30041926 Enciclica Rite expiatis Pio XI

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30 de abril de 1926:  Encíclica «Rite expiatis» de S. S. Pío XI, sobre San Francisco de Asís al cumplirse el VII centenario de su muerte

En 1926, con motivo del VII Centenario de la muerte de san Francisco, Pío XI publicó esta Encíclica. Han pasado ya muchos años. Creemos, sin embargo, que mantiene un gran interés ya sea por sus importantes enseñanzas, ya sea porque nos ayuda a enlazar con nuestro pasado más inmediato, ya sea porque nos da a conocer la tradición reciente. Por otra parte, es un texto que no tendría fácilmente a su alcance la mayor parte de nuestros lectores. El original latino se publicó en AAS 18 (1926) 153ss, y en Acta OFM 45 (1926) 161-173; la versión al castellano que ofrecemos la hemos tomado de la Colección completa de Encíclicas Pontificias, Buenos Aires, Ed. Guadalupe, 1952, pp. 1081-1096. El lenguaje puede resultar algo arcaico, pero contribuye a situar el texto en su contexto; sólo hemos actualizado algunos términos o expresiones y la nomenclatura de las citas.


A los venerables hermanos patriarcas, primados, arzobispos, obispos y demás ordinarios del lugar en paz y comunión con la sede apostólica.


Venerables Hermanos: Salud y bendición apostólica.


1. Celebración del séptimo centenario de la muerte del Santo


Después de haberse purificado debidamente las almas de muchos y haberse excitado a una manera más perfecta de vida en Roma por medio del Jubileo magno -que hemos prorrogado para el orbe entero por todo el presente año-, parece que se nos agrega un gran cúmulo de beneficios buscados y esperados del mismo Año Santo por la conmemoración solemne que en todas partes se prepara de Francisco de Asís, al cumplirse el séptimo centenario desde que cambió felizmente el destierro terrestre por la patria celestial.

Fue un hombre dado, por designios divinos, no sólo a la edad turbulenta en que vivió, sino a la sociedad cristiana de todos los tiempos para su reforma; al designarlo nuestro inmediato predecesor como patrono celestial de la llamada Acción Católica, es conveniente que aquellos de nuestros hijos que según nuestros mandatos trabajan en la Acción Católica, juntamente con la numerosa familia de Francisco, de tal manera recuerden y ensalcen sus hechos, sus virtudes y espíritu, que, desechada la falsa imagen del seráfico varón que gusta a los que favorecen los modernos errores, o a los hombres y mujeres secuaces del lujo y de la fastuosidad, todos los fieles imiten y se revistan de aquella forma de santidad que él nos presentó, conformada con la pureza y simplicidad de la doctrina evangélica. Y a esto deseamos que tiendan todas las ceremonias sagradas, públicas manifestaciones, conferencias y sermones en el curso del año centenario: a que el Seráfico Patriarca sea celebrado con auténticas manifestaciones de piedad tal como fue, y no diferente, a fin de que aparezca con aquellos dones de la naturaleza y de la gracia, empleados maravillosamente para la mayor perfección propia y de los prójimos.


2. El heraldo del gran Rey


Y si es temerario comparar entre sí a los santos del cielo, de los cuales el Espíritu Santo eligió a unos para una misión y a otros para otra en este mundo -la cual comparación, nacida muchas veces de los movimientos desordenados del alma, está vacía de toda utilidad y es injuriosa para el mismo Dios autor de la santidad-, parece sin embargo que ningún otro santo hubo en el cual la imagen de Cristo nuestro Señor y la forma de vida del Evangelio haya brillado más exacta y más expresiva que en Francisco. Por lo cual el que se llamó a sí mismo Heraldo del gran Rey, él mismo ha sido con acierto llamado otro Cristo, porque apareció a sus contemporáneos y a los venideros como Cristo vuelto a la vida: de donde se siguió que viva hoy ante los ojos de los hombres y que vivirá para toda la posteridad.


Lo cual ¿a quién puede maravillar, cuando ya los primeros de sus contemporáneos que escribieron sobre la vida y obra de su padre legislador, pensaron que éste tenía una naturaleza casi mayor y superior que la humana; cuando nuestros predecesores, que trataron a Francisco familiarmente, no dudaron en reconocer que él había sido enviado providencialmente para la salvación del pueblo y defensa de la Iglesia? Y ¿por qué, después de tan gran intervalo desde la muerte de Francisco, la piedad de los católicos y la misma admiración de los no católicos se renueva con ardor, sino porque su vida resplandece no menos hoy que ayer, y su fuerza y su virtud para curar a los pueblos, por ser hoy todavía tan eficaz, es para ello invocada? Su acción reformadora de tal manera alcanzó a todo el género humano que, además de haber restituido ampliamente la integridad de la fe y de las costumbres y el concepto común y social, como dicen, de la caridad y justicia evangélica, moderaron la vida penetrándole muy interiormente.


3. Importancia y fruto de la celebración


Es conveniente, de acuerdo con la amplitud e importancia del acontecimiento que se acerca, que excitemos en el pueblo cristiano, por medio de vosotros, Venerables Hermanos, que sois nuncios e intérpretes de nuestra palabra, el espíritu de san Francisco, que en nada se aparta del sentido y de la manera de ser del Evangelio, trayendo a la memoria saludablemente en esta oportunidad las enseñanzas y los ejemplos del Patriarca de Asís. Pues nos agrada competir con nuestros próximos antecesores en aquella piedad por la que no dejaron pasar la memoria de algún acontecimiento secular durante su vida, sino que por medio de la autoridad de su magisterio apostólico la ilustraron y animaron a celebrarla.


Y a este respecto recordamos muy a gusto, y no pueden menos de recordarlo con nosotros los que ya no son jóvenes, que se encendió el amor del pueblo en todas partes hacia Francisco y a su institución por la Encíclica Auspicato, publicada por León XIII hace cuarenta y cuatro años, cuando se cumplía el séptimo centenario del nacimiento de Francisco de Asís; y puesto que aquel fervor produjo múltiples manifestaciones de piedad y la deseada renovación de los espíritus, creemos que el próximo acontecimiento tendrá por su importancia un fruto igual. Más aún, las condiciones actuales del pueblo cristiano hacen esperar mayor fruto. Pues, ¿quién ignora que se ha iniciado en general un mayor aprecio de los bienes del espíritu, y que los pueblos, por la experiencia de los tiempos pasados, han aprendido que sin la vuelta hacia Dios no puede haber paz y seguridad, y miran por ello a la Iglesia católica como el único medio de salvación? Además, la extensión a todo el mundo de la indulgencia del Jubileo coincide felizmente con esta conmemoración centenaria, inseparable del espíritu de penitencia y de caridad.


