090193 Homilia JPII basilica superior Asis

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 Queridos hermanos y hermanas en Cristo:

1. Ésta es la hora de la oración. Hace un rato nos reunimos todos para escuchar los testimonios de quienes han experimentando de cerca la guerra y sus consecuencias. Reflexionamos en silencio sobre las penosas vicisitudes expuestas y nos sentimos partícipes de los sufrimientos de esas poblaciones martirizadas.

Era el primer objetivo de esta vigilia: que todos los hombres y mujeres que en Europa están abiertos a los valores religiosos sientan, como producidas en su misma carne, las heridas de la guerra: la angustia, la soledad, la impotencia, el llanto, el dolor y la muerte. Quizá también la desesperación. Nos hemos convencido así con mayor fuerza de que esos males son algo que pesa en nuestras espaldas y oprime nuestros corazones. Ante semejante tragedia no podemos permanecer indiferentes: no podemos quedarnos dormidos. Por el contrario, tenemos que velar y orar como el Señor Jesús en el Huerto de los Olivos, cuando cargó con todos nuestros pecados hasta el punto de sudar sangre (cf. Lc 22,44). En efecto, Cristo «está en agonía hasta el fin del mundo» (Pascal, Pensées, 736). Y nosotros queremos acompañarlo esta noche, velando y orando.

2. Éste es el segundo momento de nuestra vigilia. Para nosotros, los cristianos, se desarrolla en la basílica superior de San Francisco. Los representantes del islam, al igual que algunos representantes del judaísmo, se han reunido en otro lugar de este convento sagrado. Muchos otros judíos, que por sus obligaciones religiosas no han podido reunirse con nosotros aquí en Asís, se unen a nuestra súplica orando en sus sinagogas.

Al entrar en la Iglesia hemos encendido nuestras velas del cirio puesto en un lugar principal como símbolo de la presencia en medio de nosotros de Cristo, «luz del mundo». De hecho, Cristo nos prometió: «Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20).

Pero el cirio es igualmente el símbolo de la luz interior del Espíritu Santo, del que tenemos necesidad particular en este momento de oración.

Hemos escuchado juntos la palabra de la sagrada Escritura. El cirio también es símbolo de esta luz. La sagrada Escritura nos ilumina porque el Verbo habla en ella y por medio de ella. Más aún, el Verbo se hace presente en las palabras de los profetas, de los Apóstoles y de los evangelistas. Se nos da así la posibilidad de comprender mejor lo que debemos pedir a Dios uno y trino en esta vigilia de oración por la paz; lo que tenemos que pedir en esta noche santa.

3. La clave de lectura de las palabras que hemos oído, y el sentido de nuestra oración, se encuentra en el segundo pasaje que hemos proclamado hace un momento. El Apóstol afirma que Cristo es nuestra paz: «Él -dice san Pablo- es nuestra paz» (Ef 2,14).

¿Qué significan para nosotros esta noche las lapidarias palabras del Apóstol?

Significan, ante todo, que no tenemos que buscar la paz fuera de Cristo; y, mucho menos, poniéndonos contra él. Por el contrario, tenemos que esforzamos por vivir las palabras de Pablo: «Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo» (Flp 2,5).

Esto supone nuestra conversión personal, que el mismo Apóstol expresó eficazmente con estos términos: «Nada hagáis por rivalidad, ni por vanagloria, sino con humildad, considerando cada cual a los demás como superiores a sí mismo, buscando cada cual no su propio interés sino el de los demás» (Flp 2,3-4).

Si Cristo «derribó el muro que los separaba, la enemistad» (cf. Ef 2,14), si Cristo «dio en sí mismo muerte a la enemistad» para «reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo, por medio de la cruz» (cf. Ef 2,16), ¿cómo puede existir todavía la enemistad en el mundo? ¿Cómo puede existir el odio? ¿Cómo es posible que se maten unos a otros?

4. Éstas son las preguntas que debemos plantear a todos esta noche y, sobre todo, a nosotros mismos, ante la tragedia de Bosnia-Herzegovina y las tragedias presentes en otras partes de Europa y del mundo.

Para estas preguntas sólo existe la respuesta de la humilde petición de perdón a los pies de la cruz en la que el Señor está crucificado: para nosotros y para todos. Precisamente por esto, nuestra vigilia de oración es también una vigilia de penitencia y conversión. No habrá paz sin este regreso a Jesucristo crucificado a través de la oración, pero también a través de la renuncia a las ambiciones, a la sed de poder, a la voluntad de sojuzgar a los otros y a la falta de respeto a los derechos de los demás.

