Vida Primera de Celano
En el nombre del Señor. Amén.
1. Deseando narrar con piadosa devoción ordenadamente, guiado y amaestrado siempre por la verdad, los hechos y la vida de nuestro bienaventurado padre Francisco, y no habiendo nadie que guarde memoria de todo lo que él hizo y enseñó, yo, por mandato del señor y glorioso papa Gregorio (1), he tratado de relatar, como mejor he podido, aunque sea con palabras desmañadas, siquiera lo que oí de su propia boca o lo que he llegado a conocer por testigos fieles y acreditados. ¡Ojalá merezca ser discípulo de quien siempre evitó expresiones enigmáticas y no supo de artificios literarios!
2. Lo que he podido recoger sobre el bienaventurado varón, lo divido en tres partes, subdivididas, a su vez, en varios capítulos, con el fin de que la diversidad de los momentos en que tuvieron lugar los hechos no confundan su orden ni despierten la duda acerca de su veracidad...
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Así, la primera parte sigue el orden de los hechos, y trata con preferencia de la pureza de conducta y vida, de la santidad de costumbres y de sus saludables enseñanzas. También se insertan algunos pocos milagros de los muchos que Dios nuestro Señor se dignó obrar por medio de él durante su vida.
En la segunda parte se narran los hechos principales sucedidos a partir del penúltimo año de su vida hasta su glorioso tránsito.
Por último, la tercera parte contiene muchos de los milagros -los más se pasan por alto- que el gloriosísimo Santo obra en la tierra ahora que reina con Cristo en el cielo. Refiere también la veneración y el honor, la alabanza y la gloria que con suma devoción le rindieron el bendito papa Gregorio y, con él, todos los cardenales de la santa romana Iglesia, inscribiéndolo en el catálogo de los santos (2). Demos gracias a Dios todopoderoso, que siempre se muestra admirable y amable en sus santos.
PARTE PRIMERA
Para alabanza de Dios todopoderoso,
Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.
Comienza la vida de nuestro beatísimo padre Francisco.
Capítulo I
Su género de vida mientras vivió en el siglo
1. Hubo en la ciudad de Asís, situada en la región del valle de Espoleto (3), un hombre llamado Francisco (4); desde su más tierna infancia fue educado licenciosamente por sus padres, a tono con la vanidad del siglo; e, imitando largo tiempo su lamentable vida y costumbres, llegó a superarlos con creces en vanidad y frivolidad (5).
De tal forma ha arraigado esta pésima costumbre por todas partes en quienes se dicen cristianos y de tal modo se ha consolidado y aceptado esta perniciosa doctrina cual si fuera ley pública, que ya desde la cuna se empeñan en educar a los hijos con extrema blandura y disolutamente. Pues no bien han comenzado a hablar o a balbucir, niños apenas nacidos, aprenden, por gestos y palabras, cosas torpes y execrables; y, llegado el tiempo del destete, se les obliga no sólo a decir, sino a hacer cosas del todo inmorales y lascivas. Ninguno de ellos se atreve, por un temor propio de su corta edad, a conducirse honestamente, pues sería castigado con dureza. Que bien lo dice el poeta pagano (6): «Como hemos crecido entre las maldades de nuestros padres, nos siguen todos los males desde la infancia». Este testimonio es verdadero, ya que tanto más perjudiciales resultan a los hijos los deseos de los padres cuanto aquéllos con más gusto ceden a éstos.
Mas, cuando han avanzado un poco más en edad, ellos, por propio impulso, se van deslizando hacia obras peores. Y es que de raíz dañada nace árbol enfermo y lo que una vez se ha pervertido, difícilmente podrá ser reducido al camino del bien.
Y ¿cómo imaginas que han de ser cuando estrenan la adolescencia? En este tiempo, nadando en todo género de disolución, ya que les es permitido hacer cuanto les viene en gana, se entregan con todo ardor a una vida vergonzosa. Sujetos de este modo voluntariamente a la esclavitud del pecado, hacen de sus miembros armas de iniquidad; y, no poseyendo en sí mismos ni en su vida y costumbres nada de la religión cristiana, se amparan sólo con el nombre de cristianos. Alardean los desdichados con frecuencia de haber hecho cosas peores de las que realizaron, por que no sean tenidos como más despreciables cuanto más inocentes se conservan (7).
2. Estos son los tristes principios en los que se ejercitaba desde la infancia este hombre a quien hoy veneramos como santo -porque lo es-, y en los que continuó perdiendo y consumiendo miserablemente su vida hasta casi los veinticinco años de edad. Más aún, aventajando en vanidades a todos sus coetáneos, mostrábase como quien más que nadie incitaba al mal y destacaba en todo devaneo. Cautivaba la admiración de todos y se esforzaba en ser el primero en pompas de vanagloria, en los juegos, en los caprichos, en palabras jocosas y vanas, en las canciones y en los vestidos suaves y cómodos (8); y aunque era muy rico, no estaba tocado de avaricia, sino que era pródigo; no era ávido de acumular dinero, sino manirroto; negociante cauto, pero muy fácil dilapidador. Era, con todo, de trato muy humano, hábil y en extremo afable, bien que para desgracia suya. Porque eran muchos los que, sobre todo por esto, iban en pos de él obrando el mal e incitando a la corrupción; marchaba así, altivo y magnánimo en medio de esta cuadrilla de malvados, por las plazas de Babilonia, hasta que, fijando el Señor su mirada en él, alejó su cólera por el honor de su nombre y reprimió la boca de Francisco, depositando en ella su alabanza a fin de evitar su total perdición. Fue, pues, la mano del Señor la que se posó sobre él y la diestra del Altísimo la que lo transformó, para que, por su medio, los pecadores pudieran tener la confianza de rehacerse en gracia y sirviese para todos de ejemplo de conversión a Dios... (continua leyendo después de la publicidad)
Capítulo II
Cómo Dios visitó su corazón por una enfermedad y por un sueño
3. En efecto, cuando por su fogosa juventud hervía aún en pecados y la lúbrica edad lo arrastraba desvergonzadamente a satisfacer deseos juveniles e, incapaz de contenerse, era incitado con el veneno de la antigua serpiente, viene sobre él repentinamente la venganza; mejor, la unción divina, que intenta encaminar aquellos sentimientos extraviados, inyectando angustia en su alma y malestar en su cuerpo, según el dicho profético: He aquí que yo cercaré tus caminos de zarzas y alzaré un muro (Os 2,6). Y así, quebrantado por larga enfermedad, como ha menester la humana obstinación, que difícilmente se corrige si no es por el castigo, comenzó a pensar dentro de sí cosas distintas de las que acostumbraba.
Y cuando, ya repuesto un tanto y apoyado en un bastón, comenzaba a caminar de acá para allá dentro de casa para recobrar fuerzas, cierto día salió fuera y se puso a contemplar con más interés la campiña que se extendía a su alrededor (9). Mas, ni la hermosura de los campos, ni la frondosidad de los viñedos, ni cuanto de más deleitoso hay a los ojos pudo en modo alguno deleitarle. Maravillábase de tan repentina mutación y juzgaba muy necios a quienes amaban tales cosas.
4. A partir de este día, comenzó a tenerse en menos a sí mismo y a mirar con cierto desprecio cuanto antes había admirado y amado. Mas no del todo ni de verdad, que todavía no estaba desligado de las ataduras de la vanidad ni había sacudido de su cerviz el yugo de la perversa esclavitud. Porque es muy costoso romper con las costumbres y nada fácil arrancar del alma lo que en ella ha prendido; aunque haya estado el espíritu alejado por mucho tiempo, torna de nuevo a sus principios, pues con frecuencia el vicio se convierte, por la repetición, en naturaleza.
Intenta todavía Francisco huir de la mano divina, y, olvidado algún tanto de la paterna corrección ante la prosperidad que le sonríe, se preocupa de las cosas del mundo, y, desconociendo los designios de Dios, se promete aún llevar a cabo las más grandes empresas por la gloria vana de este siglo. En efecto, un noble de la ciudad de Asís prepara gran aparato de armas, ya que, hinchado del viento de la vanidad, se había comprometido a marchar a la Pulla con el fin de acrecentar riquezas y honores (10). Sabedor de todo esto Francisco, que era de ánimo ligero y no poco atrevido, se pone de acuerdo con él para acompañarle; que si inferior en nobleza de sangre, le superaba en grandeza de alma, y si más corto en riquezas, era más largo en liberalidades.
