30091974 Pablo VI Capitulo General Capuchinos
El día 30 de septiembre de 1974, el Papa recibió a unos doscientos capitulares de la Orden de Hermanos Menores Capuchinos. El Santo Padre respondió a las palabras del Ministro general con el siguiente discurso en latín, importante por el contenido y por el afecto que muestran hacia los Capuchinos.
* * *
Algunos puntos de introducción.
El primero es que debéis perdonarnos por el retraso, ya que la sesión del Sínodo nos ha ocupado hasta el momento.
El segundo quiere ser un deseo de espontaneidad. La palabra tan bella, tan clara, tan perfecta de vuestro Ministro general, que ha hablado en italiano, sería para Nos una tentación a expresarnos de la misma manera en el supuesto de que vosotros nos comprendierais. Y esto dice de verdad lo que es vuestra visita. ¡Nos llena el corazón de tantos recuerdos...!
Camino mantel con la imagen de San Francisco
Esta noche he estado recordando los momentos, los lugares, las personas que han vinculado mi vida, larga y consumida, a personas, religiosos, lugares de vuestra Orden.
Quiero deciros algo que ni siquiera quizás recuerda el P. General: ¿Dónde vivió el Bto. Inocencio de Berzo? Desde joven (y por tanto hace ya mucho tiempo), subiendo fatigosamente la altura de Valcamonica para llegar al pequeño valle de Osimo, en Borno, nos deteníamos siempre en el convento de la Anunciada. Recordamos todavía el bellísimo fresco de Pietro de Cemmo (suponemos que todavía estará allí).
Otra cosa que emociona mi corazón de hombre. Vosotros sois los custodios del cementerio donde están enterrados todos mis familiares, mis padres, mis parientes, etc. Y sé que los frailes tienen un cuidado intencional, bueno, piadoso, de sus tumbas, allá en Brescia, en el cementerio monumental que está frente a la iglesia del Sagrado Corazón, donde tantas veces fuimos en el invierno, poco a poco, cuando era pequeño, con nuestro padre, que allí iba a confesarse con los padres capuchinos del cementerio y donde había algunos frescos en la iglesia, en aquel tiempo relativamente nueva, y algunas otras pinturas que a mí entonces me parecían magníficas, porque eran recientes y estaban ejecutadas con una gran simplicidad por un pintor simple, que se llamaba Epis. La crítica, tanto de los Padres, como de la opinión pública, hacía referencia a aquellas palabras de san Pablo: «Qui Epis... scopatum desiderat...». Digo esto, como chiste, porque son pinturas simples de aquel tiempo, pero que a mí, un joven, me daban la visión de las cosas que querían significar.
Y así tantos otros recuerdos... Pero, ¡dejémoslo!
Me acuerdo también de otra cosa. Todavía era sólo sacerdote. Viajando, en cierta ocasión, en busca de otro compañero que en aquel momento estaba en Munich, fui a la Nunciatura, porque sabía que allí residía Mons. Pacelli, conocido ya por la fama; pero en aquel momento estaba fuera. Entonces, ¿qué hacer en una ciudad desconocida?, ¿dónde dormir?, ¿dónde reposar? ¡Y sin conocer bien la lengua alemana! Y entonces -lo recuerdo-, una buena Hermana, que debía ser sor Pascualina, me dijo: «¡Los frailes..., los frailes...!». Telefoneó y me mandó como huésped a los padres capuchinos de Munich, donde dormí muy bien en una de vuestras camas tan estrechas.
Vela con la imagen de San Francisco en vitral
Lo que quiero haceros notar es que esta audiencia, que este encuentro, me es muy querido. Me podréis decir: ¿Pero el Papa no tiene tantas audiencias? Es verdad; pero ésta tiene una plenitud de significado, de valor, que nos llena el corazón y que merecería de verdad una apología, un discurso muy largo, una apertura de corazones, una visión del mundo que yo contemplo detrás de vosotros, en vuestra figura capuchina: el pobre de Cristo que todavía tiene acceso a aquellas gentes a las cuales otros ya no se acercan, las gentes del pueblo, los obreros. «Si viene un Capuchino, entonces nos confesaremos». Y ¿qué quiere significar esto? La confianza, la confianza de la gente. Vosotros, ¿qué representáis? Y sabed que la Iglesia valora muchísimo, como se dice hoy, vuestra autenticidad. La gente os tiene una gran simpatía, porque ve facilidad de conversación y de diálogo, que después se traduce en retorno a la vida religiosa, a la vida sacramental, a la gracia de Dios.
Por último, y así se termina la introducción: veo ahí a nuestro Predicador apostólico. Sabed que sus predicaciones son lecciones de universidad, pero predicaciones. La llamada a los principios ascéticos, religiosos, espirituales de cuando en cuando nos dan un resurgir de energía espiritual en el corazón. Le damos las gracias públicamente, porque es vuestro hermano y es motivo de nuestra estima y de nuestro reconocimiento a toda vuestra Familia.
