Penitencia segun San Francisco Kajetan Esser
Si se les preguntaba a los primeros compañeros de san Francisco de qué Orden eran, «decían sencillamente que eran los penitentes de la ciudad de Asís».[1] Y cuando Francisco, ya en el ocaso de su vida, quiere dar una síntesis de su experiencia religiosa, dice lacónicamente: «El Señor me concedió a mí, el hermano Francisco, que comenzase así a hacer penitencia...» (Test 1). También santa Clara atestigua en su Regla, cap. 6: «Después que el altísimo Padre celestial con su gracia se dignó iluminar mi alma para que, tras el ejemplo y las enseñanzas de nuestro beatísimo Padre san Francisco, yo hiciese penitencia, poco después de su conversión, de buena gana le prometí obediencia juntamente con mis hermanas» (TestCl 6,1). Y en su Testamento repite casi las mismas palabras. Finalmente, el «propositum» o la primera regla de la Tercera Orden llama a los miembros de esta fraternidad: «Hermanos y hermanas de la penitencia».[2]
Estos testimonios podrían sugerir la idea de que Francisco con sus seguidores quisieran formar una asociación que tuviese como fin específico el de la «penitencia» en el sentido que el uso corriente daba a la palabra, como si, en su vida, ocupasen el primer lugar los ayunos, disciplinas, flagelos, cilicios y otros castigos corporales. Todo esto no se adapta a la configuración espiritual de san Francisco que conocemos bien por sus escritos y por los testimonios de sus primeros biógrafos.[3] Por ello es conveniente examinar qué sentido quiso darle él en sus escritos, que para nuestro estudio tienen un valor único, a la palabra «penitencia», y conocer así la misma doctrina de san Francisco sobre este tema. He dicho intencionadamente la doctrina porque ya el primer biógrafo del Santo, Tomás de Celano, hizo notar que Francisco, en su propio comportamiento penitencial, seguía una línea de rigor notablemente diversa de las directrices que daba a los Hermanos: «Sólo en esta lección anduvieron discordes las palabras y las obras del santísimo Padre» (2 Cel 129).
1. Ciertamente san Francisco usa dicha palabra para designar el sacramento de la penitencia, la confesión; así, por ejemplo, en el cap. 20 de la Regla no bulada y al final de la Carta a todos los Fieles, donde habla del moribundo impenitente (cf. Adm. 22 y 23). Estos fragmentos diseñan las partes esenciales del sacramento de la confesión, es decir: la aversión interior al pecado, obtenida por la contrición, que se manifiesta externamente en la conversión con la confesión del pecado, y es sancionada con una congruente satisfacción.
2. Algunas veces, con el término penitencia se designa la obra de satisfacción que el confesor impone al penitente. Este es el sentido que Francisco le da al asegurar a los hermanos que «serán sin duda alguna absueltos de sus pecados, si procuran cumplir humilde y devotamente la penitencia que les haya sido impuesta» (1 R 20,2); o cuando quería prescribir en la Regla que los sacerdotes «no tengan en absoluto potestad de imponer otra penitencia sino ésta: Vete, y no quieras pecar más (cf. Jn 8,11)» (CtaM 20). Lo mismo entiende Francisco en la Regla bulada en estas palabras: «Y los ministros mismos, si son presbíteros, con misericordia impónganles penitencia» (2 R 7,2).