5. Cuando se había entregado con la mayor ilusión a planear todo esto y ardía en deseos de emprender la marcha, Aquel que le había herido con la vara de la justicia lo visita una noche en una visión, bañándolo en las dulzuras de la gracia; y, puesto que era ávido de gloria, a la cima de la gloria lo incita y lo eleva. Le parecía tener su casa llena de armas militares: sillas, escudos, lanzas y otros pertrechos; regodeábase, y, admirado y en silencio, pensaba para sí lo que podría significar aquello. No estaba hecho a ver tales objetos en su casa, sino, más bien, pilas de paño para la venta. Y como quedara no poco sobrecogido ante el inesperado acaecer de estos hechos, se le dijo que todas aquellas armas habían de ser para él y para sus soldados. Despertándose de mañana, se levantó con ánimo alegre, e, interpretando la visión como presagio de gran prosperidad, veía seguro que su viaje a la Pulla tendría feliz resultado.
Mas no sabía lo que decía, ni conocía de momento el don que se le había dado de lo alto. Con todo, podía sospechar que la interpretación que daba a la visión no era verdadera, pues si bien pudiera sugerir que se trataba de una hazaña, su ánimo no encontraba en ello la acostumbrada alegría. Es más, tenía que hacerse cierta violencia para realizar sus proyectos y llevar a buen término el viaje por el que había suspirado. Muy hermosamente se habla aquí por primera vez de las armas y muy oportunamente se hace entrega de ellas al caballero que va a combatir contra el fuerte armado, para que, cual otro David, en el nombre del Señor, Dios de los ejércitos, libere a Israel del inveterado oprobio de los enemigos.
Capítulo III
Cómo, cambiado en el interior, mas no en el exterior,
habla alegóricamente del hallazgo de un tesoro y de una esposa
6. Cambiado ya, pero sólo en el interior y no externamente, renuncia a marchar a la Pulla y se aplica a plegar su voluntad a la divina (11). Y así, retirándose un poco del barullo del mundo y del negocio, procura guardar en lo íntimo de su ser a Jesucristo. Cual prudente comerciante, oculta a los ojos de los ilusos la perla hallada y con toda cautela se esfuerza en adquirirla vendiéndolo todo.
Tenía a la sazón en la ciudad de Asís un compañero, amado con predilección entre todos (12); como ambos eran de la misma edad y una asidua relación de mutuo afecto le hubiera dado ánimo para confiarle sus intimidades, le conducía con frecuencia a lugares apartados y a propósito para tomar determinaciones y le aseguraba que había encontrado un grande y precioso tesoro. Gozábase este su compañero, y, picado de curiosidad por lo oído, salía gustoso con él cuantas veces era invitado.
Había cerca de la ciudad una gruta, a la que se llegaban muchas veces, platicando mutuamente sobre el tesoro. Entraba en ella el varón de Dios, santo ya por su santa resolución, mientras su compañero le aguardaba fuera. Lleno de un nuevo y singular espíritu, oraba en lo íntimo a su Padre. Tenía sumo interés en que nadie supiera lo que sucedía dentro (13), y, ocultando sabiamente lo que con ocasión de algo bueno le acaecía de mejor, sólo con su Dios deliberaba sobre sus santas determinaciones. Con la mayor devoción oraba para que Dios, eterno y verdadero, le dirigiese en sus pasos y le enseñase a poner en práctica su voluntad. Sostenía en su alma tremenda lucha, y, mientras no llevaba a la práctica lo que había concebido en su corazón, no hallaba descanso; uno tras otro se sucedían en su mente los más varios pensamientos, y con tal insistencia que lo conturbaban duramente. Se abrasaba de fuego divino en su interior y no podía ocultar al exterior el ardor de su espíritu. Dolíase de haber pecado tan gravemente y de haber ofendido los ojos de la divina Majestad; no le deleitaban ya los pecados pasados ni los presentes; mas no había recibido todavía la plena seguridad de verse libre de los futuros. He aquí por qué cuando salía fuera, donde su compañero, se encontraba tan agotado por el esfuerzo, que uno era el que entraba y parecía otro el que salía.
7. Cierto día en que había invocado la misericordia del Señor hasta la hartura, el Señor le mostró cómo había de comportarse (14). Y tal fue el gozo que sintió desde este instante, que, no cabiendo dentro de sí de tanta alegría, aun sin quererlo, tenía que decir algo al oído de los hombres. Mas, si bien, por el ímpetu del amor que le consumía, no podía callar, con todo, hablaba con mucha cautela y enigmáticamente. Como lo hacía con su amigo predilecto, según se ha dicho, acerca del tesoro escondido, así también trataba de hablar en figuras con los demás; aseguraba que no quería marchar a la Pulla y prometía llevar a cabo nobles y grandes gestas en su propia patria.
Quienes le oían pensaban que trataba de tomar esposa, y por eso le preguntaban: «¿Pretendes casarte, Francisco?» A lo que él respondía: «Me desposaré con una mujer la más noble y bella que jamás hayáis visto, y que superará a todas por su estampa y que entre todas descollará por su sabiduría». En efecto, la inmaculada esposa de Dios es la verdadera Religión que abrazó, y el tesoro escondido es el reino de los cielos, que tan esforzadamente él buscó; porque era preciso que la vocación evangélica se cumpliese plenamente en quien iba a ser ministro del Evangelio en la fe y en la verdad.
Capítulo IV
Cómo, vendidas todas las cosas, despreció el dinero recibido
8. He aquí que, constituido siervo feliz del Altísimo y confirmado por el Espíritu Santo, al llegar el tiempo establecido, secunda aquel dichoso impulso de su alma por el que, despreciado lo mundano, marcha hacia bienes mejores. Y no podía demorarse, porque un mal de muerte se había extendido en tal forma por todas partes y de tal modo se había apoderado de los miembros de muchos, que un mínimo de retraso de parte del médico hubiera bastado para que, cortado el aliento vital, se hubiera extinguido la vida.
Se levanta, protégese haciendo la señal de la cruz, y, aparejado el caballo, monta sobre él; cargados los paños de escarlata (15) para la venta, camina ligero hacia la ciudad de Foligno (16). Vende allí, como siempre, todo el género que lleva y, afortunado comerciante, deja el caballo que había montado a cambio de su valor; de vuelta, abandonado ya el equipaje, delibera religiosamente qué hacer con el dinero. Y al punto, maravillosamente convertido del todo a la obra de Dios, no pudiendo tolerar el tener que llevar consigo una hora más aquel dinero y estimando como arena toda su ganancia, corre presuroso para deshacerse de él.
Regresando hacia Asís, dio con una iglesia, próxima al camino, que antiguamente habían levantado en honor de San Damián (17), y que de puro antigua amenazaba ruina inminente.
9. Acercóse a ella el nuevo caballero de Cristo (18), piadosamente conmovido ante tanta miseria, y penetró temeroso y reverente. Y, hallando allí a un sacerdote pobre, besó con gran fe sus manos sagradas (19), le entregó el dinero que llevaba y le explicó ordenadamente cuanto se había propuesto.
Asombrado el sacerdote y admirado de tan inconcebible y repentina conversión, no quería dar crédito a lo que oía. Por temor de ser engañado, no quiso recibir el dinero ofrecido. Es que lo había visto, como quien dice ayer, vivir tan desordenadamente entre compañeros y amigos y superarlos a todos en vanidad. Mas él persiste más y más en lo suyo y trata de convencerle de la veracidad de sus palabras, y le ruega y suplica con toda su alma que le permita convivir con él por el amor del Señor. Por fin, el sacerdote se avino a que se quedase en su compañía; pero, por temor a sus parientes, no recibió el dinero, que el auténtico despreciador del vil metal arrojó a una ventana, sin preocuparse de él más que del polvo. Pues deseaba poseer la sabiduría, que vale más que el oro, y adquirir la prudencia, que es más preciosa que la plata (Prov 16,16).
