La Palabra de Dios en la vida de San Francisco



Mucho se ha escrito ya sobre la importancia de la Sagrada Escritura en la vida y pensamiento de san Francisco de Asís.[1] ¿No es «llevar hierro a Vizcaya» tratar otra vez este tema? Hoy, después del Concilio Vaticano II, puede ciertamente responderse de modo negativo a semejante pregunta. La doctrina de este Concilio sobre la importancia de la Sagrada Escritura en el culto divino de la Iglesia, así como en la vida de cada cristiano y, por tanto, también en la vida comunitaria de los cristianos, nos permite comprender mejor muchos dichos, muchas actitudes, la fe en suma de san Francisco. Quizás puede incluso decirse que mucho de lo que todavía de modo existencial llenaba al hombre profundamente creyente que fue Francisco a principios del siglo XIII, antes pues de la alta Escolástica, ha vuelto a ser fructífero para toda la Iglesia por medio del último Concilio.[2] Francisco no fue ciertamente un cristiano para el que, como para la mayoría de los católicos de la contrarreforma postridentina, «la Sagrada Escritura había llegado a ser un libro lleno de misterio, una imagen velada, cuyo conocimiento directo no parecía oportuno, sino más bien peligroso».[3] Con todo, ciertamente aquel tiempo, en el que, «quizás por la posición hostil de la Iglesia católica frente a la Reforma»,[4] la Sagrada Escritura era casi únicamente objeto de la ciencia teológica, campo reservado al clero instruido, hizo decaer la comprensión de la actitud concreta creyente de san Francisco frente a la Sagrada Escritura, también y no en último término en su propia Orden.

Francisco no era un teólogo de formación escolástica.[5] Por esto convendrá tratar el tema aquí propuesto, no tanto de manera teológica y especulativa, sino más bien a base de las palabras y hechos del santo mismo, justamente un hombre de veras creyente. Precisamente, según el testimonio de su primer biógrafo, era Francisco un hombre que, no por el camino del estudio de la teología sino por medio de la oración, «penetró en los secretos de Dios, hasta ser llevado a la ciencia perfecta, aun siendo iletrado».[6] Su actitud fundamental frente a la Sagrada Escritura no era de curiosidad intelectual, sino ciertamente de anhelo vital para encontrar de continuo al Señor en su Palabra revelada a nosotros.[7] De su vida y de sus enseñanzas se deberá, por tanto, concluir lo que para él significaba la Palabra de Dios en la Sagrada Escritura y cómo se encontraba con esta Palabra en cuanto hombre creyente.

I. UNAS NOTAS PRELIMINARES

1. El hombre de hoy vive en cierto modo en una inflación de palabras. Las palabras se han hecho baratas y por tanto no expresan nada. No alcanzan ya al hombre, porque están gastadas, sin resonancia ni brillo. Se las oye y con todo no se las escucha. Les es peculiar el carácter de lo no comprendido, que ya no une al que habla y al interpelado. Por ello vive el hombre actual ciertamente en una profusión de palabras que giran a su alrededor, mientras está profundamente solo. ¡Se encuentra en una situación funesta! Pues la palabra, que debería ser el puente entre hombre y hombre, de persona a persona, aparece hoy día lo menos indicado para este vital servicio. Actualmente está del todo autorizada la duda sobre el valor de la palabra, sobre su seriedad interna, sobre su inalienable sinceridad. Como consecuencia, parece que en la convivencia real de los hombres no haya nada más barato, menos comprometedor que la palabra.

Tales constataciones frías son empero aterradoras para los cristianos, pues con ello el ser cristiano corre peligro de perder algo esencial. Porque si la palabra pierde su razón de ser propia, entonces pierde el hombre la posibilidad del diálogo con Dios. Y no hay que olvidar que la conversación de Dios con los hombres, justamente la Palabra que Dios regala al hombre, es para éste el principio de toda salvación, y la respuesta del hombre a la Palabra de Dios lleva a la plenitud de esta salvación para el hombre. Pero, ¿qué ocurre si la Palabra de Dios al hombre deviene una entre tantas, tan poco creadora de compromiso como otras palabras? ¿Qué ocurre, si la Palabra de Dios no llega ya al hombre? Plantear esta cuestión hace ver claramente qué desastre originaría el que el hombre se hiciera incapaz de escuchar la Palabra de Dios y -¡lo que es más importante aún!- de responder a la misma.

2. Para el catolicismo posterior a la Reforma hay que añadir además un factor notable. Por razón de que los reformadores del siglo XVI hicieron de la «sola Scriptura» el fundamento de la fe cristiana y rechazaron en gran parte los sacramentos, en el ámbito católico se puso muy fuerte el acento en los sacramentos, mientras que la Palabra de Dios, la Sagrada Escritura, vino a ser prácticamente objeto de estudio de los teólogos, de los especialistas. Esto último debe resaltarse; pues ni siquiera el clero en su conjunto tenía aquella relación viva con la Sagrada Escritura, como la exige a todos los cristianos de nuevo el Concilio Vaticano II: «... hay que fomentar aquel amor suave y vivo hacia la Sagrada Escritura que atestigua la venerable tradición de los ritos, tanto orientales como occidentales» (Const. sobre la S. Liturgia, 24).