4. Los tiempos del Santo: cruzadas, herejías, luchas


Es evidente, Venerables Hermanos, que los tiempos de Francisco fueron difíciles y duros. Concedamos que la fe cristiana estaba entonces firmemente arraigada en el pueblo, como atestigua el hecho de que no ya soldados asalariados, sino toda clase de ciudadanos marcharon a Palestina, con sagrado fervor, a liberar el sepulcro de Cristo.


Sin embargo, se introdujeron y extendieron invisiblemente en el campo del Señor herejías, propagadas por autores conocidos u ocultos propagandistas, los cuales, aparentando austeridad de vida y disimulada manera de virtud y perfección, engañaron fácilmente a los hombres sencillos y débiles; de donde brotaron ciertas llamas de rebelión en el mismo pueblo. Después de haber fustigado las faltas de los particulares en la Iglesia de Dios, se creyeron en su soberbia llamados por Dios a reformar la Iglesia; pero poco después, al rechazar la doctrina y la autoridad de la Sede Apostólica, apareció claramente cuáles eran las intenciones que los guiaban; pues es manifiesto que vinieron a parar en el desenfreno y lujuria, en la perturbación del mismo orden público, conculcando los fundamentos de la religión, la autoridad, la familia y la sociedad.


Sucedió, pues, lo que en muchas partes a través de los siglos, que las sediciones movidas contra la Iglesia y la sociedad civil se ayudasen unas a otras creciendo simultáneamente. Pero, aunque la fe católica permaneció incólume en los ánimos, o al menos no del todo obscurecida, al faltar el espíritu evangélico, la caridad de Cristo había disminuido de tal manera entre los hombres, que parecía como extinguida. Pues para no hablar de las luchas movidas unas veces con el Imperio y otras con la Iglesia, las ciudades italianas se desgarraban con luchas intestinas, ya sea que unas querían obtener la libertad civil sacudiendo el dominio de otras, ya sea que las más fuertes quisieran subyugar a las más débiles, ya sea que las facciones de una misma ciudad luchasen entre sí por el poder; de donde por ambas partes se producían matanzas tremendas, incendios, devastaciones y despojo de ciudades, destierro y confiscaciones de bienes.


Era injusta la situación de muchos, porque entre los señores y los siervos, los que llamaban mayores y los menores, los dueños y los colonos, existía una condición de mayor desigualdad de lo que sufre la naturaleza humana, y los más débiles del pueblo eran saqueados y oprimidos impunemente por los más fuertes.


Los que no pertenecían a la plebe, que vivía en la pobreza, llevados de un excesivo amor de sí mismos y de sus cosas, ardían en insaciables deseos de riqueza; según las costumbres suntuosas de algunas partes, ostentaban un desmedido aparato y jactancia en los vestidos, en la comida y en toda clase de comodidades; a la pobreza y a los pobres los despreciaban, a los leprosos, que entonces abundaban, los aborrecían y los abandonaban en absoluta separación; y de esta tan desmedida voluptuosidad no estaban libres los que debían vivir como religiosos, aun cuando muchos del clero brillaban por la austeridad de sus costumbres. De donde nació la costumbre de que cada cual se procurase grandes ganancias de todas partes de donde pudiera; no sólo consiguiendo dinero por la fuerza o exigiendo un injusto interés, sino vendiendo los cargos públicos, los honores, la administración de la justicia, y la misma impunidad de los reos.


De esta manera muchos aumentaban enormemente su patrimonio familiar. La Iglesia no calló ni dejó de castigar los excesos; pero, ¿qué provecho se podía seguir, cuando los mismos emperadores con público mal ejemplo provocaban los anatemas de la Sede Apostólica, y los despreciaban continuamente? Las instituciones monásticas, que habían dado frutos tan consoladores y maduros, no podían resistir y luchar porque el polvo mundano también las había afectado; y si por medio de nuevas órdenes religiosas de varones recibió la disciplina eclesiástica alguna ayuda y firmeza, sin embargo, era necesario reparar a la sociedad enferma con una mayor abundancia de luz y de caridad.


5. Juventud de Francisco


Así, pues, para iluminar a esta sociedad que hemos descrito, y para volverla a la norma incorrupta de la sabiduría evangélica, apareció Francisco de Asís por divina providencia, y brilló a manera de sol, como canta Dante (Paraíso, XI), y como había escrito, sirviéndose de una figura semejante, Tomás de Celano: «Brillaba como fúlgida estrella en la obscuridad de la noche y como la mañana que se extiende sobre las tinieblas» (1 Cel 37).


Cuando joven, dotado de grande y vehemente ingenio, acostumbraba llevar vestidos preciosos, delicados y alegres, dar a sus compañeros opíparos banquetes y recorrer la ciudad entre cantos alegres, aun cuando era recomendado por la integridad de sus costumbres, la pureza de sus palabras y el desprecio de las riquezas. Después de la cautividad en Perusa, de penurias y de molestias de una cierta enfermedad, se sintió, no sin maravilla suya, interiormente cambiado; sin embargo, como si quisiera huir de las manos de Dios, marchó hacia Apulia a fin de afrontar heroicas empresas. Pero en el camino fue avisado con claridad por Dios, que le mandó volver a Asís, donde se le enseñaría lo que tenía que hacer. Después de muchas dudas, entendió, por divina inspiración y por haber escuchado durante la misa solemne aquel pasaje del Evangelio que se refiere a la misión de los apóstoles y a su género de vida, que debía vivir «según la forma del santo Evangelio» y servir a Cristo.


6. Su vocación


Desde entonces, pues, comenzó a unirse muy estrechamente a Cristo y hacerse del todo semejante a él; y «todo el empeño del siervo de Dios, tanto público como privado, miraba hacia la cruz del Señor; desde los primeros tiempos en que comenzó a militar para Cristo crucificado, brillaron a su alrededor los diversos misterios de la Cruz» (3 Cel 2). Y verdaderamente fue éste un buen soldado y caballero de Cristo por la nobleza y generosidad de su ánimo, quien, para no discrepar en cosa alguna de su Señor tanto él como sus discípulos, además de que solía leer y consultar en sus deliberaciones como un oráculo el texto evangélico, conformó totalmente la ley de las órdenes que fundó con el mismo Evangelio, y la vida religiosa de los suyos con la vida apostólica. Por lo cual al comienzo de la regla escribió acertadamente: «La regla y vida de los Hermanos Menores es ésta, guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo...» (2 R 1,1). Pero, para entrar más adentro en el asunto, veamos, Venerables Hermanos, con qué preclaro ejercicio de las más perfectas virtudes se preparó Francisco para servir a los designios de la divina providencia, y cómo se hizo idóneo y ministro de la reforma de la sociedad.