Capítulo V
Cómo su padre lo persiguió y lo encerró
10. Mientras permanecía el siervo de Dios altísimo en el lugar mencionado, su padre, cual diestro explorador, rastrea por todas partes para conocer el paradero del hijo. Conocido que hubo el lugar y el género de vida que llevaba, doliéndose grandemente en su corazón, conturbado sobremanera por suceso tan inesperado, convoca a sus amigos y vecinos y corre veloz a donde mora el siervo de Dios. Mas éste, atleta novel aún de Cristo, al oír las voces amenazadoras de sus perseguidores y, presintiendo su llegada, por huir de sus iras, se esconde en una cueva bien disimulada que para esto él mismo se había preparado. Esta cueva estaba en una casa y posiblemente la conocía sólo uno (20). En ella llegó a permanecer por un mes seguido, no atreviéndose a salir apenas, sino en caso de estricta necesidad. El alimento que de vez en vez se le daba lo comía en el interior de la cueva y todo servicio se le prestaba ocultamente. Y orando, bañado en lágrimas, pedía continuamente a Dios que lo librara de las manos de los perseguidores de su vida y que con su gracia diera benignamente cumplimiento a sus santos propósitos. En ayuno y llanto insistía suplicante ante la clemencia del Salvador, y, no fiándose de sí mismo, ponía todo su pensamiento en el Señor. Y, aunque estuviera encerrado en la cueva y envuelto en tinieblas, se sentía penetrado de una dulzura inefable, nunca gustada hasta entonces; todo inflamado en ella, abandonó la cueva y se puso al descubierto de los insultos de sus perseguidores.
11. Levantóse al momento diligente, presuroso y alegre, y, armándose con el escudo de la fe y fortalecido con las armas de una gran confianza para luchar las batallas del Señor, se encaminó hacia la ciudad, y, ardiendo en fuego divino, se reprochaba a sí mismo su pereza y poco valor.
En cuanto lo vieron quienes lo conocían, al comparar lo presente con lo que había sido, se desataron en insultos, saludándolo como a loco y demente y arrojándole barro y piedras del camino. Lo contemplaban tan otro de lo que antes había sido y tan consumido por la maceración de su carne, que cuanto hacía lo atribuían a debilidad y demencia. Mas, porque es mejor el paciente que el orgulloso, el siervo de Dios se hacía sordo y, sin abatirse lo más mínimo ni alterarse por los insultos, daba gracias al Señor por todo ello. Que en vano el malvado persigue a quien va tras el bien, pues cuanto más combatido sea, tanto más poderosamente triunfará. La humillación, como dice alguien, da nuevas fuerzas al ánimo generoso.
12. Extendiéndose durante largo tiempo este rumor y bullicio por las plazas y villas del poblado y corriendo de aquí para allá la voz de los que se burlaban de él, llegó esta fama a oídos de mucha gente y, por fin, a los de su propio padre. Al oír éste el nombre de su hijo, y como si tales injurias de los conciudadanos recayeran sobre él, se levantó en seguida, no para librarlo, más bien para hundirlo; y, sin guardar forma alguna, se lanza como el lobo sobre la oveja, y, mirándolo fieramente y con rostro amenazador, lo apresa entre sus manos, y, sin respeto ni decoro, lo mete en su propia casa.
Sin entrañas de compasión, lo tuvo encerrado durante muchos días en un lugar tenebroso (21), pensando doblegar la voluntad de su hijo a su querer; primero, a base de razonamientos, y luego, con azotes y cadenas. Mas el joven salía de todo esto más decidido y con más vigor para realizar sus santos propósitos, y no perdió la paciencia ni por los reproches de palabra ni por las fatigas de la prisión. Que no es posible doblegar, por medio de azotes y cadenas, los rectos propósitos del alma y su actitud. Ni puede ser arrancado de la grey de Cristo quien tiene el deber de alegrarse en la tribulación. Ni tiembla ante el diluvio de muchas aguas (Sal 31,6) quien tiene por refugio en los contratiempos al Hijo de Dios; para que no nos parezca áspero lo nuestro, nos pone ante los ojos lo que Él padeció, inmensamente mayor.
Capítulo VI
Cómo su madre lo liberó y cómo se despojó de sus vestidos ante el obispo de Asís
13. Sucedió, pues, que, teniendo su padre que ausentarse de casa por algún tiempo a causa de urgentes asuntos familiares (22) y permaneciendo el varón de Dios encerrado en la cárcel de la casa, su madre, que había quedado sola con él, desaprobando el modo de proceder de su marido, habló con dulces palabras a su hijo. Intuyendo ella la imposibilidad de que éste desistiera de su propósito, conmovidas las entrañas maternales, rompió las ataduras y lo dejó libre para marchar. Él, dando gracias a Dios todopoderoso, volvió al instante al lugar donde había permanecido anteriormente. Muévese ahora con mayor libertad (23) probado en la escuela de la tentación; con los muchos combates ha adquirido un aspecto más alegre; las injurias han fortalecido su ánimo; y, caminando libre por todas partes, procede con más magnanimidad.
En el ínterin retorna el padre, y, no encontrándolo, se desahoga en insultos contra su mujer, sumando pecados sobre pecados. Bramando con gran alboroto, corre inmediatamente al lugar con el propósito, si no le es posible reducirlo, de ahuyentarlo, al menos, de la provincia. Mas como el temor del Señor es la confianza del fuerte, apenas el hijo de la gracia se apercibió de que su padre según la carne venía en su busca, decidido y alegre se presentó ante él y con voz de hombre libre le manifestó que ni cadenas ni azotes le asustaban lo más mínimo. Y que, si esto le parecía poco, le aseguraba estar dispuesto a sufrir gozoso, por el nombre de Cristo, toda clase de males.
14. Ante tal resolución, convencido el padre de que no podía disuadir al hijo del camino comenzado, pone toda su alma en arrancarle el dinero. El varón de Dios deseaba emplearlo todo en ayuda de los pobres y en restaurar la capilla; pero, como no amaba el dinero, no sufrió engaño alguno bajo apariencia de bien, y quien no se sentía atado por él, no sé turbó lo más mínimo al perderlo. Por esto, habiéndose ya encontrado el dinero que el gran despreciador de las cosas terrenas y ávido buscador de las riquezas celestiales había arrojado entre el polvo de la ventana, se apaciguó un tanto el furor del padre y se mitigó algo la sed de su avaricia con el vaho del hallazgo. Después de todo esto, el padre lo emplazó a comparecer ante el obispo de la ciudad (24), para que, renunciando en sus manos a todos los bienes, le entregara cuanto poseía. A nada de esto se opuso; al contrario, gozoso en extremo, se dio prisa con toda su alma para hacer cuanto se le reclamaba.
15. Una vez en la presencia del obispo, no sufre demora ni vacila por nada; más bien, sin esperar palabra ni decirla, inmediatamente, quitándose y tirando todos sus vestidos, se los restituye al padre. Ni siquiera retiene los calzones, quedando ante todos del todo desnudo. Percatándose el obispo de su espíritu y admirado de su fervor y constancia, se levantó al momento y, acogiéndolo entre sus brazos, lo cubrió con su propio manto. Comprendió claramente que se trataba de un designio divino y que los hechos del varón de Dios que habían presenciado sus ojos encerraban un misterio. Estas son las razones por que en adelante será su protector. Y, animándolo y confortándolo, lo abrazó con entrañas de caridad.
Helo ahí ya desnudo luchando con el desnudo (25); desechado cuanto es del mundo, sólo de la divina justicia se acuerda. Se esfuerza así por menospreciar su vida, abandonando todo cuidado de sí mismo, para que en este caminar peligroso se una a su pobreza la paz y sólo la envoltura de la carne lo tenga separado, entre tanto, de la visión divina.
Capítulo VII
Cómo, asaltado por los ladrones, fue arrojado a la nieve
y cómo se entregó al servicio de los leprosos
16. Cubierto de andrajos el que tiempo atrás vestía de escarlata, marchaba por el bosque cantando en lengua francesa alabanzas al Señor (26); de improviso caen sobre él unos ladrones. A la pregunta, que le dirigen con aire feroz, inquiriendo quién es, el varón de Dios, seguro de sí mismo, con voz llena les responde: «Soy el pregonero del gran Rey; ¿qué queréis?» Ellos, sin más, le propinaron una buena sacudida y lo arrojaron a un hoyo lleno de mucha nieve, diciéndole: «Descansa, rústico pregonero de Dios». Él, revolviéndose de un lado para otro, sacudiéndose la nieve -ellos se habían marchado-, de un salto se puso fuera de la hoya, y, reventando de gozo, comenzó a proclamar a plena voz, por los bosques, las alabanzas del Creador de todas las cosas.