Queridísimos hijos:
Nuestro cordial saludo a vosotros que, reunidos en el Capítulo general de vuestra Orden, habéis venido no sólo a ofrecer vuestros respetos, como hijos fidelísimos, al Vicario de Cristo, sino también a impetrar nuestra bendición para vosotros y para los trabajos de vuestro Capítulo. Lo hacemos con sumo gusto, porque se trata de un asunto que, aun cuando interesa en primer lugar a la familia de los Capuchinos, redunda también en la vida de la Iglesia, que recibe de la floreciente condición de los institutos religiosos gran parte de su vitalidad, de su celo apostólico, de su deseo de alcanzar la santidad.
Y esto sería ya un argumento para hacer un discurso con una gran portada. Es decir: vosotros humildemente bajáis la cabeza y exclamáis: ¡Pero si nosotros somos unos pobres frailes! Yo os digo que sois PROFETAS, que sois anunciadores del Evangelio, que tenéis una gran resonancia en la Iglesia, y debéis tenerla precisamente por este vuestro afán de representar a san Francisco, el cual, a su vez, tenía el ansia de representar estrictamente en el vestido, en la figura y en el espíritu a nuestro Señor Jesucristo. Por tanto sois para Nos un tesoro preciosísimo que merece nuestra estima, nuestro aliento y también nuestra confianza. Continuad siendo lo que habéis sido hasta ahora para la Iglesia de Dios.
Al veros hoy aquí, llegados a Roma de todas las regiones de la tierra, se hace presente en nuestro ánimo aquella amplísima mies evangélica que por todas partes se debe al trabajo de vuestros hermanos. ¡Cuántos motivos para dar gracias a Dios y para congratularnos con vosotros!
El Capítulo general es una oportunidad excelente -que se ofrece a cada uno de los institutos- para reconsiderar su verdadera naturaleza, su finalidad y la misión que ha de cumplir en la Iglesia, y también para tomar decisiones capaces de revitalizar la vida de los hermanos.
Y haremos otra glosa marginal. Sabéis que este mismo tema lo estamos tratando abajo, con los obispos, en el Sínodo Episcopal. Debemos reflexionar sobre nosotros mismos, debemos concientizarnos de lo que somos. No debemos hacer otra meditación que la de la misión... Este acto de reflexión, de examen de conciencia, de encontrarnos a nosotros mismos en los orígenes constitucionales... para vuestra Familia eso ha sido vuestro Capítulo general.
Esto exige que estudiéis cuidadosamente el origen de vuestra Familia.
No es arqueología. Es volver a las raíces. Porque, como enseña el Vaticano II, la verdadera renovación de cualquier familia religiosa «consiste esencialmente en el aumento de la fidelidad a la vocación de la misma». Sed capuchinos. Sed lo que sois.
Pero no es suficiente considerar la edad pretérita. Es necesario mirar también al futuro. Y así se puede preguntar: teniendo en cuenta las condiciones cambiantes de los tiempos, ¿vale todavía la disciplina religiosa de los Capuchinos para responder a las esperanzas de la Iglesia?
Puede nacer en vosotros una duda, la duda sobre vosotros mismos: «Pero, ¿somos de nuestro tiempo o no?, ¿somos religiosos de una historia ya pasada, o tenemos todavía una función que ejercer hoy, así, como somos?». Yo puedo daros con alegría una gran respuesta: Sí, sí, hermanos. Sois modernos, sois actuales, sois para el futuro, tenéis la garantía de vuestra historia pasada, que promete para el futuro.
¿Con qué medios o decisiones contará vuestra Orden para que pueda florecer con una nueva fecundidad de vida?
Acerca de esto, el mes pasado os mandamos una Carta, en la cual os manifestamos nuestro pensamiento. Con gran alegría hemos sabido que religiosamente la habéis aceptado como norma y guía de vuestros trabajos. Ahora, confirmando y ampliando lo que os hemos dicho, queremos añadir algo que, aunque no sea nuevo ni desconocido para vosotros, sirve no obstante para descubriros plenamente nuestra paterna solicitud hacia vuestra Orden.
En primer lugar, permitidnos que nuevamente os recordemos la necesidad de conservar y excitar en vosotros aquel espíritu contemplativo que tan claramente brilló en la primera edad de los Franciscanos. Lo cual exige, según el Concilio, que incluso en la promoción de las obras externas ocupe siempre el primer lugar la renovación espiritual (PC 2).
Y ahora otra glosa marginal: al haceros a vosotros esta recomendación nos la hacemos a nosotros mismos. Y en esto no queremos aparecer tanto como maestro de vida espiritual, sino como admirador del ejemplo que nos dais, deseoso de aprender de vosotros cómo se vive textualmente, interiormente e intensamente el Evangelio franciscano.
De esta fuente brotó en otro tiempo la fecundidad de vuestra Orden; también de aquí convendrá sacar, en lo sucesivo, nuevas energías con las que vuestra disciplina logre la abundancia deseada de fuerzas. ¿Por ventura, en esto, san Francisco no es para vosotros un ejemplo admirable? Porque para él la oración era un segurísimo puerto, no una oración momentánea, vacía o presuntuosa, sino prolongada, llena de devoción, colmada de humildad; si la comenzaba por la tarde, apenas la terminaba por la mañana; andando, sentado, comiendo o bebiendo, estaba dedicado a la oración (1 Cel 71), de tal suerte que parecía, más que hombre en oración, la oración viviente (2 Cel 95).
