se inspiran en lo que de concreto conocemos de la vida histórica de María. También en esto deja de lado todo lo abstracto y genérico. Su piedad se inflama y aviva en la contemplación de los hechos históricos de la vida de María unida a la de Cristo y del puesto concreto que ella ocupa en los planes salvíficos de Dios.
1.-- María, la «Señora pobre»
Francisco no se limita a contemplar las relaciones íntimas de la vida cristiana con la vida de María; quiere asemejársele también en la vida externa. Por eso destaca en primer lugar su maternidad divina, y, como consecuencia de ella, subraya fuertemente otro título de gloria de María: es para él «la Señora pobre» (23).
Tampoco este título tiene para él un valor independiente; la pobreza de María es una concretización de la pobreza de Cristo. Y señal de que ella, como madre, ha compartido el destino de su Hijo y ha participado plenamente en él (24).
En la Carta a los fieles, después de describir el misterio de la encarnación (cf. 2CtaF 4), inmediatamente prosigue el Santo: «Y, siendo Él sobremanera rico, quiso, junto con la bienaventurada Virgen, su Madre, escoger en el mundo la pobreza» (25). Este texto revela en Francisco una plena conciencia de la función redentora de la pobreza, como aparece en este versículo de san Pablo que cita tan a menudo: «Conocéis la obra de gracia de nuestro Señor Jesucristo: siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para enriqueceros con su pobreza» (26).
María y los discípulos participan de esta pobreza redentora de Cristo; también Francisco quiere compartirla, como la deberán compartir todos los que quieran seguirle. Cuando, en consecuencia, exige de sus hermanos una vida en pobreza mendicante, les pone delante el ejemplo de Cristo, que «vivió de limosna tanto Él como la Virgen bienaventurada y sus discípulos» (1 R 9,5). Y en la Última voluntad a santa Clara y sus hermanas reafirma expresamente: «Yo el hermano Francisco, pequeñuelo, quiero seguir la vida y la pobreza de nuestro altísimo Señor Jesucristo y de su santísima Madre y perseverar en ella hasta el fin»; y las hermanas deben atenerse a ella a pesar de todas las dificultades (UltVol). Por eso, llamaba a la pobreza reina de las virtudes, «pues con tal prestancia había resplandecido en el Rey de los reyes y en la Reina, su madre» (27).
Siempre le impresionaba profundamente la pobreza compartida por María con Cristo en su vida terrena, y lo estimulaba a una participación total en la misma: «Frecuentemente evocaba -no sin lágrimas- la pobreza de Cristo Jesús y de su madre» (LM 7,1). En navidad no podía menos de llorar recordando a la Virgen pobre, que en aquel día sufrió las más amargas privaciones: «Sucedió una vez que, al sentarse a la mesa para comer, un hermano recuerda la pobreza de la bienaventurada Virgen y hace consideraciones sobre la falta de todo lo necesario en Cristo, su Hijo. Se levanta al momento de la mesa, no cesan los sollozos doloridos, y, bañado en lágrimas, termina de comer sentado sobre la desnuda tierra» (2 Cel 200).
Tampoco aquí se trataba simplemente de sentimientos de compasión, sino de crudeza y de realismo en una responsabilidad cristiana que afloraba en él cuando consideraba tales sufrimientos. La pobreza de Cristo y de su madre no eran para él sólo hechos históricos dignos de compasión; eran realidad presente en la Iglesia. En una interacción mutua, la realidad presente sirve para evocar la pobreza de Cristo y de su madre, y ésta a su vez evoca al pobre de nuestros días. «El alma de Francisco desfallecía a la vista de los pobres; y a los que no podía echar una mano, les mostraba el afecto. Toda indigencia, toda penuria que veía, lo arrebataba hacia Cristo, centrándolo plenamente en Él. En todos los pobres veía al Hijo de la Señora pobre llevando desnudo en el corazón a quien ella llevaba desnudo en los brazos» (28). A los ojos de Francisco, el pobre tiene la misión de reflejar la pobreza de Cristo y de su madre. Cuando alguno de sus hermanos era descortés con algún pobre, le castigaba severamente y después le amonestaba: «Hermano, cuando ves a un pobre, ves un espejo del Señor y de su madre pobre» (29). Así, pues, cuando la contemplación de la vida pobre de Cristo y de su madre nos estimula al amor, ese amor debe volcarse en los pobres que son «los hijos de la Señora pobre».