Así llegó, finalmente, a un monasterio (27), en el que permaneció varios días, sin más vestido que un tosco blusón, trabajando como mozo de cocina (28), ansioso de saciar el hambre siquiera con un poco de caldo. Y al no hallar un poco de compasión, y ante la imposibilidad de hacerse, al menos, con un vestido viejo, salió de aquí no movido de resentimiento, sino obligado por la necesidad, y llegó a la ciudad de Gubbio, donde un antiguo amigo (29) le dio una túnica. Como, pasado algún tiempo, se extendiese por todas partes la fama del varón de Dios y se divulgase su nombre por los pueblos, el prior del monasterio, recordando y reconociendo el trato que habían dado al varón de Dios, se llegó a él y le suplicó, en nombre del Salvador, le perdonase a él y a los suyos.
17. Después, el santo enamorado de la perfecta humildad se fue a donde los leprosos (30); vivía con ellos y servía a todos por Dios con extremada delicadeza: lavaba sus cuerpos infectos y curaba sus úlceras purulentas, según él mismo lo refiere en el testamento: «Como estaba en pecado, me parecía muy amargo ver leprosos; pero el Señor me condujo en medio de ellos y practiqué con ellos la misericordia» (Test 1-2). En efecto, tan repugnante le había sido la visión de los leprosos, como él decía, que en sus años de vanidades, al divisar de lejos, a unas dos millas, sus casetas, se tapaba la nariz con las manos.
Mas una vez que, por gracia y virtud del Altísimo, comenzó a tener santos y provechosos pensamientos, mientras aún permanecía en el siglo, se topó cierto día con un leproso, y, superándose a sí mismo, se llegó a él y le dio un beso. Desde este momento comenzó a tenerse más y más en menos, hasta que, por la misericordia del Redentor, consiguió la total victoria sobre sí mismo.
También favorecía, aun viviendo en el siglo y siguiendo sus máximas, a otros necesitados, alargándoles, a los que nada tenían, su mano generosa, y a los afligidos, el afecto de su corazón. Pero en cierta ocasión le sucedió, contra su modo habitual de ser -porque era en extremo cortés-, que despidió de malas formas a un pobre que le pedía limosna; en seguida, arrepentido, comenzó a recriminarse dentro de sí, diciendo que negar lo que se pide a quien pide en nombre de tan gran Rey, es digno de todo vituperio y de todo deshonor. Entonces tomó la determinación de no negar, en cuanto pudiese, nada a nadie que le pidiese en nombre de Dios. Lo cumplió con toda diligencia, hasta el punto de llegar a darse él mismo todo en cualquier forma, poniendo en práctica, antes de predicarlo, el consejo evangélico que dice: A quien te pida, dale, y a quien te pida un préstamo, no le des la espalda (Mt 5,42).
Capítulo VIII
Cómo reparó la iglesia de San Damián
y del tenor de vida de las señoras que moran en aquel lugar
18. La primera obra que emprendió el bienaventurado Francisco al sentirse libre de la mano de su padre carnal fue la construcción de una casa del Señor; pero no pretende edificar una nueva; repara la antigua, remoza la vieja. No arranca el cimiento sino que edifica sobre él, dejando siempre, sin advertirlo, tal prerrogativa para Cristo: Nadie puede poner otro fundamento sino el que está puesto, que es Jesucristo (1 Cor 3,11). Como hubiese retornado al lugar donde, según se ha dicho, fue construida antiguamente la iglesia de San Damián, la restauró con sumo interés en poco tiempo, ayudado de la gracia del Altísimo.
Este es el lugar bendito y santo en el que felizmente nació la gloriosa Religión y la eminentísima Orden de señoras pobres y santas vírgenes por obra del bienaventurado Francisco, unos seis años después de su conversión. Fue aquí donde la señora Clara, originaria de Asís (31), como piedra preciosísima y fortísima, se constituyó en fundamento de las restantes piedras superpuestas. Cuando, después de iniciada la Orden de los hermanos, ella, por los consejos del Santo, se convirtió al Señor, sirvió para el progreso de muchos y como ejemplo a incontables. Noble por la sangre, más noble por la gracia. Virgen en su carne, en su espíritu castísima. Joven por los años (32), madura en el alma. Firme en el propósito y ardentísima en deseos del divino amor. Adornada de sabiduría y singular en la humildad: Clara de nombre; más clara por su vida; clarísima por su virtud (33).
19. Sobre ella se levantó también el noble edificio de preciosísimas perlas, cuya alabanza no proviene de los hombres, sino de Dios, ya que ni la estrechez de nuestro entendimiento lo puede comprender ni podemos expresarlo en pocas palabras.
Antes de nada y por encima de todo, resplandece en ellas la virtud de una mutua y continua caridad, que de tal modo coaduna las voluntades de todas, que, conviviendo cuarenta o cincuenta en un lugar, el mismo querer forma en ellas, tan diversas, una sola alma.
En segundo lugar, brilla en cada una la gema de la humildad, que tan bien les guarda los dones y bienes recibidos de lo alto, que se hacen merecedoras de las demás virtudes.
En tercer lugar, el lirio de la virginidad y de la castidad en tal forma derrama su fragancia sobre todas, que, olvidadas de todo pensamiento terreno, sólo anhelan meditar en las cosas celestiales (34); y de esta fragancia nace en sus corazones tan elevado amor del esposo eterno, que la plenitud de este sagrado afecto les hace olvidar toda costumbre de la vida pasada.
En cuarto lugar, en tal grado se hallan todas investidas del título de la altísima pobreza, que apenas o nunca se avienen a satisfacer, en lo tocante a comida y vestido, lo que es de extrema necesidad.
20. En quinto lugar, han conseguido la gracia especial de la mortificación y del silencio en tal grado, que no necesitan hacerse violencia para reprimir las inclinaciones de la carne ni para refrenar su lengua; algunas de ellas han llegado a perder la costumbre de conversar, hasta el extremo de que, cuando se ven precisadas a hablar, apenas si lo pueden hacer con corrección.
En sexto lugar, en todo esto vienen tan maravillosamente adornadas de la virtud de la paciencia, que ninguna tribulación o molestia puede abatir su ánimo ni aun inmutarlo.
Finalmente, en séptimo lugar, han merecido la más alta contemplación en tal grado, que en ella aprenden cuanto deben hacer u omitir, y se saben dichosas abstraídas en Dios, aplicadas noche y día a las divinas alabanzas y oraciones.
Dígnese el Dios eterno conceder, por su santa gracia, que tan santo principio concluya con un fin más santo. Por ahora será suficiente lo dicho sobre las vírgenes consagradas a Dios y sobre las devotas esclavas de Cristo, puesto que su maravillosa vida y gloriosa institución, que recibieron del señor papa Gregorio (35), a la sazón obispo ostiense, exigen una obra propia y tiempo disponible (36).
Capítulo IX
Cómo, cambiado el vestido,
repara la iglesia de Santa María de la Porciúncula,
y, oído el evangelio, deja todas las cosas
y se confecciona el hábito para sí y sus hermanos
21. Entre tanto, el santo de Dios, cambiado su vestido exterior (37) y restaurada la iglesia ya mencionada, marchó a otro lugar próximo a la ciudad de Asís; allí puso mano a la reedificación de otra iglesia muy deteriorada y semiderruida (38); de esta forma continuó en el empeño de sus principios hasta que dio cima a todo.
De allí pasó a otro lugar llamado Porciúncula, donde existía una iglesia dedicada a la bienaventurada Virgen Madre de Dios (39), construida en tiempos lejanos y ahora abandonada, sin que nadie se cuidara de ella. Al contemplarla el varón de Dios en tal estado, movido a compasión, porque le hervía el corazón en devoción hacia la madre de toda bondad, decidió quedarse allí mismo.