7. Su Pobreza


En qué fuego de amor ardía hacia la pobreza evangélica no es difícil de imaginar con la mente, sin embargo creemos muy difícil describirlo. Nadie ignora que Francisco fue naturalmente inclinado a ayudar a los pobres, y, según el testimonio de san Buenaventura, lleno de tanta dignidad que, «no siendo ya oyente sordo del Evangelio», hizo el propósito de no negar limosna a ningún pobre, principalmente al que al pedírsela «alegase el amor divino» (LM 1,1); pero la gracia perfeccionó con creces a la naturaleza. Así, pues, con un impulso interior de Dios, a un pobre a quien antes había rechazado, arrepentido luego, lo buscó y le ayudó lleno de piedad y generosidad a aliviar su pobreza.


Estando rodeado de jóvenes en cierta ocasión en que después de un alegre convite recorrían cantando la ciudad, se detuvo repentinamente quedando enajenado su espíritu por una dulzura especial; y al preguntarle los compañeros, cuando volvió en sí, si estaba pensando en una esposa, les respondió en seguida con gran ardor que ellos hablaban muy acertadamente, puesto que se proponía tomar una esposa noble, rica y hermosa como ninguna; con estas palabras entendía él la pobreza y la religión fundada principalmente en el culto de la pobreza. Pues aprendió de Cristo nuestro Señor, quien siendo rico se hizo pobre por nosotros para que con su pobreza nos hiciéramos ricos (2 Cor 8,9), aquella sabiduría divina que ningún sofisma de humana sabiduría podrá borrar, que ella sola puede restaurar con su santa novedad todas las cosas.


Jesús había enseñado: «Bienaventurados los pobres de espíritu» (Mt 5,3); «si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dalo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego ven y sígueme» (Mt 19,21). Esta pobreza, porque consiste en aquella renuncia voluntaria y decidida de todas las cosas que se hace por inspiración del Espíritu Santo, es del todo contraria a aquella otra pobreza obligada y llena de tentación de ciertos antiguos filósofos. De tal manera la abrazó nuestro Francisco, que con toda reverencia y amor la llamaba Señora, Madre y Esposa. Dice a nuestro propósito san Buenaventura: «Nadie estaba tan deseoso de oro como él de la pobreza; ni alguno cuida un tesoro con mayor solicitud que éste el de esa margarita evangélica» (LM 9,1).


Y el mismo Francisco, al recomendar y ordenar en la ley propia de la Orden a los suyos un especial ejercicio de esta virtud, muestra ciertamente con palabras claras en cuánto la tenía y cuánto la amaba: «Esta es la excelencia de la altísima de la pobreza, que a vosotros, carísimos hermanos míos, os constituyó herederos y reyes del reino de los cielos, os hizo pobres de cosas, pero os sublimó en virtudes. Esta sea vuestra porción... Adheridos totalmente a ella, no queráis tener ninguna otra cosa bajo el cielo por el nombre de nuestro Señor Jesucristo» (2 R 6,4-6). La razón por la que Francisco amó principalmente la pobreza fue porque la consideraba como pariente de la Madre de Dios, y porque Cristo, en el leño de la cruz, la escogió no tanto como pariente cuanto como su esposa, aunque después despreciada por los hombres y muy amarga e infortunada para el mundo.


Cuando Francisco pensaba estas cosas, solía llorar y dar grandes gemidos de manera que causaba admiración. ¿Quién no se conmueve con el espectáculo de este hombre insigne, que por su amor a la pobreza pareció a los ojos de sus antiguos compañeros de diversión y de no pocos otros, haber perdido el juicio? ¿Quién no se conmueve al ver que después, aun a aquellos que viven enteramente ajenos de la inteligencia y la práctica de la perfección evangélica, les ha llenado de admiración creciente un tan grande amador de la pobreza, y que admira a los hombres de nuestro tiempo? A todos ellos precedió Dante en su canto de los desposorios realizados entre Francisco y la pobreza (Paraíso, XI), donde no sabe uno qué admirar más, si la grandiosidad y elevación del pensamiento o la suavidad y hermosura del verso.


8. Su pobreza de espíritu y la humildad


Ahora bien, el alto concepto y el amor generoso que Francisco tenía en su mente y en su ánimo de la pobreza, no podía limitarse y circunscribirse a la renuncia solamente de los bienes exteriores. Porque, ¿quién puede alcanzar y profesar la verdadera pobreza a ejemplo de Cristo nuestro Señor, si no se hace pobre de espíritu y pequeño por medio de la virtud de la humildad? Conociendo eso muy bien nuestro Francisco y sin separar nunca una virtud de la otra, las saluda a ambas calurosamente así: «Señora santa pobreza, Dios te salve con tu santa hermana la humildad... La santa pobreza confunde toda avidez, avaricia y cuidados de este mundo. La santa humildad confunde la soberbia y todos los honores de este mundo y todas las cosas que están en el mundo» (SalVir).


Y así, para retratar a Francisco con una sola palabra, el autor del libro La Imitación de Cristo lo llama "el humilde": «Cuanto es cada uno ante tus ojos (oh Dios) tanto es y no más, dice el humilde san Francisco» (libro III, c. 50).


Ciertamente Francisco tuvo sumo cuidado en conducirse humildemente como el más pequeño y el último de todos. Así pues, desde el comienzo de su conversión deseó vehementemente servir de escarnio y de burla a los hombres; aunque era fundador, padre y legislador de los Menores, tenía a uno de los suyos como superior y señor, de cuya voluntad dependiera; apenas pudo, sin dejarse vencer por los ruegos y lágrimas de los suyos, dejó el supremo gobierno de la Orden «para conservar la virtud de la santa humildad» y «ya hasta la muerte permaneció súbdito, portándose con mayor humildad que ningún otro» (2 Cel 143); rehusó con firmeza el hospedaje generoso y magnífico que le ofrecieron frecuentemente los cardenales y los principales de la ciudad; a los demás hombres los estimaba sobremanera y los honraba totalmente, mientras para desprecio suyo se situaba entre los pecadores, haciéndose como uno de ellos.