Francisco ve en María a la enamorada de la vida evangélica de pobreza. Según él la Virgen estima más una vida en pobreza que cualquier otro culto exterior que se le rinda: «El hermano Pedro Cattani, vicario del santo, venía observando que eran muchísimos los hermanos que llegaban a Santa María de la Porciúncula y que no bastaban las limosnas para atenderlos en lo indispensable. Un día le dijo a san Francisco: "Hermano, no sé qué hacer cuando no alcanzo a atender como conviene a los muchos hermanos que se concentran aquí de todas partes en tanto número. Te pido que tengas a bien que se reserven algunas cosas de los novicios que entran como recurso para poder distribuirlas en ocasiones semejantes". "Lejos de nosotros esa piedad, carísimo hermano -respondió el santo-, que, por favorecer a los hombres, actuemos impíamente contra la regla". "Y ¿qué hacer?", replicó el vicario. "Si no puedes atender de otro modo a los que vienen -le respondió-, quita los atavíos y las variadas galas a la Virgen. Créeme: la Virgen verá más a gusto observado el evangelio de su Hijo y despojado su altar, que adornado su altar y despreciado su Hijo. El Señor enviará quien restituya a la Madre lo que ella nos ha prestado"» (30).
Estas palabras, que revelan una profunda confianza, muestran también con claridad meridiana la seriedad con que Francisco tomaba la imitación de la pobreza de María y la importancia que la pobreza tenía para él en el conjunto de la vida según el evangelio.
Se ha de reconocer también que la piedad mariana de san Francisco no era un elemento extraño y aislado en su vida. Ella estaba fundida en una sólida unidad con el ideal de imitación exterior e interior de la vida de Cristo, a través sobre todo de su amor a la altísima pobreza.
2.-- María, protectora de la Orden
Las reflexiones precedentes han demostrado que en toda su vida interior y exterior Francisco se sentía particularmente ligado a la Madre de Dios. El santo expresó esta vinculación en la forma propia del tiempo y según le nacía de su personalidad.
San Buenaventura cuenta que en los primeros años después de su conversión, Francisco vivía a gusto en la Porciúncula, la iglesita de la Virgen Madre de Dios, y le pedía en sus fervorosas oraciones que fuera para él una «abogada» llena de misericordia (LM 3,1). Poniendo en ella toda su confianza, «la constituyó abogada suya y de todos sus hermanos» (LM 9,3). Tomás de Celano refiere lo mismo al hablar de los últimos años del santo: «Pero lo que más alegra es que la constituyó abogada de la orden y puso bajo sus alas, para que los nutriese y protegiese hasta el fin, los hijos que estaba a punto de abandonar» (2 Cel 198).
En el lenguaje medieval la palabra «advocata» tenía el sentido de protectora. El protector representaba en el tribunal secular al monasterio a él confiado. Debía protegerlo y, en caso de necesidad, defenderlo de las violencias y usurpaciones exteriores. Sin embargo, con el tiempo hubo abusos e inconvenientes. Por eso los Cistercienses renunciaron sistemáticamente, no siempre con fortuna, a dichos protectores. Y eligieron a la Virgen como protectora de su orden. Es verdad que este título, aplicado a María (31), aparecía en la antífona que comienza «Salve, Regina misericordiae» (32) y que es anterior a este hecho. No obstante, parece que tiene su importancia recordar que los Cistercienses en su capítulo general de 1218 determinaron cantar diariamente esta antífona. San Francisco la conocía y la tenía en alta estima, como nos demuestra el relato de Celano al que todavía hemos de referirnos (3 Cel 106).