Cuando acabó de reparar dicha iglesia, se encontraba ya en el tercer año de su conversión. En este período de su vida vestía un hábito como de ermitaño, sujeto con una correa; llevaba un bastón en la mano, y los pies calzados.
22. Pero cierto día se leía en esta iglesia el evangelio que narra cómo el Señor había enviado a sus discípulos a predicar; presente allí el santo de Dios, no comprendió perfectamente las palabras evangélicas; terminada la misa, pidió humildemente al sacerdote que le explicase el evangelio. Como el sacerdote le fuese explicando todo ordenadamente, al oír Francisco que los discípulos de Cristo no debían poseer ni oro, ni plata, ni dinero; ni llevar para el camino alforja, ni bolsa, ni pan, ni bastón; ni tener calzado, ni dos túnicas, sino predicar el reino de Dios y la penitencia (40), al instante, saltando de gozo, lleno del Espíritu del Señor, exclamó: «Esto es lo que yo quiero, esto es lo que yo busco, esto es lo que en lo más íntimo del corazón anhelo poner en práctica».
Rebosando de alegría, se apresura inmediatamente el santo Padre a cumplir la doctrina saludable que acaba de escuchar; no admite dilación alguna en comenzar a cumplir con devoción lo que ha oído. Al punto desata el calzado de sus pies, echa por tierra el bastón y, gozoso con una túnica, se pone una cuerda en lugar de la correa. Desde este momento se prepara una túnica en forma de cruz para expulsar todas las ilusiones diabólicas; se la prepara muy áspera, para crucificar la carne con sus vicios y pecados; se la prepara, en fin, pobrísima y burda, tal que el mundo nunca pueda ambicionarla. Todo lo demás que había escuchado se esfuerza en realizarlo con la mayor diligencia y con suma reverencia. Pues nunca fue oyente sordo del Evangelio sino que, confiando a su feliz memoria cuanto oía, procuraba cumplirlo a la letra sin tardanza (41).
Capítulo X
Predicación del Evangelio y anuncio de la paz
y la conversión de los seis primeros hermanos
23. Desde entonces comenzó a predicar a todos la penitencia con gran fervor de espíritu y gozo de su alma, edificando a los oyentes con palabra sencilla y corazón generoso. Su palabra era como fuego devorador, penetrante hasta lo más hondo del alma, y suscitaba la admiración en todos. Parecía totalmente otro de lo que había sido, y, contemplando el cielo, no se dignaba mirar a la tierra. Y cosa admirable en verdad: comenzó a predicar allí donde, siendo niño, aprendió a leer y donde primeramente fue enterrado con todo honor (42). De este modo, los venturosos comienzos quedaron avalados por un final, sin comparación, más venturoso. Donde aprendió, allí enseñó, y donde comenzó, allí felizmente terminó.
En toda predicación que hacía, antes de proponer la palabra de Dios a los presentes, les deseaba la paz, diciéndoles: «El Señor os dé la paz». Anunciaba devotísimamente y siempre esta paz a hombres y mujeres, a los que encontraba y a quienes le buscaban. Debido a ello, muchos que rechazaban la paz y la salvación, con la ayuda de Dios abrazaron la paz de todo corazón y se convirtieron en hijos de la paz y en émulos de la salvación eterna (43).
24. Entre éstos, un hombre de Asís, de espíritu piadoso y humilde, fue quien primero siguió devotamente al varón de Dios. A continuación abrazó esta misión de paz y corrió gozosamente en pos del Santo, para ganarse el reino de los cielos, el hermano Bernardo. Este había hospedado con frecuencia al bienaventurado Padre; habiendo observado y comprobado su vida y costumbres, reconfortado con el aroma de su santidad, concibió el temor de Dios y alumbró el espíritu de salvación. Lo había visto que, sin apenas dormir, estaba en oración durante toda la noche, alabando al Señor y a la gloriosísima Virgen, su madre; y se admiraba y se decía: «En verdad, este hombre es de Dios».
Diose prisa, por esto, en vender todos sus bienes, y distribuyó a manos llenas su precio entre los pobres, no entre sus parientes; y, abrazando la norma del camino más perfecto, puso en práctica el consejo del santo Evangelio: Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos, y ven y sígueme (Mt 19,21). Llevado a feliz término todo esto, se unió a San Francisco en su hábito y tenor de vida, y permaneció con él continuamente, hasta que, habiéndose multiplicado los hermanos, pasó con la obediencia del piadoso Padre a otras regiones (44).
Su conversión a Dios sirvió de modelo, para quienes habían de convertirse en el futuro, en cuanto a la venta de los bienes y su distribución entre los pobres. San Francisco se gozó sobremanera con la llegada y conversión de hombre tan calificado, ya que esto le demostraba que el Señor tenía cuidado de él, pues le daba un compañero necesario y un amigo fiel.
25. Inmediatamente le siguió otro ciudadano de Asís, digno de toda loa por su vida; comenzó santamente y en breve tiempo terminó más santamente (45). No mucho después siguió a éste el hermano Gil, varón sencillo y recto y temeroso de Dios, que a través de su larga vida, santa, justa y piadosamente vivida, nos dejó ejemplos de perfecta obediencia, de trabajo manual, de vida solitaria y de santa contemplación (46). A éstos se une otro. Viene luego el hermano Felipe, con el que suman ya siete; a éste el Señor tocó los labios con la piedra de la purificación (47) para que dijese de Él cosas dulces y melifluas; comprendía y comentaba las Sagradas Escrituras, sin que hubiera hecho estudios, como aquellos a quienes los príncipes de los judíos reprochaban de idiotas y sin letras (48).
Capítulo XI
Espíritu de profecía y predicciones de San Francisco
26. Día a día se iba llenando de consolación y gracia del Espíritu Santo el bienaventurado Francisco, y con la mayor vigilancia y solicitud iba formando a sus nuevos hijos con instrucciones nuevas, enseñándoles a caminar con paso seguro por la vía de la santa pobreza y de la bienaventurada simplicidad.
En cierta ocasión, admirando la misericordia del Señor en tantos beneficios como le había concedido y deseando que Dios le mostrase cómo habían de proceder en su vida él y los suyos, se retiró a un lugar de oración, según lo hacía muchísimas veces. Como permaneciese allí largo tiempo con temor y temblor ante el Señor de toda la tierra, reflexionando con amargura de alma sobre los años malgastados y repitiendo muchas veces aquellas palabras: ¡Oh Dios, sé propicio a mí, pecador! (1), comenzó a derramarse poco a poco en lo íntimo de su corazón una indecible alegría e inmensa dulcedumbre. Comenzó también a sentirse fuera de sí; contenidos los sentimientos y ahuyentadas las tinieblas que se habían ido fijando en su corazón por temor al pecado, le fue infundida la certeza del perdón de todos los pecados y se le dio la confianza de que estaba en gracia. Arrobado luego y absorto enteramente en una luz, dilatado el horizonte de su mente, contempló claramente lo que había de suceder. Cuando, por fin, desapareció aquella suavidad y aquella luz, renovado espiritualmente, parecía transformado ya en otro hombre.
27. Volvió lleno de gozo y habló así a los hermanos: «Confortaos, carísimos, y alegraos en el Señor; no os entristezcáis al veros tan pocos; ni os asuste mi simplicidad ni la vuestra, porque, como me ha mostrado en verdad el Señor, Dios nos hará crecer en gran multitud y nos propagará hasta los confines de la tierra. Para vuestro provecho, me siento forzado a manifestaros cuanto he visto; gustosamente lo callara, si la caridad no me obligara a comunicarlo. He visto una gran multitud de hombres que venían deseosos de convivir con nosotros bajo el mismo hábito de nuestra santa vida y bajo la Regla de la bienaventurada Religión (2). Resuena todavía en mis oídos la algazara de quienes iban y venían según el mandato de la santa obediencia. He visto caminos atestados de gente de toda nación que confluía en estas regiones. Vienen los franceses; aceleran el paso los españoles; corren los alemanes y los ingleses, y vuela veloz una gran multitud de otras diversas lenguas».
Al escuchar todo esto, los hermanos se llenaron de gozo saludable, sea por la gracia que el Señor Dios había concedido a su Santo, sea porque, anhelando ardientemente el bien de sus prójimos, deseaban que éstos multiplicasen a diario el número de los hermanos para ser salvos todos juntos.
