30051978 Pablo VI llegada primeros franciscanos a Filipinas
Carta al Ministro general de los Hermanos Menores en el IV centenario de la llegada de los franciscanos a Filipinas
Roma, 30 de mayo de 1978
Al querido hijo Constantino Koser, Ministro general de la Orden de los Frailes Menores.
El esplendor misional y el lustre apostólico de toda la Orden de los Frailes Menores refulgirán pronto con un nuevo destello, y su tesón -como deseamos- se robustecerá con nuevo impulso, al cumplirse solemnemente, el próximo mes de julio, el cuadringentésimo aniversario de la fecha en que los quince primeros frailes menores desembarcaron en las costas de las Islas Filipinas, recién descubiertas, con ardiente deseo de predicar el Evangelio, y entraron al punto en un campo inmenso de múltiples actividades y muy feraz, donde, a lo largo de este memorable período de cuatro centurias, esa comunidad religiosa no dejó de distinguirse tanto por sus muchos ejemplos de santidad cristiana como por sus saludables iniciativas de acción pastoral.
Así, pues, por una parte el conocimiento de esta larga historia pretérita, de los méritos en ella contraídos y de la multitud de misioneros franciscanos -frailes, religiosos y laicos-, y por otra la conciencia de la obra que la familia franciscana lleva a cabo actualmente en dichas Islas, nos impulsan con fuerza a expresar nuestra felicitación y muestra alegría por este aniversario en primer lugar a ti, querido hijo, y por conducto tuyo, como intérprete de nuestros sentimientos, a toda la amada Orden encomendada a tu gobierno, a la vez que la labor tan honrosa y fructífera de vuestros miembros en aquellas tierras nos ofrece no sólo válido motivo de alabanza, sino también ocasión propicia de exhortación. En efecto, esta celebración secular de esta vicaría filipina nos consuela tanto cuanto nos preocupa y estimula la solicitud por su futuro, para que prosiga con constancia y provecho la obra felizmente realizada hasta ahora.
A nuestro juicio, el mayor mérito de los frailes menores que durante estos cuatro siglos trabajaron con tesón entre el pueblo filipino, es indudablemente el haber sabido unir siempre, junto con la voluntad primordial y absolutamente inquebrantable de predicar rectamente a Jesucristo y su reino celeste a todos los habitantes de aquellas islas, el cuidado providente de las necesidades terrestres de aquella amada población, promoviendo su educación y progreso, la medicina de los cuerpos y el cultivo de los campos, instituciones eficaces y auxilios sociales.
En efecto, obrando así contribuyeron notablemente a que el mensaje evangélico de paz, esperanza y salvación echara raíces más hondas en las almas de los bautizados, a que la doctrina cristiana configurase más plenamente las costumbres de la sociedad y los hábitos religiosos de aquella nación, incluso hasta los tiempos más recientes y, finalmente, a que la Iglesia católica, edificada sobre estos cimientos solidísimos de verdad y caridad, justicia y santidad, floreciese después con el paso del tiempo, convirtiendo a su vez a la nación filipina en una especie de faro que, en aquella región del orbe, alumbra en todas las direcciones.
Así, pues, mientras la familia franciscana se gloría muy merecidamente estos días faustos de tantas empresas y padecimientos, frutos y recuerdos, muchedumbre y realizaciones de sus misioneros -entre los que se cuentan Santos y Beatos de las Ordenes primera, segunda y tercera, así como laicos-, en las Islas Filipinas a lo largo de cuatro centurias, es de desear que esa conmemoración del tiempo pasado ilumine ya el futuro, corrobore los espíritus y los propósitos de los operarios que actualmente trabajan en la misma viña elegida, sostenga y haga prosperar su excelente apostolado de administración de los sacramentos e instrucción catequética, así como su labor de renovación y equidad social.
Esto es lo que expresamente deseamos con gran confianza, querido hijo, a la Orden de los Frailes Menores; esto es lo que pedimos encarecidamente a Dios todopoderoso para vosotros; ésta es, finalmente, la felicitación que damos y la exhortación que dirigimos a vuestros misioneros filipinos de cualquier condición, para quienes suplicamos luz y fuerza de lo alto, mientras les impartimos la bendición apostólica en prueba de la alegría que con ellos compartimos.
Ciudad del Vaticano, 30 de mayo de 1978, año XV de nuestro pontificado.
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