II. LA FE DE FRANCISCO EN LA PRESENCIA DE DIOS EN SU PALABRA

San Francisco conocía bien la fuerza vivificadora de la Palabra de Dios, su poder comunicante con la vida íntima de Dios, su irreducible fecundidad para el amor. Esto se infiere muy claramente de su repetida confesión de fe: «Nada, en efecto, tenemos ni vemos corporalmente en este mundo del Altísimo mismo, sino el cuerpo y la sangre, los nombres y las palabras, por los que hemos sido hechos y redimidos de la muerte a la vida».[8] Semejante palabra podría de momento sorprender a un católico postridentino; podría incluso asustarle. Tal equiparación del sacramento del altar y de la Palabra de Dios le parecerá más que osada. Que el Altísimo está presente en el sacramento del altar lo cree y confiesa este cristiano con múltiples signos de reverencia y adoración. Pero decir lo mismo de la Palabra de Dios, con mayor razón en tan directa conexión y asociación, le resulta por lo menos extraño. Realiza esta fe, a pesar de las declaraciones animadoras e incluso intimatorias del Concilio,[9] solamente titubeando.

Para Francisco, sin embargo, era una evidencia de fe. Por ello leemos en su Carta a todos los fieles: «Y a nadie de nosotros quepa la menor duda de que ninguno puede ser salvado sino por las santas palabras y la sangre de nuestro Señor Jesucristo, que los clérigos pronuncian, proclaman y administran».[10] También en este dicho se ve que Francisco proclama como idéntica la eficacia salvadora de la Palabra de Dios y del sacramento, porque en ambos Cristo, la Palabra del Padre, viene a nosotros para redimirnos.[11] Lo que Francisco con sus palabras, quizás algo desmañadas, quiere expresar y proclamar es esto, que Cristo, la Palabra de Dios encarnada, está presente entre nosotros de doble manera, y ciertamente «hasta la consumación del mundo» (cf. Adm 1,22): en su Palabra, que nos está conservada en la Sagrada Escritura, y en las especies eucarísticas. En ambas maneras encuentra el fiel cristiano al Altísimo realmente, o como dice Francisco a su manera concreta: «corporalmente».[12] Quizá está aquí también la razón de que Francisco hable casi siempre de ambos misterios conjuntamente.[13]

En este contexto es instructiva otra observación más. Cuando Francisco cita la Sagrada Escritura, no lo hace según la fórmula conocida, también para él corriente: «En aquel tiempo dijo Jesús...», sino casi exclusivamente en presente: «el Señor dice en el Evangelio...».[14] Para él se trata aquí, por tanto, de un acontecimiento actual. Dios, el Padre, «que habita en una luz inaccesible (1 Tim 6,16), que es espíritu (Jn 4,24) y al que nadie ha visto jamás (Jn 1,18), le habla en su Hijo encarnado» (Adm 1,4-5). A este milagro de divina condescendencia se abre Francisco sin reservas. Él oye la voz del Señor presente en su Palabra y da testimonio de ella, de palabra y de obra, en incondicional obediencia. Esto lo exige también de sus hermanos, ya que a esto están llamados y enviados.[15] Así debe realizarse, en él y en ellos, el diálogo entre Dios y el hombre, interpelado por Él, en una respuesta siempre nueva de amor «verbo et opere», de palabra y de obra.

La Sagrada Escritura daba a Francisco testimonio de Dios y su obra, que era para los hombres buena para leer, pero mejor para responder. Aún más: en ella, como expresamente declara, «debe buscarse y hallarse al Señor, nuestro Dios». Francisco lo buscó y encontró de modo que le proporcionó alivio para los dolores de su cuerpo, así como también «su espíritu exultó en el Señor».[16] Aquí se advierte, una vez más, algo que es característico del creyente Francisco: él está hondamente convencido, y lo ha evidentemente experimentado,[17] de que el Señor, quien durante su vida terrena libró a los hombres de enfermedades, hace lo mismo mediante su presencia en la Sagrada Escritura. La experiencia de esta presencia fue para él tan placentera que eclipsó toda dolencia corporal y él se transformó en otro hombre «en el Señor».

Precisamente por esto no quería Francisco tampoco, y especialmente en los días de la enfermedad, renunciar al encuentro con el Señor en su Palabra. Esto lo muestra de modo especialmente claro un relato del hermano León, que nos indica cómo el santo vivía diariamente del Evangelio y lo abrazaba con fiel reverencia. En efecto, hizo escribir un evangeliario para su uso, y para leerse el evangelio de la misa correspondiente a aquellos días en que por enfermedad u otra razón estaba impedido para asistir a la misa. Mantuvo este uso hasta su muerte. Cuando había oído o leído el evangelio, lo besaba siempre, para manifestar con ello su gran reverencia ante el Señor.[18] En este signo tan personal, como lo es el beso, irrumpía al exterior la actitud profundamente creyente de Francisco frente a la Palabra de Dios. También en este contexto se transmite una palabra del santo, que coloca esta escucha de la Palabra de Dios en relación con la eucaristía: «Dicebat enim: cum non audio missam, adoro corpus Christi oculis mentis in oratione, quemadmodum adoro, cum video illud in missa».[19] La Palabra de Dios escuchada o leída será para Francisco ocasión de ofrecer a Cristo, el Señor, la misma adoración que en la celebración de la eucaristía. El sencillo relato del hermano León muestra también que el santo sabía muy bien lo de «nutridos en la mesa de la Palabra divina y del altar sagrado», que ha sido recomendado encarecidamente a los religiosos por el Vaticano II (Perf. Car., n. 6).

Todo esto muestra clara y distintamente que la actitud creyente de san Francisco ante la Palabra de Dios se convertía cada vez más en la experiencia de fe de la presencia del Señor en la Palabra de la Sagrada Escritura. Él vivía ya en su tiempo lo que el Concilio Vaticano II ha formulado en el nuestro con validez permanente.[20] Esto será aún más claro, cuando examinemos las consecuencias que resultaban de esta fe para Francisco, el hombre de la piedad práctica.