28. Luego añadió el Santo: «Hermanos, para que 'fiel y devotamente' (3) demos gracias al Señor Dios nuestro de todos sus dones y para que sepáis cómo hemos de comportarnos con los hermanos de hoy y con los del futuro, oíd la verdad de los acontecimientos que sucederán. Ahora, al principio de nuestra vida, encontramos frutos dulces y suaves sobremanera para comer; poco después se nos ofrecerán otros no tan suaves y dulces; pero al final se nos darán otros tan amargos, que no los podremos comer, pues, aunque tengan una presencia hermosa y aromática, nadie los podrá gustar por su desabrimiento. Y en verdad, como os he dicho, el Señor nos hará crecer hasta ser un gran pueblo. Pero al final sucederá como al pescador que lanza sus redes al mar o en un lago y captura una gran cantidad de peces; cuando los ha colocado en su navecilla, no pudiendo con todos por la multitud, recoge los mayores y los mejores en sus canastos y los demás los tira» (cf. Mt 13,47-50).
Cuán cierto haya sido y cuán claramente se vaya cumpliendo todo esto que predijo el santo de Dios, está patente para cuantos lo miran con espíritu de verdad. He aquí cómo el espíritu de profecía reposó sobre San Francisco.
Capítulo XII
Cómo envió a sus hermanos de dos en dos y cómo poco tiempo después se reunieron nuevamente
29. Por este mismo tiempo ingresó en la Religión otro hombre de bien, llegando con él a ser ocho en número. Entonces, el bienaventurado Francisco los llamó a todos a su presencia y platicó sobre muchas cosas: del reino de Dios, del desprecio del mundo, de la negación de la propia voluntad y del dominio de la propia carne; los dividió en cuatro grupos de a dos y les dijo: «Marchad, carísimos, de dos en dos por las diversas partes de la tierra, anunciando a los hombres la paz y la penitencia para remisión de los pecados. Y permaneced pacientes en la tribulación, seguros, porque el Señor cumplirá su designio y su promesa. A los que os pregunten, responded con humildad; bendecid a los que os persigan; dad gracias a los que os injurien y calumnien (cf. 2 R 10,10-12), pues por esto se nos prepara un reino eterno».
Y ellos, inundados de gozo y alegría, se postraban en tierra ante Francisco en actitud de súplica, mientras recibían el mandato de la santa obediencia. Y Francisco los abrazaba, y con dulzura y devoción decía a cada uno: «Pon tu confianza en el Señor, que Él te sostendrá». Estas palabras las repetía siempre que mandaba a algún hermano a cumplir una obediencia.
30. Por este tiempo, los hermanos Bernardo y Gil emprendieron el camino de Santiago; San Francisco, a su vez, con otro compañero, escogió otra parte del mundo (4); los otros cuatro, de dos en dos, se dirigieron hacia las dos restantes.
Mas poco tiempo después, deseando San Francisco ver de nuevo a todos, rogaba al Señor, que reúna a los dispersos de Israel, que se dignara, en su misericordia, reunirlos prontamente. Así sucedió al poco, conforme a sus deseos: sin que nadie los llamara, se juntaron al mismo tiempo, dando gracias a Dios. Una vez congregados, celebran, repletos de gozo, ver al piadoso pastor y se maravillan de haber tenido todos el mismo deseo. Cuentan luego las bondades que el Señor misericordioso ha obrado en ellos, y, por si han sido negligentes e ingratos en alguna medida, humildemente piden corrección y penitencia a su santo Padre y la aceptan con amor (5).
Así acostumbraban hacerlo siempre que se llegaban a él, sin ocultar el más insignificante pensamiento, ni aun los primeros movimientos de su alma; y, cuando habían cumplido cuanto se les había ordenado, se consideraban siervos inútiles (1 R 11,3; 23,7). Era así como toda aquella primera escuela del bienaventurado Francisco estaba poseída del espíritu de pureza: sabían realizar obras útiles, santas y justas, pero desconocían del todo gozarse en ellas vanamente (6). El bienaventurado Padre, abrazando a sus hijos con gran caridad, comenzó a exponerles sus propósitos y les dio a conocer cuanto el Señor le había revelado.
31. En breve se incorporaron a ellos otros cuatro hombres probos e idóneos, y siguieron al santo de Dios (7). Esto provocó entre la gente muchos comentarios, y la fama del varón de Dios se extendió más y más. Cierto que, en aquel tiempo, San Francisco y sus hermanos recibían muy grande alegría y gozo singular cuando alguno del pueblo cristiano, quienquiera que fuese y de cualquiera condición -fiel, rico, pobre, noble, plebeyo, despreciable, estimado, prudente, simple, clérigo, iletrado, laico-, guiado por el Espíritu de Dios, venía a recibir el hábito de la santa Religión. Todo esto provocaba admiración en las personas del mundo y les servía de ejemplo, induciéndoles al camino de una vida más ajustada y a la penitencia de los pecados. Ni la condición más humilde ni la pobreza más desvalida eran obstáculo para que fuesen edificados en la obra de Dios aquellos a quienes Dios quería edificar, pues se complace con los despreciados por el mundo y con los sencillos.
Capítulo XIII
Cómo escribió por vez primera la Regla cuando tenía once hermanos
y cómo se la aprobó el señor papa Inocencio y la visión del árbol
32. Viendo el bienaventurado Francisco que el Señor Dios le aumentaba de día a día el número de seguidores, escribió para sí y sus hermanos presentes y futuros, con sencillez y en pocas palabras (8), una forma de vida y regla, sirviéndose, sobre todo, de textos del santo Evangelio, cuya perfección solamente deseaba. Añadió, con todo, algunas pocas cosas más, absolutamente necesarias para poder vivir santamente. Entonces se trasladó a Roma con todos los hermanos mencionados queriendo vivamente que el señor papa Inocencio III le confirmase lo que había escrito.
Por aquellos días se encontraba en Roma el venerable obispo de Asís, Guido, que honraba en todo a San Francisco y a sus hermanos y los veneraba con especial afecto. Al ver a San Francisco y a sus hermanos, llevó muy a mal su presencia, pues desconocía el motivo; temió que quisieran abandonar su propia región, en la cual el Señor había comenzado a obrar cosas extraordinarias por medio de sus siervos. Mucho le alegraba el tener en su diócesis hombres tan excelentes, de cuya vida y costumbres se prometía grandes cosas. Mas, oído el motivo y enterado del propósito de su viaje, se gozó grandemente en el Señor, empeñando su palabra de ayudarles con sus consejos y recursos.
San Francisco se presentó también al reverendo señor obispo de Sabina, Juan de San Pablo, que figuraba entre los príncipes y personas destacadas de la curia romana como despreciador de las cosas terrenas y amador de las celestiales. Le recibió benigna y caritativamente (9) y apreció sobremanera su deseo y resolución.
33. Mas, como era hombre prudente y discreto, le interrogó sobre muchas cosas, y le aconsejó que se orientara hacia la vida monástica o eremítica (10). Pero San Francisco rehusaba humildemente, como mejor podía, tal propuesta; no por desprecio de lo que le sugería, sino porque, guiado por aspiraciones más altas, buscaba piadosamente otro género de vida. Admirado el obispo de su fervor y temiendo decayese de tan elevado propósito, le mostraba caminos más sencillos. Finalmente, vencido por su constancia, asintió a sus ruegos y se ocupó con el mayor empeño, ante el papa, en promover esta causa.
Presidía a la sazón la Iglesia de Dios el papa Inocencio III, pontífice glorioso, riquísimo en doctrina, brillante por su elocuencia, ferviente por el celo de la justicia en lo tocante al culto de la fe cristiana. Conocido el deseo de estos hombres de Dios, previa madura reflexión, dio su asentimiento a la petición, y así lo demostró con los hechos. Y, después de exhortarles y aconsejarles sobre muchas cosas, bendijo a San Francisco y a sus hermanos, y les dijo: «Id con el Señor, hermanos, y, según Él se digne inspiraros, predicad a todos la penitencia. Cuando el Señor omnipotente os multiplique en número y en gracia, me lo contaréis llenos de alegría, y yo os concederé más favores y con más seguridad os confiaré asuntos de más transcendencia» (11).