Éstas son, de hecho, las causas de la guerra, como ya enseñaba el apóstol Santiago en su carta: «¿De dónde proceden las guerras y las contiendas entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones que luchan en vuestros miembros?» (St 4,1).

Cristo es nuestra paz. Cuando nos alejamos de él -en nuestra vida privada, en las estructuras de la vida social, en las relaciones entre las personas y los pueblos-, ¿qué nos queda sino el odio, la enemistad, el conflicto, la crueldad y la guerra?

Debemos orar para que su «sangre» nos haga «vecinos», es decir, cercanos los unos a los otros, puesto que nosotros mismos sólo sabemos estar «lejos» (cf. Ef 2,13); sólo sabemos darnos recíprocamente la espalda. «Dejémonos, pues, reconciliar con Dios» (cf. 2 Co 5,20), para poder reconciliarnos entre nosotros.

5. Los conflictos que surgen alrededor de nosotros, el hambre, las privaciones, las carencias que afligen y atormentan a tantos seres humanos de un extremo al otro del mundo son un desafío para todos los que se dicen seguidores de Cristo. ¿Acaso muchos desastres no son el reflejo de la lucha que opone el mal al bien, que contrapone la civilización del amor a una sociedad basada en el egoísmo y en la codicia? Cristo nos invita a no dejarnos vencer por el mal, sino a vencer el mal con el bien (cf. Rm 12,21), a construir una civilización en la que reine plenamente el amor y que ponga en primer lugar el respeto al «otro».

¿Es posible privar a un hombre del derecho a la vida y a la seguridad porque no es uno de nosotros, porque es «de los otros»? ¿Privar a una mujer del derecho a su integridad y su dignidad porque no es una de nosotros, porque es «de los otros»? Y, también, ¿privar a un niño del derecho a un techo que lo proteja y del derecho a alimentarse porque es un niño que pertenece a los «otros»? «Nosotros», «ellos», ¿acaso no somos todos nosotros hijos de un único Dios, sus hijos amados? ¿Acaso Jesucristo, «la luz verdadera que ilumina a todo hombre» (Jn 1,9), no vino al mundo para liberamos del pecado de la división y reunimos a todos en el amor? Y cuando se mofa, se denigra, se desprecia y se maltrata «al otro», cuando «el otro» no tiene un lugar donde reclinar la cabeza, no tiene alimentos y no tiene con qué calentarse, ¿no se mofa, se denigra, se desprecia y se ofende una vez más a Jesucristo mismo? (cf. Mt 25,31-46).

¿Quién podrá aflojar el abrazo cruel del mal que nos rodea?

Podemos y debemos responder con las palabras de san Pablo: «¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!» (Rm 7,25).

6. Cristo, que es nuestra paz, la paz verdadera, ¿qué otra herencia podría habernos dejado sino esa misma paz?

Hemos escuchado sus palabras, referidas en la página evangélica. Son palabras que conocemos muy bien. Que en esta vigilia de oración resuenen con mayor fuerza en nuestros corazones, suscitando una respuesta más convencida y generosa.

«Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo» (Jn 14,27). Si miramos a nuestro alrededor, en el recogimiento de esta noche de Asís, ¿qué es lo que vemos? ¿De verdad nos ha dejado el Señor Jesús la paz? Entonces, ¿cómo es que hay tanta violencia a nuestro alrededor, y algunos países de los que venimos se hallan incluso en guerra? ¿Qué hemos hecho con el don del Señor y con su herencia preciosa? ¿No será que hemos preferido una paz «como la da el mundo»: una paz que consiste en el silencio de los oprimidos, en la impotencia de los vencidos y en la humillación de cuantos -hombres y pueblos- ven sus derechos pisoteados?

La paz verdadera, que Jesús nos ha dejado, se apoya en la justicia y florece en el amor y en la reconciliación. Es fruto del Espíritu Santo, «a quien el mundo no puede recibir» (Jn 14,17). ¿Acaso no enseña el Apóstol que «el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz...» (Ga 5,22)? «"No hay paz para los malvados" -dice mi Dios-», nos ha recordado hace un rato el profeta Isaías (57,21).

7. «Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14,26). Esta noche el Espíritu nos enseña y nos recuerda cuál es la fuente de la paz verdadera y dónde hay que buscarla. Por eso nos hemos reunido en este lugar sagrado, bajo la mirada y la protección de san Francisco.

«Señor, haz de mí un instrumento de tu paz».

