Carta JPII al Arzobispo de Praga
Carta de S.S. Juan Pablo II al Arzobispo de Praga (2-II-82) VII centenario de la muerte de la Santa
En el año en que la Iglesia celebra el VIII centenario del nacimiento del seráfico Francisco de Asís, es oportuno recordar que el próximo 2 de marzo se cumplirán también 700 años de la santa muerte de la bienaventurada Inés de Bohemia, la cual, lo mismo que santa Clara, caminó fielmente tras las huellas de Francisco, habiendo dejado como él casa, hermanos, hermanas, madre y padre por amor de Cristo y para dar testimonio de su Evangelio (cf. Mc 10,29). Vivió y murió en Praga, pero la fama de sus virtudes se difundió, ya durante su vida, por toda Europa. Siguiendo el ejemplo de mis predecesores, y en particular del Papa Gregorio IX, contemporáneo suyo, también yo deseo honrar a esta Santa a quien los ciudadanos de Praga y el pueblo checo invocan desde hace siglos como patrona ante Dios y que es, al mismo tiempo, una de las figuras más nobles de vuestra nación.
La vida de santa Inés fue extraordinaria, como lo fue también su personalidad. Hija del rey de Bohemia, Premysl Otakar I, Inés nació al final de la primera década del siglo XIII y estaba emparentada con las principales familias reales y principescas de Europa Central y de Dinamarca. Por parte de padre, descendía de la famosa estirpe de los santos bohemos Ludmila y Wenceslao; santa Eduvigis de Silesia era tía abuela suya; santa Isabel de Turingia, prima, y santa Margarita de Hungría, sobrina. Con todo, pudo disfrutar poco tiempo de la serenidad de la vida familiar. Cuando tenía sólo tres años fue enviada con Ana, su hermana mayor, al monasterio de las monjas cistercienses de Trebnica, en Breslau, donde vivía entonces santa Eduvigis. Fue esta pariente suya quien le enseñó las verdades fundamentales de la fe y las primeras oraciones, y quien la formó en la vida cristiana. El ejemplo de su santa tía se imprimió profundamente en el corazón de Inés y la acompañó durante toda su vida. Cuando cumplió seis años, pasó al monasterio premonstratense de Doksany, donde aprendió a leer y a escribir. Ya en aquel tiempo sentía tal predilección por la oración, que la prefería a los juegos con las compañeras.
Una vida extraordinaria en la escuela espiritual de santa Clara de Asís
El compromiso matrimonial con Enrique, rey de Sicilia y de Alemania, hijo del Emperador Federico II, sacó a Inés a los 8 años de la tranquilidad del monasterio y la transfirió al ambiente mundano de la corte de Viena, donde debía recibir la educación digna de una futura emperatriz. Pero Inés no se sintió a gusto allí. Daba muchas limosnas, se mortificaba con frecuentes ayunos y se consagró totalmente a la Madre de Dios, deseando conservar intacta su virginidad. Se anuló el compromiso, pero esto no significó para la princesa bohema verse libre de las especulaciones políticas que se hacían a costa de ella en la corte real de Praga. El mismo Emperador Federico II la quiso como esposa, y el proyecto se desvaneció sólo gracias al mismo Papa Gregorio IX, quien, a instancias de la misma Inés, intervino ante su hermano. La noticia de este rechazo, motivado por las palabras del Apóstol: vivan «los que disfrutan del mundo, como si no disfrutasen, porque pasa la apariencia de este mundo» (1 Cor 7,31), se difundió por toda Europa, suscitando gran admiración.