Francisco se tenía por el más grande pecador y solía decir que si Dios hubiera tenido con cualquier hombre criminal la misma misericordia que con él, hubiera sido diez veces más perfecto éste que él, y que por lo demás había que atribuirlo todo a Dios porque de Él solo había salido cuanto en sí hubiera de bueno y de honesto. Por este motivo tuvo el mayor empeño en ocultar los privilegios y carismas que podían atraerle la estima y alabanza de los hombres, y principalmente las llagas de Jesucristo impresas por Dios en su cuerpo. Y si alguna vez era alabado en público o en privado, se creía tan digno de desprecio y de injurias que se angustiaba con increíble tristeza, no sin gemidos y lamentos. Y ¿qué diremos al ver que se tuvo por tan indigno, que no quiso recibir el sacerdocio?


Igualmente, quiso que la Orden de los Menores se apoyara y consolidara sobre este mismo fundamento de la humildad. Y si, por una parte, enseñaba repetidamente a los suyos con exhortaciones llenas de admirable sabiduría por qué no era lícito gloriarse de cosa alguna, ni menos aún de las virtudes y otras gracias celestiales, por otra, amonestaba sobre todo, y según la oportunidad reprendía, a aquellos hermanos que por sus oficios tenían peligro de vanagloria y soberbia, como los predicadores de la palabra de Dios, los letrados, los filósofos, los guardianes de los conventos y de las provincias. Sería largo decirlo todo, pero baste recordar esto sólo: Francisco dedujo de los ejemplos y de las palabras de Cristo (Mt 20,26-28; Lc 22,26) la humildad para todos los suyos como distintivo propio de la Orden; quiso, en efecto, que sus hermanos se llamaranMenores, y que todos los prelados de su Orden se llamaran Ministros,«para usar la misma nomenclatura del Evangelio, cuya observancia había prometido cumplir, y a fin de que con tal nombre se percataran sus discípulos de que habían venido a la escuela de Cristo humilde para aprender la humildad» (LM 6,5).


9. Su obediencia


Hemos visto cómo el Varón Seráfico, por la misma noción que en su mente tenía de la pobreza más perfecta, se tenía por tan pequeño y humilde que, aun cuando gobernaba la Orden, obedecía con la cándida simplicidad de un niño a alguno de sus hermanos o mejor, podemos añadir, a casi todos, pues del que no se niega a sí mismo ni renuncia a la propia voluntad, no puede decirse que se haya despojado de todas las cosas o que pueda volverse humilde de corazón. Así pues, nuestro Francisco, con el voto de obediencia, consagró voluntariamente y sometió enteramente al Vicario de Jesucristo la libertad de la voluntad, el don más eminente que Dios ha concedido a la naturaleza humana. ¡Oh!, cuánto mal hacen y cuán lejos están de conocer a Francisco de Asís aquellos que, para servir a sus fantasías y errores, se lo imaginan (¡cosa increíble!) intolerante con la disciplina eclesiástica, que nada se cuida de los mismos dogmas de la fe, precursor e incluso abanderado de aquella múltiple y falsa libertad que comenzó a exaltarse en los comienzos de la edad moderna y tantos disturbios causó en la Iglesia y en la sociedad civil.


Y con cuánta intimidad se adhiriera a la jerarquía de la Iglesia, a esta Sede Apostólica y a las enseñanzas de Cristo, el heraldo del gran Rey lo enseñó con sus ejemplos admirables a todos los católicos y a todos los no católicos. Pues como consta por los testimonios históricos de aquel tiempo, los más dignos de fe, él «veneraba a los sacerdotes y su afecto era grandísimo para toda la jerarquía eclesiástica» (1 Cel 62). «Esto enseñó aquel varón católico y todo apostólico en su predicación principalmente, que se guardase inviolablemente la fidelidad a la Iglesia Romana y que por la dignidad del Sacramento del Señor, que se obra por el ministerio de los sacerdotes, se tuviese en gran reverencia el ministerio sacerdotal. También enseñaba que debían ser reverenciados los doctores de la ley divina y todos los órdenes eclesiásticos» (Julián de Espira, Vida de S. Francisco, n. 98).


Y lo que enseñaba al pueblo desde el púlpito, lo inculcaba a sus hermanos con mucha mayor vehemencia; a ellos les advertía con frecuencia -y en aquel su Testamento, y ya moribundo se lo recomendó una y otra vez-, que obedecieran con modestia a los prelados y clérigos en el ejercicio del sagrado ministerio, y que se portasen con ellos como hijos de la paz.


Mas el punto capital en esta materia es que apenas el Seráfico Patriarca formuló y escribió la ley propia de su Orden, no dejó pasar tiempo alguno sin someterla a la aprobación de Inocencio III, presentándose él con sus primeros once discípulos. Y el Pontífice de inmortal memoria, gratamente impresionado por las palabras y la presencia del pobrísimo y humildísimo varón, e inspirado por el divino Espíritu, habiendo abrazado con todo amor a Francisco, sancionó después con su autoridad apostólica la ley que se le había presentado, y dio permiso a los nuevos operarios para predicar la penitencia; a esta regla, algo cambiada, Honorio III le añadió la fuerza de su confirmación a pedido de Francisco, como lo dice la historia. El Seráfico Padre quiso que la regla y la vida de los Hermanos Menores fuese ésta: observar «el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo viviendo en obediencia, sin nada propio y castidad», y no ya según el propio arbitrio o según la propia interpretación, sino según la voluntad de los Pontífices Romanos canónicamente elegidos. Y todos los que deseen «recibir esta vida, sean examinados por los Ministros sobre la fe católica y los sacramentos eclesiásticos, y si creen todas estas cosas y quieren confesarlas fielmente, y guardarlas firmemente hasta el fin»; los que han sido recibidos en la Orden no deben separarse de ella, «según el mandato del Papa nuestro Señor». A los clérigos se les prescribe que cumplan con los divinos oficios «según el orden de la santa Iglesia Romana». A los hermanos, en general, que no prediquen en el territorio de algún obispo sin su permiso, y que no entren en los conventos de religiosas por causa de su ministerio, sin especial permiso de la Santa Sede. Y no respira menos reverencia y obediencia a la Sede Apostólica lo que dice Francisco sobre el pedir un cardenal protector: «Con miras a todo lo dicho, impongo por obediencia a los ministros que pidan del señor Papa uno de los cardenales de la santa Iglesia Romana, que sea gobernador, protector y corrector de esta fraternidad, para que, siempre súbditos y sujetos a los pies de la misma santa Iglesia, estables en la fe católica, guardemos la pobreza y humildad y el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, que firmemente hemos prometido» (2 R passim).