El ejemplo del Seráfico Padre debe además impulsaros de modo vehemente al amor de la cruz. Esto no se puede separar de vuestra vocación. Los estigmas que en el monte Alverna recibió de Cristo en su cuerpo son como una predicación perenne, que nos habla de que se trata de la primera condición para el seguimiento de Cristo. De aquí la necesidad de la austeridad de vida o de la penitencia, que siempre fue muy importante entre los Franciscanos, y que hoy la Iglesia, más que nunca, exige de vosotros.
Hermanos, tenemos necesidad de vuestro ejemplo. Tenemos necesidad de ver que la cruz está viva en vuestra vida, en vuestro ejemplo, en vuestra ardua y difícil forma de vida, que habéis escogido. ¡Es la cruz!
Almohada con Fresco de San Francisco por Giotto
Pues vivimos en una sociedad saturada de hedonismo, de materialismo, de ansia de consumo, y, por desgracia, también entre muchos cristianos se ha introducido una vida religiosa demasiado indulgente con la comodidad, sin esfuerzo, sin deberes, sin abnegación, es decir, sin cruz. Vosotros, por el contrario, nunca dejéis de cumplir en vuestra vida aquella sentencia de Jesucristo que san Francisco, de modo admirable, hizo suya: «En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda estéril; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24-25).
Este amor a la cruz aparece de modo especial en la pobreza evangélica, que san Francisco dejó a sus hijos como sagrada herencia y es una nota peculiarísima de vuestra Orden.
Y precisamente por esto, porque sois así, la simpatía y la admiración del mundo os siguen. El mundo no sabría -diré- insultaros o reírse de vosotros. ¡No! Es un Capuchino, es un fraile Franciscano. Y ¿por qué? Hay una irradiación, vosotros lo sabéis, de vuestra humildad, de vuestra pobreza. Vosotros sois «los bienaventurados pobres de espíritu», de la primera Bienaventuranza.
¿No es por esto que los Capuchinos fueron siempre muy aceptados por el pueblo cristiano, acostumbrado a verlos siempre sencillos, humildes, alegres, dispuestos siempre para aliviar las necesidades del prójimo, principalmente de los pobres, de los enfermos, de los pecadores? Los hombres no os piden que os conforméis ambiguamente con el mundo; os piden que demostréis la excelsitud de esta vida pobre, contemplando la cual ellos sienten la esperanza de la vida futura. ¡Sed, pues, en el mundo, los custodios de esta esperanza!
Pero además de la pobreza que debe ser propia de cada uno, no se debe descuidar la pobreza que ha de resplandecer en todo vuestro instituto. Por tanto, en el uso de los bienes, en los edificios y en cualquiera de vuestras obras, vuestra Orden evite el ornato y el adorno excesivamente rebuscado y todo cuanto tenga resabio de lujo y de lucro. Que no haya en vosotros nada que pueda oscurecer la imagen de Cristo Jesús, el cual «por nosotros se hizo pobre, siendo rico, a fin de que nosotros nos enriqueciésemos con su pobreza» (cf. 1 Cor 8,9).
¡Nuestros amadísimos Hermanos Menores Capuchinos!
Vosotros que ya embellecisteis la Iglesia con la santidad de vuestros hermanos y que con vuestra actividad apostólica llevasteis a tantas almas la luz de la gracia divina, ahora, con ocasión de este Capítulo general, animados como por un nuevo impulso, perseverad en vuestros nobles propósitos y, si es preciso, redoblad las fuerzas y duplicad los esfuerzos a fin de que la Iglesia de Dios, como en otro tiempo, también ahora y en lo sucesivo, reciba de vosotros las máximas utilidades.
Y deben estar presentes en nuestro espíritu -y sabéis que lo están- todas las obras que realizáis. Las parroquias que os han sido confiadas; el bien que hacéis a tantas comunidades religiosas; la actividad de los estudios, porque esto no es contrario a vuestra tradición; y sobre todo, el apostolado con los pobres, con los humildes, con el pueblo; el apostolado en aquella forma de predicación que ha encontrado en vuestros hijos voces tan resonantes que todavía se oye su eco. Sed de verdad valientes, buenos, humildes anunciadores de la Palabra de Dios. Y quisiera añadir: «No os preocupéis de lo que vais a decir o de cómo lo diréis: en aquel momento se os sugerirá lo que tenéis que decir» (Mt 10,19). Podréis hablar y a corazón abierto, si tenéis el corazón lleno de Cristo y lleno de su santa y brillante irradiación. La palabra brotará de vuestra misma vida y será la más eficaz forma de persuasión.
En confirmación paternal de todo esto, con amor os damos la Bendición apostólica a vosotros, aquí presentes, y a todos vuestros hermanos.
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