Inés deseaba con todo su corazón vivir el ideal del Evangelio y «preocuparse de las cosas del Señor, de ser santa en cuerpo y en espíritu» (1 Cor 7,34), sabiendo muy bien que quien se deja vencer por el amor de los bienes terrenos no puede gozar en el Señor (cf. san Gregorio Magno, In Ezechielem II, XVIII, ix, 16; CCL 142, pág. 896). Habiendo tenido, por unos nobles bohemos que habían vuelto de Italia, noticia de san Francisco y de la nueva Orden de santa Clara, se encendió en deseos por seguir también ella en pobreza total a Cristo pobre. Se desprendió de todas sus joyas, adornos y vestidos preciosos y distribuyó su importe entre los pobres, sabiendo que las obras buenas, a pesar de que proceden de bienes caducos, no perecen nunca. El ejemplo de santa Eduvigis y de santa Isabel de Turingia, «consuelo de los indigentes», la llevó a fundar en Praga un hospital con una confraternidad aneja, los Crucíferos de la Estrella Roja –que se convirtieron más tarde en Canónigos Regulares– (cf. Annuario Pontificio 1981, pág. 1.207), dedicados al cuidado de los enfermos. Inés, por su parte, entró en el monasterio de las clarisas, que ella misma había construido anteriormente en Praga a orillas del Moldava, en el barrio que aún hoy lleva el nombre de «Na Franzisku», San Francisco. «Como una paloma, voló del diluvio del mundo corrompido al arca del orden sagrado» (J. Kapistrán Vyskocil, Legenda blahoslavené Anezly a ctyri listv svaté Kláry, Praga 1932, pág. 107), acompañada de otras cinco jóvenes, hijas de las principales familias de la nobleza de Praga. Se le unieron en el monasterio cinco clarisas procedentes de Trento, mandadas expresamente por santa Clara. Ésta le envió luego, desde San Damián, una carta, en la que se complacía por la fama de Inés, «conocida no sólo por ella, sino por casi todo el mundo», y la elogiaba con entusiasmo por haber preferido el desposorio con Cristo a todos los honores del mundo, escogiendo de todo corazón «la santísima pobreza y los dolores corporales» para convertirse en esposa «del más noble Esposo» (Carta I).
Surgió de este modo entre las dos mujeres de Dios una de las más bellas amistades. A pesar de que no pudieron encontrarse en esta tierra, y no obstante la gran diferencia de sus vidas, se sintieron unidas en el mismo amor a Cristo y en el mismo deseo de santidad.
Gracias al ejemplo de Inés, el monasterio de las clarisas de Praga se convirtió en un hogar que dio origen a otros monasterios de la misma Orden en Bohemia, en Polonia y en otros países.
Inés, por su parte, renunció incluso a su derecho sobre el hospital fundado por ella, que hubiera abastecido a las clarisas del alimento necesario, afirmando «preferir sufrir indigencia y miseria antes que renunciar a la pobreza de Cristo» (Vyskocil, op. cit., pág. 109).
La caridad que ardía en su corazón no le permitió, sin embargo, cerrarse en una soledad estéril, sino que la indujo a ponerse al servicio de todos. Asistía a hermanas enfermas, curaba leprosos y afligidos por enfermedades contagiosas, lavaba sus vestidos y los remendaba de noche, dando pruebas de que el edificio de su vida espiritual estaba cimentado en el sólido fundamento de la humildad. De este modo, se convirtió en la madre de los indigentes, conquistándose, en el corazón de los pobres y de los humildes de Praga, un lugar que le ha sido reservado durante siglos.
Su caridad se nutrió con la oración centrada en la pasión de Cristo. Cristo sufriente fue para ella, de hecho, la expresión del amor supremo y su cruz la confortaba especialmente en los últimos años de su vida, cuando, con una paciencia heroica, sin lamentarse nunca, soportaba desgracias, injusticias, necesidades y enfermedades, siguiendo a Cristo hasta el extremo. Amaba la soledad como una ocasión para dedicarse a la oración y contemplación durante la cual caía en frecuente éxtasis. No hablaba demasiado con sus hermanas de religión, pero cuando lo hacía, sus palabras estaban encendidas del amor a Cristo y del deseo del paraíso, de tal modo que sólo a duras penas podía esconder las lágrimas. Custodiaba, como una herencia preciosa de Francisco y de Clara, la veneración a la Eucaristía, y fue mérito suyo el que esta veneración penetrara también en otros monasterios de la Orden, culminando posteriormente en el deseo de la comunión diaria.