10. Su castidad


Y no podemos olvidarnos de aquella que el Seráfico Varón «amaba principalmente como la hermosura y limpieza de la honestidad», es decir, de aquella castidad del espíritu y del cuerpo, que con una acerbísima maceración de sí mismo custodiaba y guardaba. Ya hemos visto cómo en su juventud, aún cuando se portaba con alegría y elegancia, siempre estuvo lejos de cualquier torpeza, aun en las palabras. Pero en cuanto desechó los vanos deleites del siglo, ya entonces comenzó a cohibir sus sentidos estrictamente, y si alguna vez le acaeció ser agitado o impulsado por movimientos voluptuosos, o bien se echó a dar vueltas entre espinos, o bien en pleno invierno no dudó en sumergirse en frigidísimas aguas.


Es por lo demás bien sabido que Francisco, que tenía empeño en hacer volver a los hombres a la vida evangélica, solía exhortar a todos «a que amaran y temieran a Dios e hicieran penitencia por sus los pecados» (TC 33ss), y con su ejemplo fue para todos un incitamento y ejemplo de penitencia. Pues solía llevar un cilicio, vestirse con una túnica áspera y pobre, caminar con los pies desnudos, dormir teniendo como almohada una piedra o un madero, alimentarse solamente lo suficiente para mantener la vida y mezclando en la comida agua con ceniza para que tuviera mal sabor; más aún, la mayor parte del año la pasaba casi en ayunas. Trataba su cuerpo, al que comparaba a un jumento de carga, con aspereza y dureza, tanto si tenía buena como mala salud, y doblemente lo castigaba si la naturaleza se resistía. En los últimos años de su vida, cuando del todo semejante a Cristo estaba como clavado en la Cruz por las llagas y lo atormentaban multitud de enfermedades, no quiso tampoco conceder a su cuerpo nada de solaz y descanso. Y no descuidó entrenar a los suyos en la austeridad y la penitencia, aun cuando -y solo en esto «anduvieron discordes las palabras y las obras del santísimo Padre» (2 Cel 129)» al ordenarlas les advirtió que moderaran la excesiva abstinencia y los castigos corporales.


11. La caridad, fuente de sus virtudes


¿Quién no ve con claridad que todas estas cosas procedían de una sola y única fuente de caridad divina y de un mismo origen? Pues como escribe Tomás de Celano: «Inflamado en divino amor, el beatísimo padre Francisco pensaba siempre en acometer empresas mayores. Mantenía vivo el deseo de alcanzar la cima de la perfección, caminando con un corazón anchuroso por la vía de los mandamientos de Dios» (1 Cel 55); y según Buenaventura: «Todo él parecía impregnado -como un carbón encendido- de la llama del amor divino» (LM 9,1); ni faltaban quienes «no podían dejar de llorar al ver que en tan poco tiempo había llegado de tanta liviandad y vanidad mundanas a tanta hartura de amor de Dios» (TC 21). Pero esta caridad de tal manera redundó en los prójimos, que a los hombres pobres y entre ellos los desgraciados leprosos, de los que antes siendo joven había sentido natural repugnancia, venciéndose a sí mismo los abrazó con especial benignidad y se consagró totalmente a su servicio y curación. Quiso que sus hijos se amasen con no menor caridad; por lo cual la familia franciscana se erigió como una «noble construcción de la caridad, en que las piedras vivas, reunidas de todas las partes del mundo, formaron el templo del Espíritu Santo» (1 Cel 38ss).


Hemos querido, Venerables Hermanos, detenernos un tanto en ésta como contemplación de las altísimas virtudes, porque, en estos tiempos, muchos, a los que ha alcanzado la peste del laicismo, acostumbran a despojar a nuestro héroe de la auténtica luz y gloria de la santidad, para presentarlo solamente y enaltecerlo como lleno de méritos respecto del progreso de las ciencias y artes superiores, de las instituciones de beneficencia, de su patria, y de la humanidad en general, rebajándolo a una cierta excelencia natural y a cierta profesión de una vacía religiosidad.


Por eso no deja de sorprendernos cómo semejante admiración de san Francisco, tan disminuido y hasta contrahecho, pueda ayudar a sus devotos modernos, que buscan las riquezas y los placeres, o acicalados y perfumados frecuentan las plazas, los bailes y los espectáculos, o se revuelcan en el fango de los placeres, o ignoran o rechazan la ley de Cristo y de la Iglesia. Muy a propósito viene aquí aquella admonición: «A quien es grato el mérito de algún santo, debe serle asimismo grato el seguirle en el culto de Dios. Porque o bien debe imitarle si le alaba, o bien no debe alabarle si rehúsa imitarle; y quien admira los méritos de los santos, vuélvase admirable él mismo por la santidad de su vida» (Breviario romano, día 7 de noviembre, lectura IV).


12. El santo y la reforma de las costumbres. Sus frutos


Así Francisco, fortalecido por las virtudes que hemos recordado, para enmienda y salud de sus contemporáneos, con feliz auspicio fue llamado para ser defensor de la Iglesia universal.


Junto a la iglesia de San Damián, donde acostumbraba orar entre suspiros y gemidos, había oído por tres veces una voz celestial que le decía: Francisco, ve y repara mi casa que está a punto de arruinarse del todo (LM 2).


Como no hubiese entendido el oculto significado de la visión, puesto que era de ánimo humilde y se juzgaba poco capaz para cualquier gran empresa, Inocencio III en su interpretación vio más claramente la recomendación tan lastimera del Señor a través de la celestial visión de Francisco, que sostendría con sus espaldas el tambaleante templo de Letrán. El Seráfico Varón, una vez fundadas las órdenes, una para hombres y otra para mujeres, para llevarlos por el camino de la perfección evangélica, recorre con rapidez las ciudades de Italia, y con palabra breve pero fervidísima comienza, por sí mismo y por los discípulos que antes había elegido, a anunciar y predicar penitencia a los pueblos: en el cual ministerio obtuvo increíbles resultados, ya por la palabra, ya por el ejemplo.


Por cualquier parte en que con motivo de su apostólica misión peregrinaba, el clero y el pueblo le salían al encuentro, agitando ramos de olivo -pompa que se realizaba entre el repiquetear de las campanas y los cantos populares-; personas de toda edad, sexo y condición se agolpaban a su alrededor, lo acompañaban, rodeaban de día y de noche la casa en que se hospedaba para verlo salir, tocarlo, hablarle y escucharle como si fuera a alejarse de ellos. Nadie resistía a su palabra, ni aquellos que estaban arraigados en el vicio y la maldad.


