01042012 Mensaje SS Benedicto XVI VIII centenario de la consagracion de Santa Clara
Mensaje de Benedicto XVI con ocasión del VII Centenario de la Conversión y Consagración de Santa Clara
Al venerado hermano Domenico Sorrentino,
Obispo de Asís - Nocera Umbra - Gualdo Tadino.
He sabido con alegría que, en esa diócesis, al igual que entre los franciscanos y las clarisas de todo el mundo, se está recordando a santa Clara con un «Año clariano», con ocasión del VIII centenario de su «conversión» y consagración. Ese acontecimiento, cuya datación oscila entre 1211 y 1212, completaba, por así decirlo, «en femenino» la gracia que había alcanzado pocos años antes la comunidad de Asís con la conversión del hijo de Pietro Bernardone. Y, tal como le había ocurrido a Francisco, también en la decisión de Clara se escondía el germen de una nueva fraternidad, la Orden clarisa que, convertida en árbol robusto, en el silencio fecundo de los claustros continúa esparciendo la buena semilla del Evangelio y sirviendo a la causa del reino de Dios.
Esta alegre circunstancia me impulsa a volver idealmente a Asís, para reflexionar con usted, venerado hermano, y con la comunidad a usted confiada, e, igualmente, con los hijos de san Francisco y las hijas de santa Clara, sobre el sentido de aquel acontecimiento, que de hecho también interesa a nuestra generación, y es atractivo sobre todo para los jóvenes, a los cuales se dirige mi afectuoso pensamiento con ocasión de la Jornada mundial de la juventud, que este año, según la costumbre, se celebra en las Iglesias particulares precisamente en este día del Domingo de Ramos.
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La santa misma, en su Testamento, habla de su elección radical de Cristo en términos de «conversión» (cf. TestCl 6-8). De este aspecto quiero partir, como retomando el hilo del discurso desarrollado en referencia a la conversión de Francisco el 17 de junio de 2007, cuando tuve la alegría de visitar esa diócesis. La historia de la conversión de Clara gira en torno a la fiesta litúrgica del Domingo de Ramos. En efecto, su biógrafo escribe: «Se acercaba el día solemne de Ramos cuando la doncella, fervoroso el corazón, fue a ver al varón de Dios, inquiriendo el qué y el cómo de su conversión. Ordénale el padre Francisco que el día de la fiesta, compuesta y engalanada, se acerque a recibir la palma mezclada con la gente y que, a la noche, saliendo de la ciudad, convierta el mundano gozo en el luto de la pasión del Señor. Llegó el Domingo de Ramos. La joven, vestida con sus mejores galas, espléndida de belleza entre el grupo de las damas, entró en la iglesia con todos. Al acudir los demás a recibir los ramos, Clara, con humildad y rubor, se quedó quieta en su puesto. Entonces, el obispo se llegó a ella y puso la palma en sus manos» (LCl 7).
Habían pasado alrededor de seis años desde que el joven Francisco había emprendido el camino de la santidad. En las palabras del Crucifijo de san Damián -«Ve, Francisco, repara mi casa»- y en el abrazo a los leprosos, rostro doliente de Cristo, había encontrado su vocación. De allí había surgido el gesto liberador del «despojo de sus vestidos» ante la presencia del obispo Guido. Entre el ídolo del dinero que le propuso su padre terreno, y el amor de Dios que prometía llenarle el corazón, no había tenido dudas, y con impulso había exclamado: «Desde ahora diré con libertad: Padre nuestro, que estás en los cielos, y no padre Pietro Bernardone» (2 Cel 12). La decisión de Francisco había desconcertado a la ciudad. Los primeros años de su nueva vida estuvieron marcados por dificultades, amarguras e incomprensiones. Pero muchos comenzaron a reflexionar. También la joven Clara, entonces adolescente, fue tocada por aquel testimonio. Dotada de un notable sentido religioso, fue conquistada por el «cambio» existencial de aquel que había sido el «rey de las fiestas». Halló el modo de encontrarse con él y se dejó implicar por su celo por Cristo. El biógrafo describe al joven convertido mientras instruye a la nueva discípula: «El padre Francisco la exhorta al desprecio del mundo; demostrándole con vivas expresiones la vanidad de la esperanza y el engaño de los atractivos del siglo, destila en su oído la dulzura de su desposorio con Cristo» (LCl 5).