El sufrimiento acompañaba a Inés continuamente. Caía enferma con frecuencia. Cuando en una ocasión, convencida de que el final estaba cercano, quiso recibir el viático, una voz interior le aseguró que todos los miembros de su familia la precederían en la eternidad. Y de hecho, durante su larga vida vio morir a su padre, a varios familiares, a sus hermanos y hermanas y, entre éstos, al mismo rey Wenceslao –a quien había logrado reconciliar con su hijo rebelde Premysl Otakar en su mismo monasterio, donde fue testigo de su beso de paz– y a casi todos sus hijos. Para beber el cáliz del dolor hasta el final, el 26 de agosto de 1278, durante el Oficio vespertino, tuvo la visión de la trágica muerte de su sobrino Premysl Otakar II, caído ese mismo día en la batalla de Morasvke Pole.
También Clara, su hermana predilecta, murió muchos años antes que ella, es decir, el 1253, año en que murió su padre. La amistad entre Inés y Clara duró dos decenios y se reforzó y purificó de tal modo, que la Santa italiana amaba a la Sana bohema como si fuera al mismo tiempo su madre y su hija. Antes de morir se despidió de ella con una carta conmovedora en la que le llamó «mitad de su alma» (Carta IV).
La vida de Inés se extinguió como un cirio votivo en circunstancias particularmente tristes. Tras la muerte de Premysl Otakar II, Bohemia fue ocupada por ejércitos extranjeros, reinó el desorden y la violencia, se moría por el hambre y la peste, y, ante la puerta de las clarisas, cuyas despensas estaban vacías, se amontonaban moribundos hambrientos en busca de ayuda. En medio de estos horrores, Inés, que ya era venerada como santa, concluyó su existencia terrena el 2 de marzo de 1282. Al salir de este mundo se vio confortada por el afecto de las monjas y de los Frailes Menores que la asistían, y por su deseo ardiente de encontrar al Esposo celeste. Antes de morir exhortaba aún a las monjas a amarlo fielmente y a seguirlo en la humildad y la pobreza, permaneciendo siempre fieles a su Vicario y a la Sede de Roma, según el ejemplo de los santos Francisco y Clara.
Testimonio y mensaje para nuestro tiempo
Así, en aquellos tiempos tan tristes, los bohemos, que en medio de la vejación y el abandono suplicaban a su patrono nacional san Wenceslao que «no les dejara perecer ni a ellos ni a sus descendientes» (Himno a san Wenceslao, que se canta aún en las iglesias), podían abrir también sus corazones a Inés, hija de la misma familia real, la cual, de las tribulaciones de aquellos días, había pasado a la eternidad para poder ayudarlos ante el trono de su divino Esposo. Y así sucedió también más tarde. Sus connacionales, recordando la bondad y misericordia que santa Inés demostró durante su vida terrena, buscaban en ella refugio y ayuda, dando origen a un culto que mi predecesor Pío IX confirmó y aprobó en 1874.
Y ahora, mi venerado y querido hermano, ¿qué os dice vuestra Santa a vosotros que vivís hoy en su tierra? Ante todo, ella continúa siendo el modelo de la mujer perfecta (cf. Prov 3,10), la cual sabe realizar su feminidad en un servicio generoso y desinteresado que, en su caso, abarca a toda la nación, desde la familia real hasta los más humildes y marginados. En ella la virginidad consagrada, haciendo libre su corazón, lo encendió aún más de caridad a Dios y a todos los hombres (cf. Perfectae caritatis, 12, citado por la Familiaris consorcio, 16), dando testimonio «de que el reino de Dios y su justicia son la perla preciosa que se debe preferir a cualquier otro valor, aunque sea grande; es más, hay que buscarlo como el único valor definitivo» (Familiaris consorcio, 16). Fundadora de la Orden de los Crucíferos de la Estrella Roja, todavía existente, y del primer monasterio de las clarisas en tierra bohema, Inés demuestra, asimismo, la validez de los institutos religiosos, en los que hermanos y hermanas, «siguiendo el ejemplo de la Iglesia primitiva, en la que la multitud de los que creyeron tenía un solo corazón y un alma sola (cf. Hch 4,32), llevan una vida en común, perseverando en la oración y en la comunión del mismo Espíritu» (cf. Hch 2,42; Perfectae caritatis, 15). Como auténtica hija de san Francisco, Inés supo «servirse de tal modo de los bienes pasajeros que pudo adherirse a los eternos» (Oración del XVII domingo del tiempo ordinario), saciando el hambre de los pobres, curando a los enfermos, asistiendo a los ancianos, estimulando a los abatidos y convirtiéndose de este modo en portadora de paz, de reconciliación, de consuelo y de nueva esperanza.