13. El santo, las vocaciones y la paz entre los individuos


Y así sucedió que muchos, incluso de edad madura, renunciaran a todos sus bienes terrenos por amor de la vida evangélica, y que pueblos enteros de Italia, renovadas sus costumbres, se pusieran bajo la dirección de Francisco. Más aún, crecía con desmesura el número de sus hijos, y era tal el entusiasmo suscitado en todas partes por seguir sus huellas, que el mismo Seráfico Patriarca se vio obligado muchas veces a rechazar y hacer desistir a hombres y mujeres que estaban por alejarse del matrimonio y de la vida familiar, con el propósito de renunciar al mundo.


Mientras tanto, un deseo que de modo principal animaba a aquellos nuevos predicadores de la penitencia era el restablecimiento de la paz entre los particulares, las familias, los pueblos y regiones afligidas y ensangrentadas por las continuas discordias. Y se ha de atribuir a la fuerza sobrehumana de la elocuencia de aquellos hombres rudos el que en Asís, en Arezzo, en Bolonia y en otros muchos pueblos y ciudades, se llegara eficazmente a establecer una pacificación general, confirmada a veces con pactos solemnes.


14. La Tercera Orden


A semejante obra de pacificación y reforma general contribuyó en alto grado la Orden Tercera, orden ciertamente religiosa pero que, como ejemplo nuevo para aquellos tiempos, no estaba obligada a los votos de ninguna religión, y tenía como objetivo dar la oportunidad a todos los hombres y mujeres del mundo de cumplir la ley divina y de alcanzar la perfección cristiana. Estos fueron los principales puntos del Reglamento que se estableció para la nueva comunidad: que no fuesen admitidos sino aquellos que estuvieran dentro de la fe católica y con suma reverencia obedecieran a la Iglesia. Se establecía el modo cómo los socios de ambos sexos ingresarían en la Orden y, después del año de noviciado, prometerían fidelidad a la Regla el hombre y la mujer, previo consentimiento del cónyuge. Se reglamentaba los vestidos concordantes con la honestidad y la pobreza, y la moderación de los adornos femeninos.


Se prohibía a los Terciarios la asistencia a banquetes y fiestas deshonestas, y a bailes. Se establecía el ayuno y la abstinencia; la expiación de las culpas tres veces al año, y otras tantas, recibir la sagrada comunión, habiéndose reconciliados entre sí y devuelto a su dueño lo que hubiere sido mal adquirido.


Los Terciarios no llevarían armas a no ser para defender a la Iglesia Romana, la fe cristiana y la patria de cada uno, o bien con el consentimiento de los superiores. Reglamentaba el rezo de las horas canónicas y de otras preces.


El testamento debía estar hecho y legitimado a los tres meses de haber ingresado en la Orden. Turbada la paz, debía restablecerse prontamente entre los miembros de la Orden y con los extraños. Establecía lo que debía hacerse cuando se presentaba la contingencia de ser combatidos o violados sus derechos y privilegios No les era lícito prestar solemne juramento, a no ser que obligara una inminente necesidad, que la Apostólica Sede tendría que haber reconocido.


A estos añadíanse otros preceptos de menor importancia: la obligación de escuchar la santa misa; las reuniones periódicas en los tiempos fijados; contribuir cada uno, según sus recursos, con el óbolo para el mantenimiento de los pobres y de los enfermos en especial, y para las exequias de los socios. Se establecía cómo debía visitarse a los enfermos, o corregirse y enmendar a los pecadores y contumaces. No se podía rehusar las obligaciones y oficios encomendados, o bien ser negligente en su cumplimiento. Se trataba el modo de resolver los conflictos.


15. Fundamento de una nueva sociedad


Nos hemos detenido en detallar cada cosa para que se vea cómo Francisco con su vigoroso apostolado y el de los suyos y con su Orden Tercera, echó los fundamentos de una sociedad nueva, o sea, enteramente conformada según la vida evangélica.


Dejemos, aunque sea importante, lo que en este Reglamento se refiere a la liturgia y al cuidado espiritual del alma. Por las demás prescripciones aparece a la vista de todos que echó las raíces para la organización de la vida privada y común que no sólo haría de la vida en sociedad una especie de alianza fraternal, fundada en el cumplimiento fiel de los cargos, sino que también defendería el derecho de los pobres y débiles contra los ricos y poderosos, sin ofender empero en lo más mínimo el orden y la justicia.


Después que los Terciarios fueron asociados al clero, se auspició y obtuvo que los nuevos socios de la Tercera Orden gozasen de los mismos privilegios e inmunidades de que gozaba el clero. Y así desde entonces los terciarios no prestaron más el solemne juramento del llamado vasallaje; ni fueron convocados a los servicios militares o de guerra, ni llevaban armas, porque ellos, a la ley feudal, oponían la ley de la Orden Tercera, y a la condición servil, la libertad conquistada. Molestados empero por aquellos a quienes convenía que las cosas volvieran a la condición de antes, recurrieron a sus patronos y defensores, Honorio III y Gregorio IX, quienes disiparon aquellos atentados hostiles, incluso conminándoles severas penas.


Con ello brotó aquel impulso de una reforma saludable de la sociedad humana; se propagó y extendió por las naciones cristianas la nueva institución de Francisco, el padre fundador, excitándose a la pureza de costumbres con la práctica de la penitencia. Y no sólo los pontífices, cardenales y obispos, sino también los mismos reyes y príncipes, algunos de los cuales florecieron en santidad de vida, tomaron con espíritu inflamado las insignias de la Orden Tercera, y bebieron la evangélica sabiduría con espíritu franciscano; el honor y la alabanza de las santas virtudes revivió en la ciudad; en una palabra, se renovó «la faz de la tierra».


16. El Santo y las misiones


Así como Francisco, «varón católico y todo apostólico», cuidó admirablemente de la enmienda de los fieles, así también cuidó de los paganos para llevarlos a la fe y ley de Cristo, ocupándose él mismo en ello y ordenando a los suyos suma diligencia en esta labor. No tenemos en realidad por qué recordar cosas tan conocidas, como es su travesía con algunos discípulos hasta Egipto, donde con valor y audacia se presentó ante el Sultán, tanto era su deseo de propagar el Evangelio y sufrir el martirio. ¿No están acaso inscritos con letras de oro en los fastos de la Iglesia aquellos numerosos heraldos del Evangelio que, desde el nacimiento de esta Orden de Menores, encontraron el martirio en Siria o en Marruecos? Este apostolado de la floreciente familia de Francisco creció en tal forma con el correr de los años y con el derramamiento de sangre, que con la aquiescencia de los Pontífices de Roma tienen a su cargo el cuidado de las almas en numerosas tierras de paganos.


