Paz bajo la nieve

 

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San Francisco de Asís se yergue descalzo sobre la nieve, su figura emergiendo silenciosamente de un paisaje invernal bañado de blancos y grises suaves. La escultura, parcialmente cubierta de nieve fresca, parece casi pertenecer a la tierra misma, como si la naturaleza la hubiera reclamado con dulzura. La luz de la mañana se filtra por el parque, iluminando la quietud con una calma tenue y luminosa. No hay drama en la escena: solo silencio, frío y presencia. Francisco no se resiste a la estación; permanece en ella, expuesto pero sereno, testigo de una fe que no rehúye la incomodidad.

Sus manos alzadas forman un gesto de oración y alabanza, no en desafío a las dificultades, sino en plena aceptación de ellas. Esta imagen evoca la comprensión franciscana de la alegría perfecta: no la ausencia de sufrimiento, sino la gracia de permanecer arraigados en Dios cuando todo consuelo externo desaparece. Los pies descalzos hundidos en la nieve hablan de una vulnerabilidad libremente elegida, de una vida vivida sin armadura. En este frío abrazo del invierno, Francisco revela una alegría interior e inquebrantable, que nace no de la calidez ni la seguridad, sino de la confianza.

Rodeada de nieve y silencio, la estatua invita al espectador a la misma contemplación. La alegría perfecta, como enseñó Francisco, no se encuentra en la comodidad ni en el éxito, sino en la humildad, la paciencia y la fidelidad en medio de las pruebas. La tranquila luz del día que se posa sobre el suelo helado se convierte en un signo de esperanza: incluso en la estación más dura, la luz permanece. En este parque helado, San Francisco se yergue como un suave recordatorio de que la verdadera alegría no se pospone hasta que el sufrimiento pasa, sino que se descubre precisamente donde la entrega se encuentra con el amor.




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