III. EL ENCUENTRO CREYENTE DE FRANCISCO CON LA PALABRA DE DIOS

Tal vez nada haya quedado en la vida de san Francisco tan constante y de tan convincente fuerza creadora como su fe en la presencia de Cristo en la Palabra de la Sagrada Escritura. Vivía esta fe en diversas manifestaciones:

1. Cuando Francisco hubo oído en la capilla de la Porciúncula el relato evangélico de cómo el Señor envió a sus discípulos en total pobreza a proclamar el reino de Dios, esto fue para él como una revelación. Lleno de alegría exclamó: «Esto es lo que quiero; esto es lo que busco; esto es lo que anhelo de todo corazón hacer». Ni un momento vaciló en llevar a la práctica la Palabra del Señor, tal como la había escuchado. «Pues nunca fue -como Celano añade expresamente- oyente sordo del Evangelio, sino que, confiando a su feliz memoria cuanto oía, procuraba cumplirlo a la letra sin tardanza».[21] San Buenaventura interpreta el proceso aún más profundamente y, como hemos de mostrar todavía, sin duda en el sentido de la experiencia mística de san Francisco: «Mientras moraba en la iglesia de la Virgen, madre de Dios, su siervo Francisco insistía, con continuos gemidos ante aquella que engendró al Verbo lleno de gracia y de verdad... al fin logró -por los méritos de la madre de la misericordia- concebir y dar a luz el espíritu de la verdad evangélica».[22] Lo decisivo en este proceso es esto: Francisco oyó la Palabra de Dios y la entendió dirigida a él personalmente. La revelación de Dios en la Palabra de la Sagrada Escritura fue para él una revelación para su propia, personal vida. Así lo atestigua él mismo, rememorando su vida: «Nadie me mostraba qué debía hacer, sino que el Altísimo mismo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio» (Test 14). Escuchando con fe la Palabra de Dios tiene lugar para él una continua revelación. En la Palabra de la Escritura llega al hombre Francisco la Palabra de Dios. En ella oye al Señor que le habla personalmente. Por ello también, en él el escuchar se hace inmediatamente un obedecer. Entonces vale únicamente la actitud bíblica del «Habla, Señor, que tu siervo escucha» (1 Sam 3,9), en su sentido pleno y directo.

Tal atenta escucha de la Palabra de Dios en el evangelio la exigía también Francisco a aquellos hombres y mujeres que se le unían. Ya a uno de los primeros, Bernardo de Quintavalle, le exhortó: «Entremos mañana de madrugada en la iglesia y pidamos consejo a Cristo, con el evangelio en las manos» (2 Cel 15). Se hace patente, una vez más, la relación muy personal: «Pidamos consejo a Cristo.» No cabe expresar de un modo más creyente este encuentro con Cristo, la Palabra del Padre, en la Sagrada Escritura. En ella está para nosotros presente («praesens adest») para configurar nuestra vida, enseñando y dirigiendo. Frente a ella corresponde solamente obedecer. Por ello Bernardo, después de que hubieron encontrado las palabras de la Escritura decisivas para la vida de los hermanos menores, se apresuró a ejecutar lo que habían oído, sin vacilaciones ni demora.[23] Francisco entonces constató: «Tal es nuestra vida y regla, y la de todos aquellos que quieran unirse a nuestra compañía».[24] Así, lo que Francisco había vivido y experimentado carismáticamente fue entregado a su fraternidad, que comenzaba a formarse, como norma para el camino.

La salida de san Francisco de una vida arraigada en este mundo y referida al propio yo a una vida para Dios y hacia Dios se realizó, por tanto, en estos encuentros decisivos con la Palabra de Dios en la Sagrada Escritura (cf. 2 Cel 102). De este modo, el Dios viviente irrumpió por medio de su Palabra en la vida de este hombre y de sus seguidores, transformándola y recreándola. En este encuentro lleno de gracia con la realidad de Dios fueron llevados a su proximidad inmediata, a su presencia misteriosamente real. Estos hombres, pequeños y sencillos, se dejaron interpelar comprometidamente por Él, pues no podían ni querían resistirse. Acertadamente lo interpretó también aquí san Buenaventura: «El soberano Maestro, en efecto, suele descubrir sus misterios a los sencillos y pequeñuelos» (LM 11,14).

Repetidas veces, en su ciertamente nada fácil vida, recurría Francisco a la Sagrada Escritura. Antes de decisiones importantes abría lleno de reverencia el libro de los libros, para dejarse enseñar por Cristo mismo «lo que fuera más acepto a Dios en su persona y en todas sus cosas».[25] Puesto que después rendía obediencia a la Palabra del Señor a él dirigida, podía Dios, el Altísimo y sublime, tomar posesión exclusiva de esta vida humana.[26] Con el mayor acierto ha descrito bien Tomás de Celano esta realidad con la expresión maravillosamente formulada: «ipsum semper inhabitasse Scripturas», Francisco había estado siempre en la Sagrada Escritura como en su casa, «como hombre que tiene el espíritu de Dios».[27] Se puede interpretar también esta palabra como que Francisco había vivido en y de la Escritura, como un hombre está arraigado en su suelo patrio. La Sagrada Escritura era en cierto modo el espacio en el que Francisco vivía y encontraba a Dios en su Palabra.