Según el Testamento de santa Clara, antes incluso de recibir a otros compañeros, Francisco había profetizado el camino de su primera hija espiritual y de sus hermanas. De hecho, mientras trabajaba para la restauración de la iglesia de San Damián, donde el Crucifijo le había hablado, había anunciado que aquel lugar sería habitado por mujeres que glorificarían a Dios con su santo estilo de vida (cf. TestCl 9-14; 2 Cel 13). El Crucifijo original se encuentra ahora en la basílica de Santa Clara. Aquellos grandes ojos de Cristo que habían fascinado a Francisco, se transformaron en el «espejo» de Clara. No por casualidad el tema del espejo le resultará muy querido y, en la IV carta a Inés de Praga, escribirá: «Mira atentamente a diario este espejo, oh reina, esposa de Jesucristo, y observa sin cesar en él tu rostro» (4CtaCl 15). En los años en que se encontraba con Francisco para aprender de él el camino de Dios, Clara era una chica atractiva. El Poverello de Asís le mostró una belleza superior, que no se mide con el espejo de la vanidad, sino que se desarrolla en una vida de amor auténtico, tras las huellas de Cristo crucificado. ¡Dios es la verdadera belleza! El corazón de Clara se iluminó con este esplendor, y esto le dio la valentía para dejarse cortar la cabellera y comenzar una vida penitente. Para ella, al igual que para Francisco, esta decisión estuvo marcada por muchas dificultades. Aunque algunos familiares no tardaron en comprenderla, e incluso su madre Ortolana y dos hermanas la siguieron en su elección de vida, otros reaccionaron de manera violenta. Su huida de casa, en la noche del Domingo de Ramos al Lunes Santo, fue una aventura. En los días siguientes la buscaron en los lugares donde Francisco le había preparado un refugio y en vano intentaron, incluso a la fuerza, hacerla desistir de su propósito.
Clara se había preparado para esta lucha. Y si Francisco era su guía, un apoyo paterno le venía también del obispo Guido, como sugiere más de un indicio. Así se explica el gesto del prelado que se acercó a ella para ofrecerle el ramo, como para bendecir su valiente elección. Sin el apoyo del obispo, difícilmente se habría podido realizar el proyecto ideado por Francisco y realizado por Clara, tanto en la consagración que esta hizo de sí misma en la iglesia de la Porciúncula en presencia de Francisco y de sus hermanos, como en la hospitalidad que recibió en los días sucesivos en el monasterio de San Pablo de las Abadesas y en la comunidad del Santo Ángel de Panzo, antes de la llegada definitiva a San Damián. Así, la historia de Clara, como la de Francisco, muestra un rasgo eclesial particular. En ella se encuentran un pastor iluminado y dos hijos de la Iglesia que se confían a su discernimiento. Institución y carisma interactúan estupendamente. El amor y la obediencia a la Iglesia, tan remarcados en la espiritualidad franciscano-clariana, hunden sus raíces en esta bella experiencia de la comunidad cristiana de Asís, que no sólo engendró en la fe a Francisco y a su «plantita», sino que también los acompañó de la mano por el camino de la santidad.