3. Pero además, Francisco utiliza con frecuencia el término penitencia en un sentido que, sin excluir del todo los dos significados estudiados hasta ahora, es mucho más amplio y encierra muchas más implicaciones. Tomemos como ejemplo más significativo un fragmento de la Regla no bulada: «Y te damos gracias porque ese mismo Hijo tuyo vendrá en la gloria de su majestad a enviar al fuego eterno a los malditos, que no hicieron penitencia y no te conocieron, y a decir a todos los que te conocieron y adoraron y te sirvieron en penitencia: Venid, benditos de mi Padre, recibid el reino que os está preparado desde el origen del mundo».[4] Es evidente la referencia que hacen estas palabras a la grandiosa parábola del Señor narrada en el capítulo 25 del Evangelio según Mateo. En estas palabras, Francisco, hablando del juicio final, condensa la enumeración de las llamadas obras de misericordia corporales con la brevísima y sentenciosa expresión: «¡hacer penitencia!». Por eso, «hacer penitencia» quiere decir conocer a Cristo y servirlo en los más pequeños de los hermanos. Ahora sabemos por qué, en la Carta a los Fieles, donde san Francisco les exhorta con las palabras del Evangelio: «Hagamos también frutos dignos de penitencia», se asume como fruto eminente, en la frase que sigue, el amor al prójimo y, sobre todo, el amor al antipático y al enemigo. Algo semejante sucede también en el Testamento, donde Francisco recuerda que comenzó así «a hacer penitencia», porque el Señor lo condujo entre los leprosos y los más míseros de entre los prójimos (cf. 1 R 9). Aquí se vuelve ya muy claro que para él «hacer penitencia» significa aquel vuelco que lleva al hombre desde una vida instintiva, centrada sobre el propio «yo», a una vida enteramente sujeta y abandonada a la voluntad, al señorío de Dios. Precisamente el Testamento del Santo documenta en casi todos sus versículos esta sumisión al Señorío de Dios: «el Señor me dio», «el mismo Señor me condujo», «el Señor me dio hermanos», «el Altísimo mismo me reveló», «el Señor me ha dado», etc., confirmando así que Francisco, hasta el final de su vida, se mantuvo bajo el signo de la gracia inicial en el «hacer penitencia».
Si nos acordamos de la sagrada Escritura, de aquel pasaje en que el amor al prójimo es equiparado al amor de Dios y concluye: «Sobre estos dos mandamientos se funda toda la ley y los profetas» (Mt 22,40), tenemos un panorama completo de lo que Francisco entendía por penitencia en los pasajes citados.
El sentido coincide con la predicación del Precursor de Cristo que exhortaba a la metánoia, es decir, a la conversión total del hombre y a seguir en todo los quereres del Señor, o sea, en sentido bíblico, el camino del Señor (Mt 3,2); una «conversión» en el sentido literal de la palabra, porque se acerca el reino de Dios. Penitencia significa aquí la totalidad de la voluntad y de las acciones que son necesarias para que el hombre, corrompido por el pecado, vuelva al camino de Dios. Y puesto que nos hemos alejado de Dios, es necesario que siempre llevemos a cabo de nuevo un cambio grande y estable. Francisco sabía bien que al hombre no le faltaría nunca el incentivo del pecado, terrible condición de vida humana; por eso él que, como hombre formado por la sagrada Escritura,[5] sentía la vida cristiana como una vocación perpetua de seguir los caminos del Señor, llamaba a toda la vida verdaderamente cristiana una penitencia incesante.[6] Esta penitencia, como metánoia evangélica, debe ser la actitud fundamental primeramente de todo seguidor de san Francisco en su amplia y multiforme fraternidad.
4. En su opúsculo «Exhortación a los hermanos y a las hermanas de penitencia» [= 1CtaF], casi desconocido hasta ahora, pero ciertamente más antiguo que la llamada «Carta a todos los Fieles» [2CtaF], con la que tiene gran afinidad, san Francisco muestra la bienaventuranza «de aquellos hacen penitencia» y la miseria «de aquellos que no hacen penitencia». Los que hacen penitencia son «todos aquellos que aman al Señor con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente, con todas las fuerzas, y aman a sus prójimos como a sí mismos, y odian a sus cuerpos [el propio 'yo'] con sus vicios y pecados, y reciben el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo, y hacen frutos dignos de penitencia» (1CtaF I,1-4). Con estos elementos tenemos un programa esencial para una vida auténticamente cristiana.