Para Francisco y para los hermanos menores, que habían renunciado a toda propiedad terrena, este término podía tener desde luego sólo una significación espiritual. María debía representar a los hermanos menores ante el Señor; debía cuidar de los mismos y protegerlos en todas las circunstancias difíciles y problemas de su vida (33). Debía intervenir en su favor, cuando ellos no pudieran valerse. Francisco se dirige a la «gloriosa madre y beatísima Virgen María» para pedirle que junto con todos los ángeles y santos le ayuden a él y a todos los hermanos menores a dar gracias al sumo Dios verdadero, eterno y vivo, como a Él le agrada (1 R 23,6), por el beneficio de la redención y salvación; que ella, en la cumbre de toda la Iglesia triunfante, presente en lugar nuestro este agradecimiento a la eterna Trinidad. Después que a Dios, trino y único Señor, y antes que a todos los santos confiesa él «a la bienaventurada María, perpetua virgen» todos sus pecados, particularmente las faltas cometidas contra la vida según el evangelio tal como lo exige la regla, y en lo referente a la alabanza de Dios por no haber dicho el oficio, según manda la regla, por negligencia, o por enfermedad, o por ser ignorante e indocto (34). Por estas faltas contra Dios, lleno de confianza se dirige a su «abogada», para que interceda ella en su favor.
Esta petición aparece también en la Paráfrasis del Padrenuestro, que, aunque con seguridad no es obra de san Francisco, sin embargo la ha rezado el santo muy a placer y con mucha frecuencia: «Y perdónanos nuestras deudas: por tu inefable misericordia, por la virtud de la pasión de tu amado Hijo y, por los méritos e intercesión de la beatísima Virgen y de todos tus elegidos» (ParPN 7). Suplica insistentemente a ella, la criatura elegida y colmada de gracia con preferencia a toda otra, que interceda en su favor ante el «santísimo Hijo amado, Señor y maestro» (OfP Ant 2). La única vez que Francisco alude a Cristo como a «Señor y maestro» en el Oficio de la pasión, que recitaba a diario (OfP introducción), es en la antífona de dicho oficio; ciertamente la razón es que, en la oración que hace mediante este oficio, no busca él sino la imitación de Cristo, cuya fiel realización pide por intercesión de María, ya que la identificación que se dio entre María y Cristo era para Francisco la meta última de su vida evangélica.
Estos pensamientos tomados de los escritos del santo coinciden en cuanto al contenido con lo que en rimas artísticas cantó el poeta de Francisco, Enrique de Avranches, pocos decenios después de la muerte del santo. Cuando los hermanos piden a Francisco que les enseñe a orar, él les responde: «Al estar todos envueltos en pecados, no puede vuestra oración elevarse al cielo por méritos vuestros. Tendrá ella que apoyarse en el patrocinio de los santos. Ante todo sea la bienaventurada Virgen la mediadora ante Cristo, y sea Cristo el mediador ante el Padre» (35). Sin duda ha quedado aquí formulado lo que Francisco intentó expresar en aquel lenguaje rudo que era con frecuencia el suyo.
Este segundo aspecto de la piedad práctica de Francisco revela también que en toda su piedad hay una ordenación verdadera y viva: María, la «abogada», es para él la que maternalmente conduce a Cristo, el Dios-hombre, y Cristo es para él el mediador único en todas las cosas ante el Padre. ¿Puede haber una fórmula más exacta y precisa: María «mediatrix ad Christum» y Cristo «mediator ad Patrem»?
