26051973 Pablo VI al Capitulo General OFM

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26 de mayo de 1973: Carta de Pablo VI a Constantino Koser, Ministro general, con motivo del Capítulo General OFM

Al amado hijo Constantino Koser,

Ministro General de la Orden de Hermanos Menores

Puesto que en fecha próxima se va a celebrar en Madrid el Capítulo general de la Orden de Hermanos Menores, nos parece oportuno dirigir a esa asamblea y a todos los miembros de la misma Familia Franciscana la presente Carta, la cual quiere ser como nuestra propia voz, que conforte vuestros ánimos, os exhorte y oriente. Ciertamente esta reunión viene a ser «como una asamblea general que agrupa a hombres de todas las partes del mundo bajo una sola forma de vida» (2 Cel 192), y por ello es un acontecimiento de gran importancia para la vida de un Instituto tan ampliamente difundido. Con razón, pues, queremos haceros partícipes de la «preocupación por todas las Iglesias» (2 Cor 11,28) que nos apremia.

No creemos necesario repetir, en esta ocasión, las enseñanzas tan sabias y saludables del Concilio Vaticano II en torno a la renovación de la vida religiosa y que Nos mismo, guiado por sus normas, propusimos en la Exhortación Apostólica Evangelica Testificatio. En efecto, bien persuadido estamos de la favorable acogida que habéis dispensado a dichas instrucciones, así como del esfuerzo que habéis realizado y aún hoy día realizáis por llevarlas a la práctica, en la medida de vuestras fuerzas. Animado de tales sentimientos, Nos es grato ratificar lo que ya expresamos a los miembros del anterior Capítulo general de Asís, al término de su celebración, a saber, que constituyen un honor para la Iglesia la difusión de esa Orden por todo el mundo, los ejemplos de su vida evangélica y el apostolado emprendido con tan gran celo (AAS LIX, 1967, p. 782; Ecclesia del 15-VII-67).

Queremos más bien plantearnos con vosotros la cuestión de cuál sea, en la actualidad, la misión, cuál la vocación de vuestra Familia, con el propósito de guiaros hacia la respuesta que desea la Iglesia. Ella, en efecto, en estos nuestros tiempos perturbados, desea muy ardientemente y con solícito cuidado procura que los Institutos religiosos «crezcan y florezcan según el espíritu de sus Fundadores» (Lumen Gentium, 45). Así pues, que san Francisco, el Padre legislador, tal como se refiere lo hiciera en otra ocasión, ya en el comienzo mismo de vuestras sesiones esté en cierto modo presente junto a vosotros, de pie, a la puerta del Capítulo, bendiciéndoos a todos y a cada uno en particular: ¡Dirigid a él vuestras miradas! (LM 4,10).

Lo que la madre Iglesia os pide, y siempre os pidió en tiempos pasados, se resume en esta sola frase: «Seguid las huellas de Cristo» (1 Pe 2,21). ¿No es verdad que a tal seguimiento se reduce la maravillosa doctrina y ejemplo de vida que os ofrece san Francisco, quien «pospuesta toda apariencia de singularidad y de jactancia» (2 Cel 144), se entregó por completo a Cristo y, en el monte Alverna, alcanzó como la cúspide de dicha donación, de tal suerte que podía decir con el apóstol san Pablo: «Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo?» (Gál 6,14). Así que «¡mirad y obrad según el ejemplar que os ha sido mostrado en el monte!» (Éx 25,40). Cuanto más fielmente reproduzca vuestra vida la imagen del Salvador, virgen, pobre y obediente, tanto más perfectamente atestiguará la salvación por Él conseguida y hará partícipes de la misma a las almas.

Esta verdad fundamental, como suele suceder con el correr de las cosas, se desfigura a veces de formas diversas. Bien lo sabéis vosotros por la experiencia de la historia plurisecular de vuestra Orden: siempre que la vida franciscana se fue apartando de esta senda, se convirtió en ruina lo que debía haber sido ejemplo para todos (cf. San Buenaventura, Opusc. XIX, Epist. 2, n. 1; Opera omnia, VIII, p. 470). Más aún, lo que san Buenaventura afirma en un sentido general, es decir, que la verdad puede quedar postergada con el tiempo pero que es preciso se restablezca (cf. Comment. in Ev. Luc. 21, n. 23), puede muy bien aplicarse a vuestra historia particular. Es muy de desear, pues, que dicho principio recobre también en la actualidad, en cuanto sea necesario, toda su eficacia, ya sea en el modo de pensar y de obrar, ya en vuestras declaraciones y proyectos, ya en la renovación de las leyes.

Pero la fidelidad en el seguimiento de Cristo exige necesariamente otra: la fidelidad a la Iglesia. Tal relación media entre ambas, que de la una puede deducirse la otra. Por esta razón, san Francisco, «integérrimo en la fe católica», mandó a sus hermanos que siguieran las venerables huellas de la santa Iglesia Romana, la cual, a su vez, ante cualquier dificultad surgida, ha velado por mantener en los mismos hermanos los lazos de la caridad y de la paz (2 Cel 8 y 24). Como resultado de ello, la vida y la acción franciscanas han discurrido a semejanza de un río «que alegra la ciudad de Dios» (Salmo 45,5): baste recordar a este propósito las extraordinarias iniciativas realizadas con tanto acierto, la evangelización del pueblo, las obras sociales y caritativas, esa fuerza de atracción que transciende los límites de vuestro Instituto. Sentido de Iglesia y servicio a la misma: he ahí, pues, vuestra vocación primigenia y propia. Dicha vocación, empero, quedaría falsificada y seríais infieles a la misma, si solamente la considerarais como un hecho pasado. Al contrario, es necesario que esté siempre «en acto», es decir, debéis ahora mismo ofrecer este obsequio a Dios, «que os llama» (1 Tes 5,24): asumir los servicios y las tareas que hoy día os reclama la Iglesia.