17. Su vida y ejemplo aún permanecen


Nadie se admire pues de que, transcurrido este lapso de 700 años, no se haya podido destruir o borrar en ningún lugar o tiempo el recuerdo de tantos beneficios hechos por un hombre. Más aún, su vida y obra, que como escribió Dante Alighieri merecen ser cantadas con elogio divino más bien que humano, parece que una edad las propone y encomienda a la admiración y veneración de la otra, de modo que no sólo por su insigne santidad es puesto a la luz del orbe católico, sino que también resplandece por su culto y gloria popular, al recorrer en boca de todas las gentes el nombre de Asís.


Y así, al poco tiempo de su muerte, en diversas partes, por consenso popular, se erigieron en honor del Seráfico Padre templos sagrados, admirables por las líneas y adornos de su construcción. Los más eminentes artistas rivalizaban en quién de ellos haría la más hermosa y expresiva imagen de Francisco o de sus hechos, tanto en pintura y escultura, como en las obras de tallado y de taracea.


A la iglesia de Santa María de los Ángeles, en la planicie desde la que Francisco, «pobre y humilde, aunque rico en tesoros celestiales» subió a los cielos, lo mismo que al glorioso Sepulcro, en la colina de Asís, acuden y se reúnen peregrinos de todas partes, ya individualmente, ya en grupos, con el propósito sea de rendir honor a la memoria de tan gran varón y recibir beneficios espirituales, sea de admirar las imperecederas obras de arte.


Además, al santo de Asís cantó, como ya hemos dicho, el poeta por excelencia, Dante Alighieri; y no faltaron después quienes ensalzaron al Santo, honrando las letras italianas o extranjeras.


18. Los escritos de san Francisco


Pero especialmente en nuestro tiempo, al investigarse más detenidamente por los eruditos los documentos franciscanos, publicarse numerosísimas obras en distintos idiomas y despertarse el ingenio de los entendidos que se han interesado en sus obras y en su alto valor, se apoderó de nuestros contemporáneos una enorme admiración por Francisco, si bien no siempre recta.


Así, algunos se detuvieron a admirar en él al hombre que, por una nativa claridad mental, es maestro en expresar poéticamente las emociones del espíritu, y su famoso Cántico hizo las delicias de la posteridad erudita, que veía en él un antiquísimo ensayo de la naciente lengua vulgar.


Otros quedaron admirados por su amor a la naturaleza, que no sólo se conmueve ante la majestad de las cosas inanimadas, ante el fulgor de los astros, la belleza de los montes y valles de Umbría, y la hermosura de los animales, sino que, como el Adán inocente en medio del paraíso terrenal, les habla a los animales y los tiene sujetos a sus mandatos, como si estuviera unido a ellos por una íntima hermandad.


Otros ensalzan su amor a la patria, porque a él le debe nuestra Italia, que se gloría del venturoso honor de haber sido su cuna, una fuente de beneficios, más copiosa que la de cualquier otro país.


Otros, en fin, lo celebran por aquella su verdaderamente singular comunidad de amor, que une a todos los hombres.


19. El santo integral


Todo esto es verdadero, pero secundario, y debe ser bien entendido, porque quien se detenga ante eso como la cosa más importante, y quiera cambiar su sentido para justificar su propia molicie o excusar sus falsas opiniones o sostener algún prejuicio suyo, estropea sin duda la imagen genuina de Francisco. Pues el Francisco integral, que el pueblo cristiano más debe imitar que admirar, está en aquella universalidad de heroicas virtudes que hemos tocado y de que volveremos a ocuparnos; está en aquella austeridad de vida y en su predicación a penitencia; en aquella acción múltiple y sacrificada en la reforma de la sociedad. El que fue heraldo de tan gran Rey, quiere a los hombres conformes con la vida evangélica y con el amor a la Cruz, y no sólo amantes y enamorados de las flores, las aves, los corderos, los peces, y las liebres.


Y si él mismo pareció dejarse llevar por el más tierno amor hacia las creaturas, y «por más pequeñas que fueran» las llamaba «con el nombre de hermano y hermana» -amor que, por lo demás, si no se sale del debido orden no está prohibido por ninguna ley-, era movido a amarlas tan sólo por el amor de Dios, porque «sabía que todas ellas tenían con él un mismo principio» (LM 8,6), y porque veía en ellas la bondad de Dios, ya que «por las huellas impresas en las cosas sigue dondequiera al Amado, hace con todas una escala por la que sube hasta su trono» (2 Cel 165).


20. San Francisco, luz de su patria


Por lo demás, ¿qué puede prohibir a los italianos que se gloríen del Italiano, llamado en la misma liturgia eclesiástica con el nombre de «luz de la Patria»? (Breviario de los Hermanos Menores). ¿Qué impide a los varones estudiosos que hablen del amor de Francisco a todos los hombres, especialmente a los pobres? Los unos, empero, deben guardarse del amor inmoderado hacia la propia patria, de presentarlo como signo e índice de este apasionamiento nacional, con lo cual menguarían su condición de «varón católico». Los otros guárdense de levantarlo como precursor y patrono de errores, de los cuales estuvo tan lejos como el que más. Todos éstos, que, no sin piedad, se placen en estas alabanzas accidentales al santo de Asís y trabajan por preparar en su honor el solemne centenario, quiera Dios que, así como son dignos de reconocimiento, así con motivo de este fausto suceso hallen en él un gran estímulo para observar más diligentemente la imagen verdadera de este imitador máximo de Cristo, y para emular con él en sus mayores gracias.


21. Las solemnidades a celebrarse


He aquí, Venerables Hermanos, la causa de nuestra alegría, que reside en el hecho de que con el consentimiento unánime de todos los buenos se están preparando solemnidades sagradas y profanas para recordar a este santo Patriarca en el séptimo centenario de su muerte; solemnidades que se preparan en todo el mundo, y de un modo especial en estas regiones, que en vida honrara con su presencia, con la luz de su santidad y la gloria de sus milagros. Y observamos con mayor alegría que en esto vosotros precedéis a vuestro clero y a vuestra grey.