3.-- Vivencia de la piedad mariana
Las biografías destacan con acentos particulares la predilección de Francisco por los lugares marianos, por las iglesias puestas bajo la protección de la Virgen. Tres de estas iglesitas las restauró personalmente. La más significativa e importante para la vida futura de Francisco y de su orden fue la ermita de Santa María de los Angeles, cerca de Asís, llamada Porciúncula. El santo no se cansaba de contárselo a sus hermanos: «Solía decir que por revelación de Dios sabía que la Virgen santísima amaba con especial amor aquella iglesia entre todas las construidas en su honor a lo ancho del mundo, y por eso el santo la amaba más que a todas» (2 Cel 19). Este relato resalta inequívocamente que Francisco se afanaba con infantil sencillez en amar todo lo que sabía que María amaba. Y este amor era particularmente premiado precisamente en la Porciúncula (36). Por eso, lleno de confianza llevó a sus doce primeros hermanos a esta iglesita, «con el fin de que allí donde, por los méritos de la madre de Dios, había tenido su origen la orden de los menores, recibiera también -con su auxilio- un renovado incremento» (37). Y aquí fijó su primera residencia, por su entrañable amor a la Madre bendita del Salvador (38). Y cuando se sintió morir, se hizo conducir allá, para morir «donde por mediación de la Virgen madre de Dios había concebido el espíritu de perfección y de gracia» (Lm 7,3).
Por así decirlo, quiso pasar toda su vida en la casa de María, para encontrarse siempre cerca de su solicitud maternal. Y lo deseó también para sus seguidores. Por eso, ya moribundo, recomendó de modo especialísimo a sus hermanos este lugar santo: «Mirad, hijos míos, que nunca abandonéis este lugar. Si os expulsan por un lado, volved a entrar por el otro» (1 Cel 106; cf. LM 2,8).
Sintiéndose muy íntimamente vinculado a la Madre de Dios y tan profundamente obligado con ella a lo largo de su vida, se mostraba particularmente agradecido: «Le tributaba peculiarmente alabanzas, le multiplicaba oraciones, le ofrecía afectos, tantos y tales como no puede expresar lengua humana» (2 Cel 198). Como lo demuestran las rúbricas para el Oficio de la pasión, diariamente rezaba especiales «salmos a santa María» (OfP introducción), muy probablemente el así llamado Officium parvum beatae Mariae Virginis, compuesto ya en el siglo XII y que con frecuencia se rezaba juntamente con las horas canónicas. Enseñaba a sus hermanos a decir también el Ave María, en la forma breve de la edad media, cuando rezaban el Pater noster. Debían meditar particularmente las alegrías de María, «para que Cristo les concediese un día las alegrías eternas» (39).
Parece que entre todas las fiestas de la Virgen, Francisco tenía predilección por la de la Asunción. Acostumbraba prepararse a ella con un ayuno especial de cuarenta días (40). Puede que se deba a él el que los hermanos de la penitencia (los terciarios) estuvieran dispensados de la abstinencia este día, como ocurría en las fiestas más grandes, si coincidía con alguno de los días que según la regla fueran de abstinencia. En esta fiesta debía prevalecer la alegría por el honor concedido a María.
Poseído por la más completa confianza en la Virgen, Francisco realizó obras maravillosas. Así, cierto día cogió unas migas de pan, las amasó con un poco de aceite tomado de la lámpara que «ardía junto al altar de la Virgen» y se lo mandó a un enfermo, que «por la fuerza de Cristo» curó perfectamente (LM 4,8). Se apareció también a una señora, aquejada por los dolores de un parto dificilísimo, y le dijo que rezara la «Salve, Regina misericordiae». Mientras la rezaba, dio felizmente a luz un niño (3 Cel 106). Aunque estos relatos pudieran ser dejados de lado por legendarios, demuestran cuando menos hasta qué punto los contemporáneos de Francisco apreciaban su confianza en María y con qué delicadeza la han asociado a su imagen.