En los tiempos en que vivimos se requiere mucho valor sobre todo para anunciar la verdad. ¿No hay por ventura aquí y allá quienes «pretenden trastocar el Evangelio de Cristo?» (Gál 1,7). Así mismo, por instigación de no pocos hombres con quienes se convive, va infiltrándose una cierta creencia según la cual la obediencia a la recta fe y la diligencia en el bien obrar no contribuyen ya a promover la comunión eclesial, sino que se oponen a la libertad, que se interpreta mal. Ante tal situación, tome conciencia cada Hermano Menor -Nos así lo confiamos sinceramente- «de que ha sido puesto para defender el Evangelio» (Flp 1,16). Que ningún miembro de esa Familia se deje seducir por los halagos de la popularidad, tan voluble y vana; que nadie siga cobardemente esa tendencia, hoy de moda, a conformarse al mundo.

Y si todos los regenerados por el bautismo «tienen el deber de confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios por medio de la Iglesia» (Lumen Gentium, 11), cuánto más estrictamente obligados a ello estáis vosotros, ya que san Francisco os ha prescrito a todos sin distinción la observancia del siguiente mandato: «Obedeced a la voz del Hijo de Dios... porque por esa razón os ha enviado al mundo entero, para que de palabra y de obra deis testimonio de su voz» (CtaO 6-9).

Inflámense, pues, vuestros corazones en el celo de la propagación del «Evangelio de la paz» (Ef 6,15), lo que ciertamente no puede llegar a ser realidad si no «permanece en vosotros la verdad del Evangelio» (Gál 2,5). Estáis persuadidos, sin duda, de que este fausto mensaje no se difunde sólo con «palabras, sino también con poder y con el Espíritu Santo, con plena persuasión» (1 Tes 1,5). Por consiguiente, contemplando los preclaros ejemplos de vuestros antepasados, es necesario que os halléis presentes en el mundo con esa bondad que hace posible el que se ponga claramente de manifiesto la íntima relación existente entre Cristo y la Iglesia, ya que ésta es la que hace visible, aplica y continúa la obra del Redentor. Estén prontos, para el servicio de esta comunidad eclesial, religiosos de entre vosotros que, adornados de las convenientes dotes de espíritu y de mente, con su celo pastoral y ejemplo de vida y, además, con plena confianza en la acción del Espíritu Santo, arrastren al pueblo al seguimiento de Cristo pobre.

Los hombres no piden de vosotros que os conforméis ambiguamente con el sentir del mundo; os exigen más bien que les mostréis la sublimidad de vuestra vida, para que, viéndola, empiecen a dudar de la suya y busquen la ciudad futura (Heb 13,14). Pues aún ahora, los hombres buscan con ansia, desde lo más profundo de su ser, un algo absoluto que trasciende lo creado; aún hoy, por medio de toda la creación, regenerada por Cristo (Col 1,19ss.) y que nos habla de Dios, pueden ellos ser guiados hacia Él. Así san Francisco infundió a vuestro estado de vida religiosa esta singular característica: que el mundo pueda ser transformado hasta tal grado, que al trabajo llegue a llamarse gracia, y hermana aún a la muerte misma.

Así pues, al anunciar el Evangelio, conceded la primacía a la doctrina contenida en el sermón de las Bienaventuranzas, según la cual la pobreza se convierte en riqueza, el llanto en gozo, la humildad en exaltación (Lc 6,20-23). Del mismo modo, aunque no falten la fragilidad y la malicia humanas, por vuestra parte acentuad el bien y tratad de promoverlo, de manera que por fin, en todo y en todos, ocupe el primer puesto y brille la esperanza del mundo futuro, que es propia y peculiar de los discípulos de Cristo (1 Tes 4,13). ¡Sed, pues, en el mundo, los custodios de esta esperanza!

¡Queridos Hermanos Menores! «¡Os hemos hablado como a hijos, abríos también vosotros!» (2 Cor 6,13). Escuchad gustosos lo que la Iglesia espera de vosotros, cumplid de buen grado sus deseos, santificándoos personalmente según la forma de vuestra vocación y tratando de consolidar en las almas el Reino de Cristo y de extenderlo por el mundo entero (Lumen Gentium 45).

En tanto que dirigimos a Dios fervientes preces para que asista propicio a vuestro Capítulo general y éste obtenga felices resultados, a ti, amado hijo, y a todos los miembros de esa Orden, os impartimos de corazón, como prenda de nuestra paternal benevolencia, la Bendición Apostólica.

Desde el Vaticano, el día 26 de mayo de 1973, Año décimo de Nuestro Pontificado.

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