2. La Palabra de Dios llegó a ser para san Francisco también fuente de vida, de la que se renovaba continuamente su metanoia, su renuncia de sí mismo y su vuelta a Dios, justamente su verdadera conversión. Él nos asegura que «quien, en el estudio de la Escritura, busca con humildad, sin presumir, llegará fácilmente del conocimiento de sí al conocimiento de Dios» (2 Cel 102). Llegar de la sabiduría que gira en torno al propio yo a una sabiduría que gira en torno a Dios, he aquí la conversión espiritual, que experimenta quien escucha sin reservas la Palabra de Dios en la Sagrada Escritura. Por ello, todos aquellos cuya vida debe crecer bajo el signo de tal metanoia deben tomar de esta fuente. Deberían aprender escuchando lo que el Señor quiere decirles en la Escritura. San Buenaventura nos ha transmitido un episodio, que lo explica enérgicamente: cuando en una ocasión no había en el grupo de los hermanos más que un ejemplar del Nuevo Testamento, Francisco lo descompuso en hojas sueltas y las repartió a los hermanos, a fin de que todos pudiesen leer sin estorbarse uno a otro.[28] Cada uno debía en todo tiempo tener la posibilidad de encontrar la Palabra de Dios en la Sagrada Escritura y recibir de este encuentro la plenitud de la vida. Por esto inculcó tan a menudo a aquellos que querían seguirle la Palabra del Señor: «Las palabras que yo os he dicho son espíritu y vida» (Jn 6,64).[29]

Esta vida por la Palabra de Dios la afirma Francisco para sí y para los suyos hasta el último aliento. Cuando en el lecho de muerte dirigió sus exhortaciones de despedida a los hermanos, «recomendó el evangelio por encima de todas las demás disposiciones».[30] Con estas instrucciones confirmó una última vez para sí y para todos los que quieren seguirle, de modo insistente y categórico, la voluntad de tomar «el santo evangelio de nuestro Señor Jesucristo» como forma de vida y regla,[31] y ciertamente como norma de vida que debe preceder a todas las otras.[32] Pues desde el principio de su vida de conversión hasta su final, «la suprema aspiración de Francisco, su más vivo deseo y su más elevado propósito, era observar en todo y siempre el santo evangelio y seguir la doctrina de nuestro Señor Jesucristo y sus pasos con suma atención, con todo cuidado, con todo el anhelo de su mente, con todo el fervor de su corazón» (1 Cel 84). Esta actitud era para él la única posible ante la Palabra de Dios, que se hace viva para los hombres en la Sagrada Escritura. Esta actitud debía valer también para los suyos, conforme a su última voluntad.[33]

3. Dios se hizo hombre en su Hijo Jesucristo. Esta humildad de la encarnación ocupaba a Francisco de tal manera, que difícilmente quería pensar en otra cosa (1 Cel 84). Pero Cristo, la Palabra del Padre, se ha entregado también en la Palabra de la Sagrada Escritura. Como los hombres en otro tiempo solamente veían en Él al hombre y confesaban en la fe al Hijo de Dios, así también nosotros oímos aquí una palabra humana, pero en la fe pasamos a través de la envoltura y encontramos al Hijo de Dios, la Palabra divina. Como Francisco estaba convencido de esto por la fe, mostró la misma reverencia a la Sagrada Escritura que al Señor presente en el sacramento del altar. No se cansaba nunca de exhortar a esta reverencia creyente: «De igual modo [como las especies eucarísticas], los nombres y palabras escritas del Señor, donde se encuentren en lugares no limpios, recójanse y colóquense en sitio decoroso».[34] Más claramente aún formula a sus hermanos esta su fe y la reverencia que surge de ella: «Amonesto por eso a todos mis hermanos y les animo en Cristo a que, donde encuentren palabras divinas escritas, las veneren como puedan, y por lo que a ellos toca, si no están bien colocadas o en algún lagar están desparramadas indecorosamente por el suelo, las recojan y las repongan en su sitio, honrando al Señor en las palabras que Él pronunció».[35] Pero tampoco aquí olvida Francisco señalar la fe como supuesto necesario de tal actitud, cuando introduce todo el pasaje con apoyo de Jn 8,47: «Y porque quien es de Dios escucha las palabras de Dios... debemos... escuchar y hacer lo que dice Dios...». Solamente quien ha nacido de Dios en la fe, quien está totalmente orientado y dedicado a Dios, oye las palabras que vienen de Dios. Éste oye lo que Dios dice cada vez y lo cumple también. Aquí se manifiesta que para san Francisco la Palabra de Dios no es una cosa, un objeto con el que se ocupa de cualquier modo; él honra más bien en sus palabras al Señor, que las ha pronunciado.

Por esto ama y se preocupa de esta Palabra, como amaría y se preocuparía del Señor en persona. En su Palabra es Él para nosotros presencia. Más de uno podría considerar esto que Francisco urge como pequeñas e insignificantes formalidades. Como si lo hubiera presentido, Francisco une a la exhortación a «custodiar todo lo que contiene las santas Palabras de Dios» la razón profunda: «para que nos penetre la celsitud de nuestro Creador y nuestra sumisión al mismo» (CtaO 34).[36] Nuevamente se trata en esta amonestación de san Francisco de relaciones totalmente personales. Quizás aparecerán más claras si se expresa todo ello negativamente: Quien se comporta ante la Palabra de Dios, quien, según la fe de Francisco, nos sale al encuentro «corporaliter», corporalmente, en la Sagrada Escritura, con una actitud exterior irreverente, indiferente o sin amor, no comprenderá jamás que en ella se nos ha acercado la sublimidad del Creador de manera humanamente perceptible, de modo que experimentemos nuestra dependencia de Él de una manera totalmente nueva.