La piedad mariana de Francisco, acuñada en muchos detalles por la corriente de la tradición cristiana, pero nacida especialmente de la espiritualidad de este gran santo, fue recogida vitalmente por su orden, y transmitida a través de los siglos. Si un examen más amplio y una reflexión más profunda han aportado algunas novedades y han introducido algunas diferencias, con todo permanecen como columnas firmes aquellas verdades que Francisco transmitió con tanta convicción a los hermanos menores: María es la madre de Jesús, y, como tal, es el instrumento escogido por la Trinidad para su obra de salvación; María es la «Señora pobre», y, como tal, la protectora de la orden. Su culto en la historia es la actualización de una corta y admirable oración compuesta por Tomás de Celano: «¡Ea, abogada de los pobres!, cumple en nosotros tu misión de tutora hasta el día señalado por el Padre» (2 Cel 198).
1. Cf. la abundante literatura sobre el tema en B. Kleinschmidt, Maria und Franziskus in Kunst und Geschichte, Düsseldorf 1926, p. 136; y, en parte, también en H. Felder, Los ideales de san Francisco de Asís, Buenos Aires 1948, p. 409s.
2. Entre muchos ejemplos, citamos el señalado por Kleinschmidt (o.c., p. 137s) o por Felder (o.c., p. 411 n. 76): Wadingo hace remontar a san Francisco la misa sabatina en honor de la Virgen, cuando se sabe que fue introducida por san Buenaventura. El estudioso de la tradición franciscana encontrará numerosas «transposiciones» parecidas. Por eso, en este capítulo nos basaremos sobre todo en los Escritos de san Francisco, y consultaremos además las fuentes franciscanas del siglo XIII; solamente así puede haber un sólido fundamento histórico.
3. Pueden servir de ejemplo las indicaciones ofrecidas por Felder, o.c., pp. 409-413.
4. M. Brlek, Legislatio ordinis fratrum minorum de Immaculata Conceptione B. V. Mariae, en Antonianum 20 (1954) 3-44, cree no ser necesario tal estudio porque considera resueltas todas las cuestiones relativas al tema.
5. Ya Kleinschmidt (o.c., XIII) distingue entre los grandes doctores y panegiristas de la Virgen y sus sencillos devotos. Su libro trata de demostrar que el arte cristiano ha concedido a san Francisco «la palma del amor a María dentro del grupo de los que la han venerado con sencillez de corazón».
6. Este pensamiento precisamente nos muestra a Francisco como a quien ha llevado a la cumbre la piedad medieval y como a quien ha impreso una orientación a esa misma piedad. Al igual que toda la piedad precedente, ve todavía a Cristo como al «Dominus maiestatis», al Señor que domina sobre todos y sobre todas las cosas; así está representado en la «maiestas Domini» del arte cristiano antiguo y del alto medievo. Pero Francisco sabe también -y con ello queda ligado a la nueva forma de piedad cristiana- que, según el evangelio (Mt 12,50; 25,40.45), el Hijo de Dios encarnado es el hermano de todos los redimidos (cf. 1 R 22). La maternidad divina de María le ha dado la posibilidad de unir y fusionar los dos aspectos.
7. OfP 15,1-4. No insistimos sobre la expresión «el santísimo Padre del cielo... antes de los siglos envió a su amado Hijo de lo alto», que parece ser como un preludio de la doctrina de Juan Duns Escoto sobre la predestinación absoluta de Cristo. Tales pensamientos evidentemente no eran extraños a Francisco, como lo insinúa el texto de la Adm 5: «Repara, ¡oh hombre!, en cuán grande excelencia te ha constituido el Señor Dios, pues te creó y formó a imagen de su querido Hijo según el cuerpo y a su semejanza según el espíritu».