El hombre cristiano, como penitente, debe dejar todos los caminos de su propio «yo», debe estar abierto al amor de Dios y del prójimo. Está vacío de sí mismo y presto para recibir -S. Francisco diría: concebir- la plenitud de Dios. Por eso, el Santo prosigue en su exhortación: «Oh cuán dichosos y benditos son ellos y ellas mientras hacen tales cosas y en tales cosas perseveran, porque sobre ellos reposará el Espíritu del Señor (cf. Is 11,2) y en ellos hará habitación y morada (cf. Jn 14,23)» (1CtaF I,5-6). Cuando el penitente ha desocupado todo su corazón de sí mismo, de todo lo que no se ajusta con la voluntad, con el agrado de Dios, se establece un lugar libre para un querer, un pensar, un gustar que en todo está lleno del Espíritu del Señor. Porque este hombre es guiado por el Espíritu (Rom 8,14), Francisco puede añadir: «y son hijos del Padre celestial, cuyas obras ellos hacen» (1CtaF I,7). Como hijo del Padre celestial en este sentido el penitente es el hombre nuevo, el hombre según Cristo. En su vida se realizan relaciones completamente nuevas entre Cristo y su seguidor. Estas relaciones son reveladas en su íntima realidad cuando Francisco prosigue: «... y son esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo. Somos esposos cuando el alma fiel es unida por el Espíritu Santo a nuestro Señor Jesucristo. Somos sus hermanos cuando hacemos la voluntad del Padre que está en los cielos (Mt 12,50); madres, cuando lo llevamos en el corazón y en nuestro cuerpo por el amor divino y por una conciencia pura y sincera: y lo damos a luz por medio de obras santas, que deben iluminar a los otros como ejemplo» (1CtaF I,7-10).
En estas palabras, la realidad cristiana de la vida penitencial alcanza su desarrollo más alto. El hombre en quien el Espíritu del Señor ha vencido todo el egocentrismo en una total conversión a Dios, conquista en grado máximo la plenitud de Dios. Vive en la intimidad de la santísima Trinidad, en una relación viva de una profundidad inexpresable, de la que dice san Antonio que es una penitencia nupcial (Sermo moralis de tribus nuptiis). El penitente que ha superado, dentro de lo posible, todo obstáculo y alejado toda solicitud e inquietud de este mundo (1CtaF II,5), es absorbido enteramente por el movimiento de amor que tiene origen en Dios. A él vendrá el omnipotente Dios Padre e Hijo y Espíritu Santo (cf. Jn 14,23).
Por ello, san Francisco concluye su explicación con un júbilo desbordante: «¡Oh cuán glorioso, santo y grande es tener un Padre en los cielos! ¡Oh cuán santo, consolador, bello y admirable, tener un tal esposo! ¡Oh cuán santo y cuán amado, placentero, humilde, pacífico, dulce, amable y sobre todas las cosas deseable, tener un tal hermano y un tal hijo: Nuestro Señor Jesucristo!, quien dio la vida por sus ovejas y oró al Padre diciendo: Padre santo, guarda en tu nombre a los que me has dado en el mundo; tuyos eran y tú me los has dado. Y las palabras que tú me diste, se las he dado a ellos, y ellos las han recibido y han creído de verdad que salí de ti, y han conocido que tú me has enviado. Ruego por ellos y no por el mundo. Bendícelos y santifícalos, y por ellos me santificó a mí mismo. No ruego sólo por ellos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, han de creer en mí, para que sean santificados en la unidad, como nosotros. Y quiero, Padre, que, donde yo esté, estén también ellos conmigo, para que vean mi gloria en tu reino» (1CtaF I,11-19).
Este mosaico, bien compuesto por palabras tomadas del Evangelio según san Juan, vuelve muy claro que la «vida de penitencia» es correspondencia plena a la acción redentora de Cristo. El penitente debe estar inmerso muy profundamente en esta salvación que le ha sido dada por Dios en Jesucristo. Cuanto más él se abre a la gracia redentora para ser penetrado por ella, tanto más se olvida a sí mismo y se une en el amor con Dios Padre y con su Hijo. Ya desde ahora ve la gloria de Cristo y del cristiano redimido en el Reino de Dios.