Sabemos, lo vemos, puede decirse con nuestros propios ojos, que ya ahora grandes multitudes de peregrinos, para honrarle, se llegan hasta Asís y los santuarios próximos, a través de los verdes paisajes de Umbría, o de los escarpados montes del Alverna, o por las sagradas colinas que llevan a Rieti. Y es imposible que después de la visita a estos lugares, en que todavía parece respirarse el espíritu de Francisco y sus virtudes para que las imitemos, es imposible, decimos, que éstos regresen a sus hogares sin estar más compenetrados del espíritu franciscano.


Pues -para usar las palabras de León XIII- «acerca de los honores que en san Francisco se acumulan, hay que establecer que serán gratos a aquel a quien van ofrecidos siempre que sean fructuosos a aquellos que los ofrecen. En esto está el fruto sólido y duradero: en que los hombres admiren la excelencia de su virtud, y saquen además algún ejemplo y se preocupen con su imitación por hacerse mejores» (Encíclica, Auspicato).


22. San Francisco, modelo para la reforma de los hombres y de la sociedad


Tal vez alguno diga que para restaurar la sociedad cristiana hoy necesitamos entre nosotros otro Francisco. Con todo, haced que los hombres, con celo renovado, tomen al antiguo Francisco por maestro de piedad y de santidad; haced que lo imiten y reproduzcan en sí los ejemplos que él nos dejó, como el que era, «espejo de virtudes, camino de rectitud, y regla de costumbres» (Breviario de los Hermanos Menores). ¿No tendría esto tanta virtud y eficacia que bastara para sanar y cortar la corrupción de nuestro tiempo?


23. Exhortación a la Orden Primera


Es necesario pues que, en primer lugar, reproduzcan en sí la insigne imagen del padre fundador sus numerosísimos hijos de las tres órdenes: las cuales, estando «establecidas en todo el orbe -como escribía Gregorio IX a santa Inés, hija del rey de Bohemia-, hacen que cada día el Omnipotente en ellas sea glorificado de muchos modos» (Ep. De conditoris omnium, 9-V-1238). Y al felicitar vivamente a los religiosos de la Orden Primera, que denominamos con el nombre de franciscanos, porque a través de indignas vejaciones y contratiempos, como el oro sólido del crisol, renacen cada día más a su antiguo esplendor, deseamos en el alma que con el ejemplo de su penitencia y humildad clamen de nuevo con más vehemencia contra la tan difundida concupiscencia de la carne y contra la soberbia de la vida. Que atraigan siempre al prójimo hacia los preceptos evangélicos, lo cual lo obtendrán menos difícilmente si guardaren hasta la perfección aquella santa Regla que su fundador llamaba «libro de la vida, esperanza de salvación, médula del Evangelio, camino de perfección, llave del paraíso, pacto de alianza eterna» (2 Cel 208).


No deje nunca el Seráfico Patriarca de cuidar y favorecer desde el cielo la mística viña que él mismo plantara con sus manos; y que con la savia y jugo de la caridad fraterna nutra y fortalezca sus tupidos sarmientos, de manera que, hechos todos «un solo corazón y una sola alma», se apliquen con diligencia a la renovación de la familia de Cristo.


24. Exhortación a la Segunda Orden


Y las vírgenes sagradas de la Orden Segunda, «partícipes de la vida angelical esclarecida por Clara», como lirios plantados en el huerto del Señor, continúen agradando a Dios con el perfume y el níveo candor de sus almas. Por las cuales oraciones sucede que muchos se acogen a la clemencia de Cristo Señor, y se acrecientan las alegrías de la Madre Iglesia por los hijos restituidos a la divina gracia y a la esperanza de eterna salvación.


25. Exhortación a la Tercera Orden


Y finalmente apelamos a los Terciarios, que conviven agrupados o dispersos en el mundo, a fin de que se afanen en apresurar el acrecentamiento de la vida espiritual del pueblo cristiano. El cual apostolado, si una vez hizo que Gregorio IX los llamara dignamente soldados de Cristo y nuevos Macabeos, puede hoy muy bien ser de igual importancia para la salvación de todos, siempre que los mismos, así como crecieron en número por todo el globo terrestre, también, revestidos con el espíritu de su padre Francisco, pongan por sobre todo la inocencia e integridad de costumbres.


26. Los obispos y la difusión de la Tercera Orden


Lo que escribieron nuestros predecesores León XIII en su cartaAuspicato y Benedicto XV en su encíclica Sacra propediem, significando a todos los obispos del mundo católico lo que les sería sumamente grato, eso mismo, Venerables Hermanos, esperamos Nos del celo pastoral de todos vosotros: es decir, que favorezcáis de todas las maneras a la Orden Tercera franciscana, enseñando a vuestra grey -ya por vosotros mismos, ya por medio de sacerdotes cultos y dignos en el ministerio de la palabra-, cuál es el objeto de esta Orden de hombres y mujeres seglares, cuánto debe ser estimada, cuán abierto está el camino para el ingreso a esta Orden, cuán fácil es la observancia de sus santas leyes, de qué gran abundancia de privilegios gozan estos terciarios; en fin, cuán grandes utilidades redundan de la Tercera Orden sobre los individuos y sobre la comunidad.


A los que aún no hayan dado su nombre a esta preclara milicia, persuadidlos vosotros a que este año lo den. Aquellos, a quienes por su edad aún no les es permitido, inscríbanse como cordígeros o futuros candidatos, o bien váyanse acostumbrando desde niños a esta santa disciplina.


27. Salutación final


Puesto que con estos saludables acontecimientos que tan frecuentemente nos es dado celebrar, parece que Dios quiera que nuestro pontificado no pase sin haber otorgado al pueblo católico los frutos más gratos, vemos ante nuestros ojos con gran alegría que se está preparando este solemne centenario de Francisco, que «en su vida reparó el templo, y en sus días fortificó el santuario» (Eclo 50,1); y lo vemos con tanta mayor alegría, cuanto que desde la flor de la edad le hemos venerado en religión como a patrono, y porque desde hace tiempo hemos recibido piadosamente las insignias de la Orden Tercera y somos contados en el número de sus hijos. En este año, pues, en el séptimo centenario de su muerte, que por su intercesión fluyan sobre el orbe católico y sobre nuestra gente beneficios tales, que este sea un año para siempre memorable en la historia de la Iglesia.


En tanto, con la gracia de Dios, os impartimos, Venerables Hermanos, nuestra bendición apostólica, a vosotros y a vuestro clero y pueblo, como augurio de celestiales dones y como testimonio de nuestra paternal benevolencia.


Dada en Roma, junto a San Pedro, el día 30 de abril del año 1926, quinto de nuestro pontificado.

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