En verdad que el Señor estaba con San Francisco doquiera fuese, recreándolo con revelaciones y animándolo con sus favores. Una noche durante el sueño le pareció recorrer un camino; a su vera había un árbol majestuoso; un árbol hermoso y fuerte, corpulento y muy alto; se acercó a él, y, mientras a su sombra admiraba la belleza y la altura del árbol, fue súbitamente elevado tan alto, que tocaba su cima, y, agarrándolo, lo inclinaba hasta el suelo.
Es lo que efectivamente sucedió cuando el señor Inocencio, árbol el más excelso y sublime del mundo (12), se inclinó con la mayor benevolencia a su petición y voluntad.
Capítulo XIV
Retornan de la ciudad de Roma al valle de Espoleto
y permanecen en el camino
34. San Francisco con sus hermanos, pletóricos de gozo por los dones y beneficios de tan gran padre y señor, dio gracias a Dios omnipotente, que ensalza a los humildes y hace prosperar a los afligidos. Inmediatamente fue a visitar el sepulcro del bienaventurado Pedro, y, terminada la oración, salió de Roma con sus compañeros, tomando el camino que lleva al valle de Espoleto. Durante el camino iban platicando entre sí sobre los muchos y admirables dones que el clementísimo Dios les había concedido: cómo el vicario de Cristo, señor y padre de toda la cristiandad, les había recibido con la mayor amabilidad; de qué forma podrían llevar a la práctica sus recomendaciones y mandatos; cómo podrían observar con sinceridad la Regla que habían recibido y guardarla indefectiblemente; de qué manera se conducirían santa y religiosamente en la presencia del Altísimo; en fin, cómo su vida y costumbres, creciendo en santas virtudes, servirían de ejemplo a sus prójimos. Y mientras los nuevos discípulos de Cristo iban así conversando ampliamente sobre estos temas en aquella escuela de humildad, avanzaba el día y pasaban las horas. Llegaron a un lugar solitario; estaban muy cansados por la fatiga del viaje; tenían hambre, y no podían hallar alimento alguno, porque aquel lugar estaba muy alejado de todo poblado. Pero al punto, por divina providencia, les salió al encuentro un hombre que traía en sus manos un pan; se lo dio y se fue. Ellos, que no lo conocían, quedaron profundamente maravillados, y mutuamente se exhortaban con devoción a confiar más y más en la divina misericordia.
Tomado el alimento y ya confortados, llegaron a un lugar próximo a la ciudad de Orte, y allí permanecieron unos quince días. Algunos de ellos entraban en la ciudad en busca de lo necesario para la subsistencia, y lo poco que podían conseguir de puerta en puerta lo llevaban a los otros hermanos y lo comían en común, con acción de gracias y gozo del corazón. Si algo les sobraba, porque no encontraban a quién dárselo, lo depositaban en un sepulcro, que tiempo atrás había contenido cuerpos de difuntos, para comérselo más tarde. Aquel lugar estaba desierto y abandonado, y pocos, por no decir ninguno, se acercaban allí.
35. Grande era su alegría cuando no veían ni tenían nada que vana y carnalmente pudiera excitarles a deleite (13). Comenzaron a familiarizarse con la santa pobreza (14); y, sintiéndose llenos de consolación en medio de la carencia total de las cosas del mundo, determinaron vivir perpetuamente y en todo lugar unidos a ella, como lo estaban al presente. Ya que, depuesto todo cuidado de las cosas terrenas, les deleitaba sólo la divina consolación, establecieron -y se confirmaron en ello- no apartarse nunca de sus abrazos por muchas que fueran las tribulaciones que los agitasen y muchas las tentaciones que los importunaran.
Y aunque la belleza del lugar, que suele ejercer no pequeño influjo en la relajación del vigor del alma, no había cautivado su afecto, a fin de que ni siquiera una permanencia excesivamente prolongada pudiera suscitar en ellos apariencia de propiedad, abadanaron el lugar (15), y, siguiendo al Padre feliz, entraron en el valle de Espoleto.
Verdaderos amantes de la justicia, trataban también de si debían convivir con los hombres o retirarse a lugares solitarios. Mas San Francisco, que no confiaba en sí mismo y se prevenía para todos los asuntos con la santa oración, escogió no vivir para sí solo, sino para Aquel que murió por todos, pues se sabía enviado a ganar para Dios las almas que el diablo se esforzaba en arrebatárselas (16).
Capítulo XV
Fama del bienaventurado Francisco y conversión de muchos a Dios.
Cómo la Orden se llamó de los Hermanos Menores
y cómo educaba a los que ingresaban en la Religión
36. El muy valeroso caballero de Cristo Francisco recorría ciudades y castillos anunciando el reino de Dios, predicando la paz y enseñando la salvación y la penitencia para la remisión de los pecados; no con persuasivos discursos de humana sabiduría, sino con la doctrina y poder del espíritu. En todo actuaba con gran seguridad por la autoridad apostólica que había recibido, evitando adulaciones y vanas lisonjas. No sabía halagar las faltas de algunos y las fustigaba; lejos de alentar la vida de los que vivían en pecado, la castigaba con ásperas reprensiones, ya que antes se había convencido a sí mismo viviendo lo que recomendaba con las palabras; no temiendo que le corrigieran, proclamaba la verdad con tal aplomo que hasta hombres doctísimos, ilustres por su fama y dignidad, quedaban admirados de sus sermones, y en su presencia se sentían sobrecogidos de un saludable temor. Corrían a él hombres y mujeres; los clérigos y los religiosos acudían presurosos para ver y oír al santo de Dios, que a todos parecía hombre del otro mundo (17). Gentes de toda edad y sexo dábanse prisa para contemplar las maravillas que el Señor renovaba en el mundo por medio de su siervo. Parecía en verdad que en aquel tiempo, por la presencia de San Francisco y su fama, había descendido del cielo a la tierra una luz nueva que disipaba aquella oscuridad tenebrosa que había invadido casi la región entera, de suerte que apenas había quien supiera hacia dónde tenía que caminar. Tan profundo era el olvido de Dios y tanto había cundido en casi todos el abandono indolente de sus mandatos, que era poco menos que imposible sacudirlos de algún modo de sus viejos e inveterados vicios.
37. Brillaba como fúlgida estrella en la oscuridad de la noche, y como la aurora en las tinieblas; y en breve cambió el aspecto de aquella región; superada la antigua fealdad, se mostró con rostro más alegre. Desapareció la primitiva aridez y al punto brotó la mies en aquel campo escuálido; también la viña inculta dejó brotar el germen del buen olor de Dios, y, rompiendo en suavísimas flores, dio frutos de bien y de honestidad.
Por todas partes resonaban himnos de gratitud y de alabanza; tanto que muchos, dejando los cuidados de las cosas del mundo, encontraron, en la vida y en la enseñanza del beatísimo padre Francisco, conocimiento de sí mismos y aliento para amar y venerar al Creador. Mucha gente del pueblo, nobles y plebeyos, clérigos y legos, tocados de divina inspiración, se llegaron a San Francisco, deseosos de militar siempre bajo su dirección y magisterio. Cual río caudaloso de gracia celestial, empapaba el santo de Dios a todos ellos con el agua de sus carismas y adornaba con flores de virtudes el jardín de sus corazones. ¡Magnífico operario aquél! Con sólo que se proclame su forma de vida, su regla y doctrina, contribuye a que la Iglesia de Cristo se renueve en los fieles de uno y otro sexo y triunfe la triple milicia de los que se han de salvar (18). A todos daba una norma de vida y señalaba con acierto el camino de salvación según el estado de cada uno.
38. Es particularmente conocido lo que se refiere a la Orden que abrazó y en la que se mantuvo con amor y por profesión. Fue él efectivamente quien fundó la Orden de los Hermanos Menores y quien le impuso ese nombre en las circunstancias que a continuación se refieren: se decía en la Regla: «Y sean menores» (cf. 2 Cel 18.71.148); al escuchar esas palabras, en aquel preciso momento exclamó: «Quiero que esta fraternidad se llame Orden de Hermanos Menores».