Ahora bien, querido hermano, ¿no se necesita este servicio generoso y desinteresado también en nuestros días? Incluso allí donde no existieran hambrientos en el sentido material, cuántos se sienten solos y abandonados, tristes y desesperados, sin el calor de un afecto sincero y sin la luz de un ideal que no engaña. ¿No necesitan encontrar en sus vidas una Inés que les lleve paz y alegría, sonrisas y esperanza?
El secreto de santa Inés lo constituyó su misión con el Esposo divino, la oración. Oración que había aprendido, cuando aún era pequeña, de santa Eduvigis; oración que se convirtió en descanso de su alma y fuente inagotable de la inmensa fuerza que demostró en las muchas pruebas de su vida. Qué ejemplo para los sacerdotes y religiosos, para los educadores, para las familias. No se es cristiano sin Cristo, pero no se puede tener a Cristo si no se le busca en la oración constante y asidua. «El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5).
Santa Inés, habiendo escogido el Evangelio, vivió también las bienaventuranzas. Las bienaventuranzas de los pobres, de los afligidos, de los humildes, de los que tienen hambre y sed de justicia; las bienaventuranzas de los misericordiosos, de los pacíficos, de los perseguidos (cf. Mt 5,3-10). Su vida y especialmente sus últimos años no fueron fáciles. Pero ella, siendo pura de corazón, conseguía ver a Dios tras todas las vicisitudes humanas y se mantenía fuerte y confiada, sabiendo que «Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman» (Rom 8,28).
Inés no fue un episodio marginal de vuestra historia, sino que representa, más bien, una de las últimas y más hermosas flores de la dinastía de los premyslidas, que entraron en la historia con san Wenceslao y su abuela santa Ludmila, bautizada por san Metodio. Se trata de las raíces de vuestra cultura nacional, se trata de vuestra identidad espiritual. ¡Custodiad celosamente esta herencia, transmitidla intacta a vuestros hijos! Y que la bienaventurada Inés os asista desde el cielo como ha asistido a tantas generaciones antes de vosotros durante la agitada historia de vuestra patria.
Puesto que, por otra parte, se trata de una mujer apóstol del franciscanismo en vuestra tierra, me es grato, querido y venerable hermano, usar las palabras del Pobrecillo de Asís: «El Señor os bendiga y os custodie, os muestre su rostro y tenga misericordia de vosotros. Vuelva a vosotros su mirada y os dé paz.» De corazón te envío a ti, a los excelentísimos hermanos en el Episcopado, a los sacerdotes y seminaristas, a los religiosos y a las religiosas y a todos los fieles de Checoslovaquia, mi particular bendición apostólica.
Vaticano, 2 de febrero de 1982, IV año de mi pontificado.
Con motivo del VII centenario de la muerte de la entonces beata Inés de Bohemia o de Praga, después canonizada por Juan Pablo II el 12 de noviembre de 1989, el Papa dirigió al cardenal Frantisek Tomásek, arzobispo de Praga, la anterior carta, cuya traducción al castellano tomamos de L'Osservatore Romano, ed. esp., del día 28 de marzo de 1982.
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