4. Por todo esto se entiende el cuidado de san Francisco por preservar a sus hermanos de una escucha sin compromiso de la Palabra de Dios. Esto se advierte claramente, sobre todo, cuando se lee en la primera Regla su enérgica explicación de la parábola del sembrador, que sale a esparcir la semilla de la Palabra de Dios. Está compuesta a partir de los tres evangelios sinópticos de tal manera que no se pierde ni siquiera una partícula (1 R 22,10-17). Encontrar esta composición en la regla de una orden es, sin duda, un hecho notable. Pero muestra la total preocupación del santo por la recta existencia de sus hermanos que, de acuerdo con su profesión, deben ser «buen terreno» para la Palabra de Dios. Del mismo modo resuena perceptiblemente esta preocupación en su séptima Admonición: «Dice el Apóstol: la letra mata, pero el espíritu vivifica (2 Cor 3,6). Son matados por la letra los que únicamente desean saber las solas palabras, para ser tenidos por más sabios entre los otros y poder adquirir grandes riquezas que legar a sus consanguíneos y amigos. También son matados por la letra los religiosos que no quieren seguir el espíritu de las divinas letras, sino prefieren saber sólo las palabras e interpretarlas para otros. Y son vivificados por el espíritu de las divinas letras quienes no atribuyen al cuerpo toda la letra que saben y desean saber, sino que con la palabra y el ejemplo se la restituyen al altísimo Señor Dios, de quien es todo bien».[37] Las palabras son escuetas y sencillas, pero provienen de una experiencia muy concreta. El hombre debe oír la Palabra de Dios comprometida y existencialmente, sin ninguna segunda intención egoísta, y ponerla por obra, si quiere ser resucitado por esta Palabra. Si no la oye rectamente y la somete a otra finalidad, sobre todo egoísta, será para él sentencia de muerte. Apenas podría presentarse otra palabra de Francisco en la que el carácter comprometido, obligatorio, de la Palabra de Dios para los hombres que la oyen se exprese más claramente que en esa tan expresiva admonición. La Palabra de Dios no quiere permanecer ineficaz, quiere producir fruto en la vida del hombre, pero quiere también ser transmitida a los otros «con la palabra y el ejemplo». Así puede el hombre devolver lo que ha recibido a Él, el Señor Altísimo, al que pertenece todo bien en la vida del hombre. Dicho brevemente: sólo cuando la Palabra de Dios configura la existencia del hombre -Francisco hubiera dicho: cuando llega a ser la «forma de vida»-, puede también ser transmitida vitalmente a otros, como semilla para la vida eterna.

5. De esto habla Francisco con más precisión aún en una de sus bienaventuranzas y muestra además cómo puede el fiel cristiano cumplir una de las más importantes tareas apostólicas en la Iglesia: «Dichoso aquel religioso que no tiene placer y alegría sino en las santísimas palabras y obras del Señor, y con ellas incita a los hombres al amor de Dios en gozo y alegría».[38] Esta alegría le estimulaba de continuo a comunicar a todos los hombres «las palabras de nuestro Señor Jesucristo, que es la Palabra del Padre», como también «las palabras del Espíritu Santo, que son espíritu y vida».[39] Como él mismo recibía continuamente espíritu y vida de esta fuente, así deseaba proporcionar lo mismo a todos los hombres, también en caso necesario «a través de cartas y de mensajeros», como aquí declara expresamente. En esta voluntad se halla la raíz profunda de su incansable actividad al servicio del anuncio de la Palabra, como él mismo inculca a sus hermanos: «Inclinad el oído de vuestro corazón y obedeced a la voz del Hijo de Dios. Guardad sus mandamientos con todo vuestro corazón y cumplid sus consejos perfectamente...[40] pues para esto os ha enviado al mundo entero, para que de palabra y de obra deis testimonio de su voz...».[41] El apostolado de los hermanos, como toda su existencia en cuanto «hermanos menores», está ligado primeramente a la Sagrada Escritura. Se realiza en la constante escucha de la voz del Señor. Como «ministros de la Palabra de Dios» han sido elegidos para «transmitir al pueblo» las órdenes recibidas de la boca del gran rey (2 Cel 163). Cuando cumplan este servicio desinteresadamente, esto es, en espíritu de total pobreza, «conducirán a los hombres en gozo y alegría al amor de Dios... mediante las santísimas palabras y obras del Señor».

Pero Francisco habla también de la realidad negativa: «¡Ay de aquel religioso que se deleita en palabras ociosas y vanas y con ellas incita a los hombres a la risa!».[42] Aquí se muestra, casi irónicamente, el reverso de la medalla. Pues en cuanto un tal religioso abusa de su misión, para realizar un beneficio propio, cae en el ridículo. Su obra no comporta ningún fruto para Dios. Su vida y acción son vacías e inútiles. Precisamente por ello dice Francisco: «¡Ay del religioso» que se deleita en sus propias habladurías!

6. Acerca del fruto posiblemente más precioso de un encuentro creyente con la Palabra de Dios en la Sagrada Escritura habla Francisco en sus dos cartas a todos los fieles, respecto a los que se sienten especialmente responsables.[43] Tampoco aquí procede arbitrariamente, sino que se detiene precisamente en la Palabra del Señor: «Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen por obra» (Lc 8,21). Quien acoge, pues, la Palabra de Dios en la fe y en la obediencia, experimenta una fuerza transformadora. Se le regalan unas relaciones vitales totalmente nuevas, humanamente apenas concebibles, con Cristo, la Palabra eterna, en la que el Padre se ha expresado a Sí mismo y siempre se expresa. Evidentemente Francisco había experimentado en sí profundamente esta fuerza transformadora del hombre; pues escribe: «Hermanos de Cristo somos, en efecto, si hacemos la voluntad de su Padre, que está en el cielo». ¡No había dicho ya Pablo: «Todos los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, son hijos de Dios»! (Rom 8,14).[44] Quien se deja llevar y formar en todo por la Palabra de Dios, que fue escrita bajo la asistencia del Espíritu Santo, se convertirá en hijo de Dios, y, por esto, en hermano de Cristo. Quien en su vida se hace uno con la Palabra de Dios, toma parte en la filiación de Cristo; se hace, en el sentido pleno y completo, hermano de Cristo.