«Señor, danos la paz», dala a todos, tal como ya nos la hemos dado recíprocamente y ahora nos la daremos unos a otros en esta celebración litúrgica.

Que se derrame esta noche sobre Europa y el mundo desde el costado abierto de Cristo. En el mensaje navideño de 1990, que hemos oído hace poco, ¿acaso no nos decía el llorado patriarca Dimitrios I: «Esta paz no es una idea o un lema; es una realidad que deriva de la humildad extrema, la kénosis, y del autosacrificio del Hijo de Dios»?

Frente al misterio de sufrimiento y muerte que son las guerras, nuestra vigilia de oración no quiere ser una respuesta aislada, fugaz y momentánea, sino más bien la aceptación renovada de la herencia que Cristo nos ha dejado. ¿Acaso no nos dejó la paz cuando se encaminó hacia la cruz y cuando, habiendo resucitado, volvió a nosotros? (cf. Jn 20,19).

La paz en la tierra es tarea nuestra, de los hombres y las mujeres «de buena voluntad». Es tarea, en particular, de los cristianos. Somos responsables de ella ante el mundo y en el mundo, que sigue privado de la paz verdadera si Jesucristo no se la da mediante sus «instrumentos de paz», mediante los «constructores de paz» (cf. Mt 5,9). Decía Pablo VI en el fragmento que hemos leído hace unos instantes: «Nuestra misión es lanzar la palabra "paz" en medio de los hombres que luchan entre sí. Nuestra misión es recordar a los hombres que son hermanos. Nuestra misión es enseñar a los hombres a amarse, a reconciliarse y a educarse en la paz».

8. Reunidos aquí esta noche, estamos invitados a reflexionar sobre la contribución que cada uno de nosotros, cada una de nuestras Iglesias, está llamada a ofrecer al servicio de la paz.

Hay una contribución, sin embargo, que ciertamente es común a todos nosotros: se trata de la oración. Por eso, el Obispo de Roma, junto con los presidentes de las Conferencias episcopales de Europa, ha querido invitar a sus hermanos y hermanas en la fe, y a los jefes de las otras Iglesias y comunidades cristianas, así como a los judíos y a los musulmanes, a venir a Asís para orar por la paz. Y ha invitado también a las Iglesias particulares de Europa a hacer lo mismo. Durante esta vigilia Europa alzará en todas sus lenguas una suplica acongojada al Dios de la paz, a fin de que conceda finalmente este bien esencial a muchos de sus pueblos que todavía se encuentran desgarrados por el azote de la guerra.

Aceptar la herencia de Cristo en este campo significa, antes que nada, orar por la paz. Significa también dar un testimonio común de la herencia recibida, de nuestra responsabilidad ante ella y de nuestro compromiso constante en favor de la paz.

Al lado de este compromiso primario está, también, el compromiso en favor de la justicia: «En lo excelso y sagrado yo moro -dice el Señor por boca de Isaías-, y estoy también con el humillado y abatido de espíritu, para avivar el espíritu de los abatidos, para avivar el ánimo de los humillados» (57,15). Esta noche todos queremos renovar nuestro compromiso en favor de los últimos, de las víctimas de las guerras, cuyo grito silencioso penetra en los cielos.

9. En el mensaje para la Jornada mundial de la paz de este año me he detenido en la relación entre pobreza y paz. Los pobres son el cortejo triste que acompaña los conflictos, pero las injusticias cometidas contra ellos son las que provocan y alimentan los conflictos. El respeto a las personas y a los pueblos es el camino seguro para llegar a la paz.

Cada uno de nosotros está llamado a seguir ese camino. Cada paso, incluso pequeño, por este camino bendito nos lleva más cerca de la concordia y de la paz: proclamar los derechos de todos y de cada uno; afirmar la dignidad de todo hombre y de toda mujer, cualquiera que sea su etnia, el color de su piel y su profesión religiosa; denunciar los abusos..., éstos son algunos de los pasos que queremos comprometernos a dar esta noche como herederos de la paz de Jesús.

Cristo es nuestra paz. La conquistó para nosotros en la cruz, y nos la da también en esta noche santa para que nosotros, mediante la gracia del Espíritu Santo, con la palabra y la acción, con la actitud de cada hora y cada día, la transmitamos al mundo que no tiene paz.

Dice Isaías: «Poniendo alabanza en los labios: "¡Paz, paz al de lejos y al de cerca!" -dice el Señor-. "Yo le curaré"» (57,19).

Que esta noche el Señor ponga en nuestros labios la palabra paz, para curarnos a todos. Amén.

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