Francisco había visto bien la razón para sugerir a Clara la huida de casa al inicio de la Semana Santa. Toda la vida cristiana, y por tanto también la vida de especial consagración, son un fruto del Misterio pascual y una participación en la muerte y en la resurrección de Cristo. En la liturgia del Domingo de Ramos dolor y gloria se entrelazan, como un tema que se irá desarrollando después en los días sucesivos a través de la oscuridad de la Pasión hasta la luz de la Pascua. Clara, con su elección, revive este Misterio. El día de Ramos recibe, por decirlo así, su programa. Después entra en el drama de la Pasión, despojándose de su cabellera, y con ella renunciando por completo a sí misma para ser esposa de Cristo en la humildad y en la pobreza. Francisco y sus compañeros ya son su familia. Pronto llegarán hermanas también desde lejos, pero los primeros brotes, como en el caso de Francisco, despuntarán precisamente en Asís. Y la santa permanecerá siempre vinculada a su ciudad, mostrándolo especialmente en algunas circunstancias difíciles, cuando su oración ahorró a la ciudad de Asís violencia y devastación. Dijo entonces a las hermanas: «Hijas carísimas, recibimos a diario muchos bienes de esta ciudad; sería gran ingratitud si, en el momento en que lo necesita, no la socorremos en la medida de nuestras fuerzas» (LCl 23).
En su significado profundo, la «conversión» de Clara es una conversión al amor. Ella ya no llevará nunca los vestidos refinados de la nobleza de Asís, sino la elegancia de un alma que se entrega totalmente a la alabanza de Dios. En el pequeño espacio del monasterio de San Damián, contemplado con afecto conyugal en la escuela de Jesús Eucaristía, se irán desarrollando día tras día los rasgos de una fraternidad regulada por el amor a Dios y por la oración, por la solicitud y por el servicio. En este contexto de fe profunda y de gran humanidad Clara se convierte en fiel intérprete del ideal franciscano, implorando el «privilegio» de la pobreza, o sea, la renuncia a poseer bienes incluso sólo comunitariamente, que desconcertó durante largo tiempo al mismo Sumo Pontífice, el cual al final se rindió al heroísmo de su santidad.
¿Cómo no proponer a Clara, junto a Francisco, a la atención de los jóvenes de hoy? El tiempo que nos separa de la época de estos dos santos no ha disminuido su atractivo. Al contrario, se puede ver su actualidad si se compara con las ilusiones y las desilusiones que a menudo marcan la actual condición juvenil. Nunca un tiempo hizo soñar tanto a los jóvenes, con los miles de atractivos de una vida en la que todo parece posible y lícito. Y, sin embargo, ¡cuánta insatisfacción existe!, ¡cuántas veces la búsqueda de felicidad, de realización, termina por desembocar en caminos que llevan a paraísos artificiales, como los de la droga y de la sensualidad desenfrenada! También la situación actual con la dificultad para encontrar un trabajo digno y formar una familia unida y feliz, añade nubes al horizonte. No faltan, sin embargo, jóvenes que, incluso en nuestros días, recogen la invitación a fiarse de Cristo y a afrontar con valentía, responsabilidad y esperanza el camino de la vida, también realizando la elección de dejarlo todo para seguirlo en el servicio total a él y a los hermanos. La historia de Clara, junto a la de Francisco, es una invitación a reflexionar sobre el sentido de la existencia y a buscar en Dios el secreto de la verdadera alegría. Es una prueba concreta de que quien cumple la voluntad del Señor y confía en él no sólo no pierde nada, sino que encuentra el verdadero tesoro capaz de dar sentido a todo.
A usted, venerado hermano, a esa Iglesia que tiene el honor de haber dado origen a Francisco y a Clara, a las clarisas, que muestran diariamente la belleza y la fecundidad de la vida contemplativa, en apoyo del camino de todo el pueblo de Dios, y a los franciscanos de todo el mundo, a tantos jóvenes que andan buscando y necesitan luz, entrego esta breve reflexión. Espero que contribuya a hacer redescubrir cada vez más estas dos figuras luminosas del firmamento de la Iglesia. Con un saludo especial a las hijas de Santa Clara del Protomonasterio, de los demás monasterios de Asís y del mundo entero, imparto de corazón a todos mi bendición apostólica.
Vaticano, 1 de abril de 2012, Domingo de Ramos.
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