La misma realidad expresa Francisco bajo otro punto de vista, cuando dice en el mismo contexto: «Esposos [de nuestro Señor Jesucristo] somos, cuando el alma fiel se une, por el Espíritu Santo, a Jesucristo». Si el amado quiere ser cada vez más semejante al amante, esto sólo puede tener lugar por medio del amor que todo lo une, el Espíritu Santo.

También acerca de la otra relación vital con Él, expresada por el Señor, sabe Francisco decir algo permanentemente válido: «Madres [de Cristo somos], cuando lo llevamos en el corazón y en nuestro cuerpo por el amor y por una conciencia pura y sincera; lo damos a luz por las obras santas, que deben ser luz para ejemplo de otros». Esta palabra alcanza verdaderamente a lo profundo de una auténtica mística de Cristo y de una configuración de vida realmente mariana. Cuando María contestó al ángel: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38), comenzó la «Palabra del Padre, tan digna, tan santa y gloriosa...» a recibir «en su seno la carne verdadera de nuestra humanidad y fragilidad» (2CtaF 4). ¡Por esto fue hecha la madre de la Palabra divina! Si el fiel cristiano acoge en sí la Palabra de Dios pura y sinceramente y la deja obrar, Cristo tomará forma en él. Él tomará forma en la vida de tal hombre (cf. Gál 4,19). En la palabra de Francisco se expresa clara y profundamente el «hacerse Cristo», la «cristificación», la «semejanza con Cristo» del hombre que, como María, acoge y después vive la Palabra de Dios. Francisco, al que se ha llamado con razón «alter Christus», otro Cristo, es el ejemplo más convincente de ello. El ejemplo de quien así vive a Cristo en su Iglesia será un testimonio vivificador para otros. Su ejemplo se convertirá en fuerza, que edifica desde dentro del cuerpo místico de Cristo, la Iglesia: cuando «lo damos a luz», lo dejamos adquirir forma, «por las obras santas», que serán para otros modelo iluminador. Por medio de una tal vida conformada a Cristo, sobre todo en el amor, el cuerpo de Cristo «crecerá en todo aspecto hacia aquel que es la cabeza, Cristo... Va creciendo como cuerpo, construyéndose él mismo por el amor» (Ef 4,15s). Bajo ambos puntos de vista, se describe una misión maternal en el servicio de Cristo, que continúa viviendo en la Iglesia y en cada uno de sus miembros. Sus madres son en efecto aquellos que, como María, la bendita entre las mujeres, acogen la Palabra de Dios y viven sirviéndola.

Francisco no puede retener en sí estas realidades llenas de gracia, meditándolas y considerándolas. En medio de sus cartas brota de su alma un himno jubiloso, en el que las palabras casi saltan: «¡Oh, cuán glorioso es tener en el cielo un padre santo y grande! ¡Oh, cuán santo es tener un tal esposo, consolador,[45] hermoso y admirable! ¡Oh, cuán santo y cuán amado es tener un tal hermano y un tal hijo, agradable, humilde, pacífico, dulce, amable y más que todas las cosas deseable, nuestro Señor Jesucristo![46] En esta acción de gracias se desborda la fe de Francisco en que la Palabra de Dios nunca es ineficaz, sino que obra lo que dice.

Francisco quiere introducir en estas realidades a todos los que quieren seguirle. En ellas deben vivir. A partir de su contenido deben obrar. Todo esto lo reunió en una oración, que es transmitida ciertamente por Tomás de Celano, pero que se adapta totalmente a la manera de pensar del santo: «Señor Jesucristo, que elegiste a los apóstoles en número de doce, del cual, si bien cayera uno, no obstante, los demás, unidos a ti, predicaron el santo Evangelio llenos de un mismo espíritu. Tú, Señor, acordándote de tu antigua misericordia, has plantado en esta hora postrera la Religión de los hermanos para sostenimiento de tu fe y para llevar a cabo por ellos el misterio de tu Evangelio. ¿Quién dará satisfacción por ellos en tu presencia si, en el ministerio para el que fueron enviados, no sólo no dan ejemplos de luz a todos, sino que les muestran obras de las tinieblas?» (2 Cel 156). «... para llevar a cabo por ellos el misterio de tu Evangelio»: éste es el más profundo sentido de la vida de san Francisco, confrontada a la Palabra de Dios y conformada con ella, y también de todos aquellos que están destinados y dispuestos a seguirle.


N O T A S:

[1] Cf. J. Schlauri, Saint François et la Bible Essai bibliographique de sa spiritualité évangélique, en Collectanea Franciscana 40 (1970) 365-467. Esta bibliografía, que abarca todos los idiomas, comprende 466 trabajos sobre la espiritualidad evangélica de nuestro Padre, clasificados sistemáticamente. Su número podría haber aumentado considerablemente, sobre todo después del jubileo de S. Francisco de 1976, de manera que sería deseable un suplemento; véase mi contribución al volumen: La Sacra Scrittura e i Francescani, Roma-Jerusalén, 1973, 19-30, que en este trabajo queda matizada y ampliada.

[2] Un primer planteamiento de este tema se encuentra en el capítulo "Das Evangelium leben" del libro tan difundido de M. von Galli, Gelebte Zukunft: Franz von Assisi, 1970, 47-81 (cf. Selecciones de Franciscanismo n. 17, 1977, 218-223). Aparte de muchas afirmaciones históricas inexactas, se ahorra el autor la molestia de entrar en los dichos de S. Francisco mismo. ¡Sus explicaciones habrían sido ciertamente más adecuadas y correspondientes a la realidad!

[3] Esto lo muestra ya a primera vista la abundancia de citas bíblicas en los opúsculos suyos que han llegado hasta nosotros.

[4]Von Galli, O. c., p. 50.