8. 2CtaF 4.-- También aquí marchan unidos los dos aspectos: «el Señor de la majestad», hecho en todo semejante a nosotros. Sería interesante estudiar más detalladamente en qué medida la imagen de Cristo como «Señor glorificado», contemplado solamente en el esplendor de su majestad divina, favoreció el brote de la herejía docetista cátara en los albores de la edad media; cf. Fr. Heer, Aufgang Europas, Wien-Zürich, 1949, p. 110: «Es muy significativo que, desde los días de Notker hasta el comienzo del siglo XII, nunca encontremos en la literatura alemana el nombre de Jesús, que Cristo llevaba como hombre». En todo caso puede parecer sorprendente que, con la expansión del catarismo y frente a sus amenazas, se desarrollase dentro de la Iglesia una forma de piedad que tratase de comprender de nuevo seriamente la naturaleza humana de Cristo, que ayudó a la Iglesia a vencer la herejía desde dentro. Vale lo mismo para la devoción a la eucaristía, floreciente en aquel tiempo, que para los cátaros era algo abominable por la vinculación estrecha de lo divino con lo material. Para la cristología y mariología de los cátaros cf. A. Borst, Die Katharer, Stuttgart 1953). No podemos imaginar la raigambre de la herejía cátara y los daños que ella hubiera podido causar en la alta edad media de no haberse producido en la piedad popular la evolución a la que hemos aludido, y de la que Francisco fue uno de los representantes más importantes e influyentes. Este proceso jugó un papel relevante incluso dentro del arte cristiano. Pero no podemos detenernos a estudiar esta influencia; sería salirnos de los límites de nuestro propósito.
9. SalVM.-- W. Lampen, De s. Francisci cultu angelorum et sanctorum, en AFH 20 (1957) 3-23, afirma que diversas expresiones usadas en esta alabanza se encuentran ya en la literatura de la primera edad media, particularmente en Pedro Damiano (p. 13s). Lampen reúne también todos los títulos con los que Francisco honra a María, y llega a la curiosa constatación de que jamás ha usado el mismo título dos veces. Ve en ello una señal de una originalidad poética y de un amor lleno de inventiva en Francisco.
10. 2 Cel 199.-- Véase también en este texto el realismo de las expresiones que hacen imposible cualquier sublimación espiritualizante y toda interpretación docetista.
11. OfP 15,5-10.-- En estos textos escogidos no se puede pasar por alto que todo, hasta el mundo material, inorgánico, participa en la alabanza de la encarnación; muy lejos están de la posición de los cátaros, para quienes el mundo inanimado era obra del príncipe del mal y estaba en sí condenado.
12. 1 Cel 86.-- Naturalmente no queremos afirmar que la celebración de Greccio tuviese el carácter de una demostración anticátara. Está demasiado profundamente enraizada en la piedad de san Francisco (cf. 1 Cel 84). Pero a su vez es innegable que en los planes de la divina Providencia pudo tener gran importancia, aun cuando san Francisco no tuviese conciencia de ello.
13. SalVM 1-3.-- Tal vez no sea inútil advertir una vez por todas que cuanto conservamos de san Francisco está desprovisto de todo sentimentalismo y que en cambio está informado de una fe sobria que penetra siempre hasta lo más hondo de los misterios.
14. Tomo I, Nápoles 1855.
15. W. Lampen, o.c., p. 15.
16. «Y mientras no llevaba a la práctica lo que había concebido en su corazón, no hallaba descanso» (1 Cel 6). Cf. también 1Cel 22.
17. Parece que estos pensamientos no se encuentran entre los Padres sino en Cirilo de Alejandría, aunque en forma un poco distinta. Cf. Hugo Rahner.
18. También la Forma de vida para santa Clara, demuestra que él había comprendido muy vivamente esta idea.
19. Los escritos de santa Clara, la más fiel discípula de Francisco, demuestran cómo la primera generación franciscana vivió estas verdades.
20. Hugo Rahner aporta un solo testimonio de la literatura patrística y de la primera edad media: de Gregorio Magno: «Et mater eius efficitur, si per eius vocem amor Dei in proximi mente generatur». Pero este texto se refiere sólo a la proclamación de la palabra de Dios, mientras que Francisco se refiere a toda la vida cristiana como tal.