Aquí nos encontramos frente a la culminación de la conversión evangélica, de la metánoia predicada por el Señor y por su Precursor; por ella, el penitente, bendecido y santificado por Dios, se pierde en Él hasta olvidarse de sí mismo; es como una creación y redención renovada; por ella, en virtud de la gracia, el penitente vive tendido hacia aquella plenitud en la que Dios, en su Reino, lo será todo para él, eternamente.
En el capítulo segundo de su exhortación, Francisco se dirige a «todos aquellos y aquellas que no viven en penitencia», de los cuales afirma: «Están ciegos, porque no ven la luz verdadera, nuestro Señor Jesucristo. No tienen sabiduría espiritual, porque no tienen al Hijo de Dios, que es la verdadera sabiduría del Padre» (1CtaF II,7-8). Estas palabras revelan la misma realidad, pero vista bajo otro aspecto. Porque todas las cosas que faltan a los «no-penitentes» pertenecen obviamente a la vida religiosa del penitente, que ve la luz verdadera, nuestro Señor Jesucristo, y tiene en sí mismo al Hijo de Dios, que es la sabiduría verdadera del Padre.
Cuanto más estima Francisco, con corazón jubiloso, la gloria y esplendor de la «vida en penitencia», tanto más se preocupa de la suerte de los «no-penitentes». Por esto, cambiando el estilo de su exhortación, hace como una predicación dirigida inmediatamente a ellos: «Ved, ciegos, engañados por vuestros enemigos, por la carne, el mundo y el demonio, que es dulce para el cuerpo (o sea: para el propio «yo») cometer el pecado y le es amargo hacerlo servir a Dios; porque todos los vicios y pecados salen y proceden del corazón de los hombres, como dice el Señor en el Evangelio (cf. Mc 7, 21). Y nada tenéis en este mundo ni tampoco en el futuro. Y pensáis poseer por mucho tiempo las vanidades de este siglo, pero estáis engañados, porque vendrá el día y la hora en los que no pensáis, y no sabéis e ignoráis; el cuerpo enferma, la muerte se acerca y así el miserable muere de muerte amarga... Los gusanos devoran el cuerpo, y así aquellos perdieron el cuerpo y el alma en este mundo breve, e irán al infierno, donde serán atormentados sin fin» (1CtaF II,11-18)
Como es frecuente en él, Francisco habla también aquí de la salvación de los penitentes y de la desdicha de los «no-penitentes». Para estos valen las palabras de otra predicación penitencial de san Francisco: «¡Ay de aquellos que no mueren en penitencia, porque se convertirán en hijos del demonio, cuyas obras hacen, e irán al fuego eterno!» (1 R 21,8); a los penitentes, por el contrario, el Santo les hace la promesa: «¡Bienaventurados los que mueren en penitencia, porque estarán en el reino de los cielos» (1 R 21,7).
Concluyendo, podemos decir: la penitencia que san Francisco pretende, y la que él mismo vive heroicamente, es aquel desapego total de sí mismo que el Señor pide en el Evangelio diciendo: «Quien quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome cada día su cruz y sígame» (Mt 16,24). Por tanto, quien quiere «hacer penitencia», o sea, realizar la metánoia evangélica, es invitado siempre, más aún, cada día, por el mismo Señor a renunciar al amor a sí mismo, al propio querer, a la búsqueda de sí mismo, para recorrer Su camino, el camino de Aquél que, como hermano nuestro, deseaba sólo cumplir la voluntad del Padre. «Hacer penitencia» quiere decir abandonar todos los caminos humanos y dejarse insertar plenamente en la economía de la salvación que Dios realiza en la creación, redención y perfeccionamiento del hombre mediante Cristo. El penitente, con agradecimiento, se pone a disposición de Dios, para que, libre de todo impedimento, es decir, de toda voluntad humana perversa, pueda «tener en sí mismo al Hijo de Dios» (CtaF), y, con Él, obrar plenamente a favor de la humanidad. Por esto, san Francisco, el verdadero pobre según el Evangelio, amonesta a sus seguidores: «Por consiguiente, nada de vosotros retengáis para vosotros, a fin de que os reciba todo enteros el que se os ofrece todo entero» (CtaO 29). Este es el misterio de la penitencia evangélica: el hombre se expropia en las manos de Dios para pertenecer completamente a Él, para ser totalmente asumido por Él, el Señor, que «nos creó, nos redimió y por sola su misericordia nos salvará» (1 R 23,8).