[5] Esto lo muestran sus propios dichos: «... porque soy ignorante e indocto (idiota)» (CtaO 39); «Y éramos indoctos (idiotae) y estábamos sometidos a todos» (Test 19); cf. también el dicho en el ejemplo del santo, donde se deja decir por un hermano: «Largo de aquí. Tú eres un simple y un paleto (idiota)" (VerAl 11). Nótese que "idiota" designaba entonces al hombre que no tenía formación escolar en sentido propio.

[6] Cf. 2 Cel 7. Del hermano Felipe, el séptimo de los primeros compañeros de S. Francisco, pondera el mismo biógrafo: «Comprendía y comentaba las Sagradas Escrituras, sin que hubiera hecho estudios, como aquellos a quienes los príncipes de los judíos reprochaban que eran indoctos y sin letras" (1 Cel 25). Para él, pues, se repite, con los hombres apostólicos que vivían alrededor de Francisco, lo que había sucedido a los primeros apóstoles. ¡Se deberá prestar mucha atención a este testimonio!

[7] Cf. 2 Cel. 105, donde Francisco dice: «Es bueno leer los testimonios de la Escritura, es bueno buscar en ellos al Señor Dios nuestro».

[8] CtaCle 3. Obsérvense también, en este contexto, las frases del Test 10-13.

[9]Const. sobre la S. Liturgia, nn. 6, 7, 24, 33, 51, 52, 56, 90, 92a, 106; Perfectae Caritatis, nn. 2, 6; Dei Verbum, nn. 1-6, 21s. De la manera más clara ocurre esto mismo en Dei Verbum n. 21: «La Iglesia ha venerado siempre las Sagradas Escrituras al igual que el mismo Cuerpo del Señor, no dejando de tomar de la mesa y de distribuir a los fieles el pan de vida, tanto de la palabra de Dios como del Cuerpo de Cristo, sobre todo en la liturgia»; y en el n. 25: «Pero no olviden que debe acompañar la oración a la lectura de la Sagrada Escritura para que se entable diálogo entre Dios y el hombre; porque a Él hablamos cuando oramos, y a Él oímos cuando leemos las palabras divinas».

[10] 2CtaF 34. Obsérvese que la frase relativa que comienza con "que los clérigos..." se refiere al mismo tiempo a palabras y a sangre, de modo que las considera como una cierta unidad.

[11] A este contexto pertenecen tanto la significativa Admonición 1 de S. Francisco, que lleva por título "El cuerpo del Señor", como también la introducción teológica de la Carta a los fieles (2CtaF 4-15), que en muchos manuscritos está titulada: "El Verbo del Padre".

[12] De los diferentes modos de presencia del Señor habla Francisco en la parte central de su Testamento (vv. 6-13). Compárese con esto la exposición del Concilio en su Const. sobre la S. Liturgia, n. 7, para constatar la sorprendente anticipación de la doctrina del Concilio en S. Francisco.

[13] Adm 1,1-13; CtaCle 3-12; 1CtaCus 2-5; 2CtaF 4-14 y 33-35; CtaO 5-13 y 34-37; CtaA 3-8; Test 6-13. Esta enumeración muestra ya que nos hallamos ante una realidad a la que Francisco sabía dar expresión siempre nueva, pero que también había aprendido profundamente de memoria.

[14] Como muestran una y otra vez las variantes en la nueva edición crítica (Esser, Grottaferrata 1976), los copistas posteriores cambiaron de buena gana este presente en un perfecto: dice en dijo, manda en mandó, etc. Evidentemente, no entendieron ya los modos de expresión de la fe de san Francisco.

[15] CtaO 6-11: «Inclinad el oído de vuestro corazón y obedeced a la voz del Hijo de Dios. Guardad sus mandamientos con todo vuestro corazón y cumplid sus consejos perfectamente... pues para esto os ha enviado al mundo entero, para que de palabra y de obra deis testimonio de su voz... Como a hijos se nos brinda el Señor Dios». Es instructivo aquí el que Francisco no hable de las palabras sino de la voz del Hijo de Dios. Prefiere una manera de expresión personal a otra más neutra.

[16] 2 Cel 105: «Es bueno leer los testimonios de la Escritura, es bueno buscar en ellos al Señor Dios nuestro». Si como fruto de ello aparece lo que el compañero le dice antes a Francisco: «Tal vez tu espíritu exultará en el Señor» (2 Cel 105), entonces es de nuevo muy instructiva esta referencia a María (cf. Lc 1,47), la bendecida por el Espíritu Santo.

[17] 2 Cel 105: «Un compañero suyo, viéndolo enfermo y aquejado de dolores de parte a parte, le dijo una vez: "Padre, las Escrituras han sido siempre para ti un amparo; te han proporcionado siempre alivio en los dolores"».

[18] «Oído o leído el evangelio, el bienaventurado Francisco besaba siempre el evangelio con la máxima reverencia al Señor». Todo esto nos lo relata el hermano León en una inscripción manuscrita en el breviario de S. Francisco, que se conserva en el monasterio de Santa Clara en Asís. El texto fue publicado por L. Lemmens, Testimonia minora s. XIII, Quaracchi 1926, 61.

[19] «Pues decía: Cuando no oigo misa, adoro al cuerpo de Cristo con los ojos del alma en la oración, del modo que lo adoro cuando lo veo en la misa» (l. c.). Aquí podría ser instructiva también una referencia a Adm 1,16-22.

[20]Const. sobre la S. Liturgia, n. 7: «Está presente (Cristo a su Iglesia) en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él quien habla»; y en el n. 33: «En efecto, en la liturgia Dios habla a su pueblo; Cristo sigue anunciando el Evangelio».

[21] 1 Cel 22. Lo que aquí Celano, mirando hacia atrás, considera como válido para toda la vida de S. Francisco, se manifestará a través de los hechos como realmente existente desde un principio. El biógrafo ha bosquejado una actitud básica en la vida del santo con gran precisión.