21. 2 Cel 164.-- Expresiones análogas en 2 Cel 174; LM 8,1; 9,4.
22. Cf. 1 Cel 84: «la humildad de la encarnación».
23. 2 Cel 83; cf. 2 Cel 85, 200, etc.
24. Por eso no podemos compartir la opinión de Felder, según la cual la vida pobre de María, como modelo particular de los hermanos menores, fue un motivo especial del amor de Francisco hacia ella (o.c., p. 410). La «Señora pobre» no debe separarse de la «Madre de Dios». Los dos aspectos van inseparablemente unidos.
25. 2CtaF 5.-- Nótese que en ésta y en las citas siguientes Francisco habla siempre al mismo tiempo de la pobreza de Cristo y de la de María.
26. 2 Cor 8,9.-- Cf. 2 Cel 73,74, etc. Respecto al sentido redentor de la pobreza cristiana, como pobreza de Cristo, cf. el capítulo Mysterium paupertatis en este mismo libro, pp. 73-96.
27. LM 7,1; cf. también 2 Cel 200.-- Para comprender el pleno significado de este pensamiento, hay que considerarlo dentro de una visión total de la pobreza de san Francisco (Cf. el capítulo Mysterium paupertatis de este mismo libro, pp. 73-96.
28. 2 Cel 83.-- Pocas veces se ha visto tan claramente como aquí la presencia de la pobreza de Cristo y de su madre en el misterio de la Iglesia.
29. 2 Cel 85.-- Para Celano, speculum significa siempre lo que hace visible y permite ver en sí otra cosa.
30. 2 Cel 67.-- El pasaje de la regla a que se alude en el relato es el de 1 R 2.
31. Sobre María como «protectora» en la piedad del siglo XII, cf. Fr. Heer, o.c., p. 113s. Para el hombre del siglo XII la «abogada nuestra» era una «poderosa protectora». Con ella se estableció una relación estrictamente vinculante: la reina prometía protección y gracia a cambio de que el hombre se empeñara en servirla sobre la tierra (p. 116). En Francisco no se aprecia rastro alguno de esta relación. La relación jurídica queda transformada en relación de amor y de confianza. Por otra parte Celano nota expresamente que los hermanos menores no buscaban «la protección de nadie» (1 Cel 40).
32. Así comienza la antífona en la edad media. La palabra «mater» fue añadida más tarde.
33. Francisco nunca llama a María «patrona» de la orden. El patrono principal es el mismo Señor, como claramente aparece en el relato de 2 Cel 158. Para él, María es la «abogada». Esto se ve también a través de otros muchos testimonios sobre la vida de san Francisco.
34. CtaO 38-39.-- Felder (o.c., p. 413) reduce esta confesión de pecados a los que «él creía haber cometido». Pero, ¿tenemos derecho a atenuar tan honrada declaración del santo?
35. Analecta Franciscana X, p. 418: «Immo mediatrix Virgo beata ad Christum, Christus ad Patrem sit mediator».
36. No vamos a estudiar aquí los problemas históricos referentes a la indulgencia de la Porciúncula. Nos remitimos a la literatura ya existente.
37. LM 4,5.-- No se ve por qué Felder (o.c., p. 411) tenga que extender a los demás hermanos lo que san Buenaventura dice sólo de los doce primeros.
38. 1 Cel 21; cf. también LM 2,8.
39. Enrique de Avranches, Legenda versificata 7, v. 9-15 (AF X, p. 449). Este pasaje es el testimonio más antiguo de la devoción de los hermanos menores a las «alegrías de María», y permite suponer que esta devoción se remonta al mismo san Francisco.
40. LM 9,3; cf. la nota escrita por el hermano León en el pergamino que le entregó san Francisco, y que contiene dos breves escritos del santo, las Alabanzas de Dios y la Bendición al hermano León.
Kajetan Esser, O.F.M.,Devoción a María Santísima.
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