Quien se despoja de sí mismo para seguir los caminos del Señor -y esto quiere decir metanoein- y así pertenecer sólo a Dios en una conversión sincera y continua, posee «la verdadera sabiduría espiritual», porque vive sólo para Dios y, de esta forma, responde a la exigencia fundamental de la predicación de Jesús: «El reino de Dios está cerca; haced penitencia y creed al Evangelio» (Mc 1,15; cf. 1 R 21); cuando el hombre, pues, se abre con agradecimiento a la acción redentora, se instaura el reino de Dios. Cuando el hombre se inclina ante la ineluctable exigencia de Dios sobre toda su vida, el reino de Dios se manifiesta en la realidad.
Para san Francisco, en el «hacer penitencia» se contiene el núcleo de toda su vida. Y todos los penitentes, en su «triple milicia de los que han de ser salvados» (1 Cel 37), que quieren lanzarse audazmente a la «vida de penitencia», deben, en un acto supremo de pobreza, abandonarse sin reservas a Dios. A todos estos les queda una sola preocupación, bien formulada por el mismo Francisco: «Pero ahora, después que hemos dejado el mundo, ninguna otra cosa tenemos que hacer sino seguir la voluntad del Señor y agradarle a Él» (1 R 22,9).
El Greco: La estigmatización de S. Francisco
N O T A S:
[1]Leyenda de los Tres Compañeros, 37; ed. Desbonnets, en Arch. Franc. Hist. 67 (1974) 117: «... simpliciter tamen confitebantur quod erant viri poenitentiales de civitate Assisii oriundi».
[2]G. G. Meersseman, Dossier de l'Ordre de la pénitence au XIII siècle, Friburgo (Suiza) 1961, 92: Memoriale propositi fratrum et sororum de Poenitentia...; cf. n. 21: «... tengan un varón religioso instruido en la palabra de Dios que los amoneste y conforte a la perseverancia en la penitencia y a hacer obras de misericordia»; n. 22: «Los ministros visiten a los enfermos y exhórtenlos a la penitencia».
[3] Adm 10 y 14; CtaF; CtaM; 2 Cel 22, 129, 210, 211; TC 59.
[4] 1 R 23,4; cf. todo el análisis de este capítulo, importantísimo para la doctrina penitencial de S. Francisco, en K. Esser - E. Grau, Riposta all'Amore, Milán 1970, 12-24.
[5] Cf. La Sacra Scrittura e i Francescani, Roma-Jerusalén 1973, 19-47.
[6] 1 R 21; cf. 1 R 12,4: «... una vez que le haya sido dado el consejo espiritual, que ella haga penitencia donde quiera»; 1 R 23,7: «... humildemente les rogamos y suplicamos todos nosotros, los hermanos menores, siervos inútiles (Lc 17,10), que todos perseveremos en la verdadera fe y penitencia, porque de otra manera ninguno puede salvarse»; Testamento 26: «... y cuando en algún lugar no sean recibidos, huyan a otra tierra para hacer penitencia con la bendición de Dios»; 1CtaCus 6: «Y en toda predicación que hagáis, recordad al pueblo la penitencia...».
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