[22] LM 3,1. Con esto da el teólogo Buenaventura el significado histórico-salvífico del episodio, también narrado por él, y, como místico, delinea la actitud básica mariana que aquí aflora.

[23] 2 Cel 15. Aquí dispone Dios, por medio de su Palabra, sobre el hombre, y no el hombre, a su discreción, sobre la Palabra de Dios.

[24] LM 3,3; cf. también TC 29, según la cual también Pedro Cattani estaba ya presente en este acontecimiento.

[25] LM 13,2; cf. también 1 Cel 92-93.

[26] Cf. 1 R 17,17-18; CtaO 28-29.

[27] 2 Cel 104; cf. también 2 Cel 103, donde asimismo -una sola vez- se narra una concreta interpretación bíblica de san Francisco.

[28]Ep. de tribus quaestionibus, n. 10, en Opera omnia VIII, 334b. Porque S. Buenaventura se refiere a un testigo aún vivo, no se podrá generalizar el episodio de 2 Cel 91, según el cual Francisco dejó regalar el primer ejemplar del Nuevo Testamento existente en la Orden a la madre pobre de dos hermanos.

[29] 1CtaF II,21; 2CtaF 3; 1 R 22,39; Test 13.

[30] 2 Cel 216: «... caeteris institutis sanctum Evangelium anteponens». La palabra "instituta", que el texto castellano traduce por "disposiciones", significaba en aquel tiempo lo mismo que la palabra actual "constituciones", es decir, las leyes de la Orden. La frase está igual en S. Buenaventura, LM 14,5; tenía pues también para él todavía un significado importante.

[31] Adm 6,1-2 y 20,1-3; 2CtaF 16-18; CtaO 5-11; ParPN 6; Forma de vida 1; OfP 7,8 y 15, 13; 2 R 1,1 y 12,4; 1 R Pról 2; 1,1; 22,1-4.41; Test 14. En todos estos, y también en otros lugares de sus opúsculos, expresa elocuentemente Francisco, con giros siempre nuevos, este deseo fundamental de su vida.

[32] También aquí anticipa Francisco un principio establecido por el Vaticano II, Perf. Car., n. 2a: «Siendo la última norma de la vida religiosa el seguir a Cristo según el Evangelio, ésta ha de ser la regla suprema para todos los institutos».

[33] Cf. ÚltVol. Véase también, sobre esto, la exhortación de S. Francisco a sus hermanos, que en muchos manuscritos tiene el título: "Al saber (sobre la Palabra de Dios) siga el buen obrar": Adm 7,1-4.

[34] CtaCle 12; cf. también 1CtaCus 5; CtaO 34-37; Test 12.

[35] CtaO 35-36. El dicho, fundado en 1 Re 2,4, de S. Francisco: «honrando al Señor en las palabras que Él pronunció», que suena ciertamente insólito, ocasionó en la tradición manuscrita de los opúsculos algunos problemas y variados intentos de solución; cf. Esser, Die Opuscula, 254.

[36] Quizás se pueda traducir con mayor acierto la frase de CtaO 34: "in ipso subiectionem nostram" por "nuestra sujeción en Él".

[37] Adm 7,1-4. Véase en Selecciones de Franciscanismo, núm. 23 (1979) 258-264, una detallada exégesis de este texto hecha por K. Esser.

[38] Adm 20,1-2. Véase una detallada exégesis de esta Admonición, la 20 o la 21 según las ediciones, en Sel Fran n. 10 (1975) 98-104. La triple expresión para la alegría en el latín (iucunditas, gaudium, laetitia) de esta bienaventuranza es difícil de reproducir en alemán [y en castellano]. Pero nos descubre algo acerca de la actitud sublime y, por esto, satisfactoria de S. Francisco hacia la Sagrada Escritura, en la que se conservan para nosotros «las palabras y obras de Dios».

[39] Cf. 2CatF 3. Obsérvese aquí la referencia trinitaria de las palabras de la Escritura, que Francisco quiere comunicar a los fieles cristianos especialmente unidos a él, a los que va dirigida la Carta a los fieles.

[40] La expresión latina del texto original "perfecta mente" bien podría ser un italianismo y estar en lugar del adverbio "perfettamente". Esto busca tener en cuenta la traducción dada.

[41] CtaO 7-9; cf. más arriba la nota 15.

[42] Adm 20,3. Cf. más arriba la nota 38. En el adjetivo latino "vanis", que traducimos por "vano", puede también resonar el tono del bíblico "impío", esto es, no referido a Dios. Por esto se tradujo "delectat se" por "se deleita". En las palabras "ociosas y vanas" se sirve el hombre a sí mismo, se pone en el lugar de Dios.

[43] 1CtaF I,5-13; 2CtaF 48-56. No cabe entrar en detalle en las diferencias particulares de la descripción que, por lo demás, es casi igual.

[44] Una vez más remitimos aquí el texto de la CtaO 34: «Y porque quien es de Dios escucha las Palabras de Dios...».

[45] "Paraclitum", que traducimos par "consolador", usado en latín como adjetivo es difícil de traducir por su riqueza de contenido. Este uso poco común de la palabra llevó a los copistas posteriores de la Carta a suprimirlo simplemente del texto.

[46] 1CtaF I,11-13. En la tradición de 2CtaF 56, el final está abreviado en: "talem fratrem et filium", "un tal hermano e hijo". Esta lectura variante se encuentra nada más en el códice As, el testigo más antiguo de la Carta. El "et filium" fue, con todo, raspado por una mano posterior (ya en la época moderna). Era probablemente ofensivo para los oídos piadosos; cf. Esser, Die Opuscula, 199.

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