Y, en verdad, menores quienes, sometidos a todos (cf. Test 19), buscaban siempre el último puesto y trataban de emplearse en oficios que llevaran alguna apariencia de deshonra, a fin de merecer, fundamentados así en la verdadera humildad, que en ellos se levantara en orden perfecto el edificio espiritual de todas las virtudes.
De hecho, sobre el fundamento de la constancia se erigió la noble construcción de la caridad, en que las piedras vivas, reunidas de todas las partes del mundo, formaron el templo del Espíritu Santo. ¡En qué fuego tan grande ardían los nuevos discípulos de Cristo! ¡Qué inmenso amor el que ellos tenían al piadoso grupo! Cuando se hallaban juntos en algún lugar o cuando, como sucede, topaban unos con otros de camino, allí era de ver el amor espiritual que brotaba entre ellos y cómo difundían un afecto verdadero, superior a todo otro amor. Amor que se manifestaba en los castos abrazos, en tiernos afectos, en el ósculo santo, en la conversación agradable, en la risa modesta, en el rostro festivo, en el ojo sencillo, en la actitud humilde, en la lengua benigna, en la respuesta serena; eran concordes en el ideal, diligentes en el servicio, infatigables en las obras.
39. Al despreciar todo lo terreno y al no amarse a sí mismos con amor egoísta, centraban todo el afecto en la comunidad y se esforzaban en darse a sí mismos para subvenir a las necesidades de los hermanos. Deseaban reunirse, y reunidos se sentían felices; en cambio, era penosa la ausencia; la separación, amarga, y dolorosa la partida.
Pero nada osaban anteponer a los preceptos de la santa obediencia aquellos obedientísimos caballeros que, antes de que se hubiera concluido la palabra de la obediencia, estaban ya prontos para cumplir lo ordenado. No sabían hacer distintivos en los preceptos; más bien, evitando toda resistencia, se ponían, como con prisas, a cumplir lo mandado.
Eran «seguidores de la altísima pobreza» (cf. 2 R 5,4), pues nada poseían ni amaban nada; por esta razón, nada temían perder. Estaban contentos con una túnica sola, remendada a veces por dentro y por fuera (19); no buscaban en ella elegancia, sino que, despreciando toda gala, ostentaban vileza, para dar así a entender que estaban completamente crucificados para el mundo. Ceñidos con una cuerda, llevaban calzones de burdo paño; y estaban resueltos a continuar en la fidelidad a todo esto y a no tener otra cosa.
En todas partes se sentían seguros, sin temor que los inquietase ni afán que los distrajese; despreocupados aguardaban al día siguiente; y cuando con ocasión de los viajes, se encontraban frecuentemente en situaciones incómodas, no se angustiaban pensando dónde habían de pasar la noche. Pues cuando, en medio de los fríos más crudos, carecían muchas veces del necesario albergue, se recogían en un horno (20) o humildemente se guarecían de noche en grutas o cuevas.
Durante el día iban a las casas de los leprosos o a otros lugares decorosos y quienes sabían hacerlo trabajaban manualmente (21), sirviendo a todos humilde y devotamente. Rehusaban cualquier oficio del que pudiera originarse escándalo (22); más bien, ocupados siempre en obras santas y justas, honestos y útiles, estimulaban a la paciencia y humildad a cuantos trataban con ellos.
40. De tal modo estaban revestidos de la virtud de la paciencia, que más querían morar donde sufriesen persecución en su carne que allí donde, conocida y alabada su virtud, pudieran ser aliviados por las atenciones de la gente. Y así, muchas veces padecían afrentas y oprobios, fueron desnudados, azotados, maniatados y encarcelados, sin que buscasen la protección de nadie; y tan virilmente lo sobrellevaban, que de su boca no salían sino cánticos de alabanza y gratitud.
Rarísima vez, por no decir nunca, cesaban en las alabanzas a Dios y en la oración. Se examinaban constantemente, repasando cuanto habían hecho, y daban gracias a Dios por el bien obrado, y reparaban con gemidos y lágrimas las negligencias y ligerezas. Se creían abandonados de Dios si no gustaban de continuo la acostumbrada piedad en el espíritu de devoción. Cuando querían darse a la oración, recurrían a ciertos medios que se habían ingeniado: unos se apoyaban en cuerdas suspendidas, para que el sueño no turbara la oración; otros se ceñían con instrumentos de hierro; algunos, en fin, se ponían piezas mortificantes de madera (23).
Si alguna vez, por excederse en el comer o beber, quedaba conturbada, como suele, la sobriedad, o si, por el cansancio del viaje, se habían sobrepasado, aunque fuera poco, de lo estrictamente necesario, se castigaban duramente con muchos días de abstinencia. En fin, tal era el rigor en reprimir los incentivos de la carne, que no temían arrojarse desnudos sobre el hielo, ni revolcarse sobre zarzas hasta quedar tintos en sangre (24).
41. Tan animosamente despreciaban lo terreno, que apenas consentían en aceptar lo necesario para la vida, y, habituados a negarse toda comodidad, no se asustaban ante las más ásperas privaciones.
En medio de esta vida ejercitaban la paz y la mansedumbre con todos; intachables y pacíficos en su comportamiento, evitaban con exquisita diligencia todo escándalo. Apenas si hablaban cuando era necesario, y de su boca nunca salía palabra chocarrera ni ociosa, para que en su vida y en sus relaciones no pudiera encontrarse nada que fuera indecente o inhonesto.
Eran disciplinados en todo su proceder; su andar era modesto; los sentidos los traían tan mortificados, que no se permitían ni oír ni ver sino lo que se proponían de intento. Llevaban sus ojos fijos en la tierra y tenían la mente clavada en el cielo. No cabía en ellos envidia alguna, ni malicia, ni rencor, ni murmuración, ni sospecha, ni amargura; reinaba una gran concordia y paz continua; la acción de gracias y cantos de alabanza eran su ocupación.
Estas son las enseñanzas del piadoso Padre, con las que formaba a los nuevos hijos, no tanto de palabra y con la lengua cuanto de obra y de verdad.
Capítulo XVI
Su morada en Rivo Torto y observancia de la pobreza
42. Recogíase el bienaventurado Francisco con los suyos en un lugar, próximo a la ciudad de Asís, que se llamaba Rivo Torto (25). Había allí una choza abandonada; en ella vivían los más valerosos despreciadores de las grandes y lujosas viviendas y a su resguardo se defendían de los aguaceros. Pues, como decía el Santo, «más presto se sube al cielo desde una choza que desde un palacio» (26). Todos los hijos y hermanos vivían en aquel lugar con su Padre, padeciendo mucho y careciendo de todo; privados muchísimas veces del alivio de un bocado de pan, contentos con los nabos que mendigaban trabajosamente de una parte a otra por la llanura de Asís. Aquel lugar era tan exageradamente reducido, que malamente podían sentarse ni descansar. Con todo, no se oía, por este motivo, murmuración o queja alguna; antes bien, con ánimo sereno y espíritu gozoso, conservaban la paciencia.
San Francisco practicaba con el mayor esmero todos los días, mejor, continuamente, el examen de sí mismo y de los suyos; no permitiendo en ellos nada que fuera peligroso, alejaba de sus corazones toda negligencia. Riguroso en la disciplina, para defenderse a sí mismo mantenía una vigilancia estricta. Si alguna vez la tentación de la carne le excitaba, cosa natural, arrojábase en invierno a un pozo lleno de agua helada y permanecía en él hasta que todo incentivo carnal hubiera desaparecido (cf. nota 24). Ni que decir tiene que ejemplo de tan extraordinaria penitencia era seguido con inusitado fervor por los demás.
43. Les enseñaba no tan sólo a mortificar los vicios y reprimir los estímulos de la carne, sino también los sentidos externos, por los cuales se introduce la muerte en el alma. Acaeció que por aquellos días y por aquellos lugares pasó el emperador Otón, con mucho séquito y gran pompa, a recibir la corona del imperio terreno (27); el santísimo Padre y sus compañeros estaban en la aludida choza, junto al camino por donde pasaba; ni salió él a verlo ni permitió que saliera sino aquel que valientemente le había de anunciar lo efímero de aquella gloria (28).
El glorioso Santo preparaba en su interior una morada digna de Dios, viviendo dentro de sí y moviéndose en los amplios espacios de su corazón; el barullo exterior no era capaz de cautivar sus oídos, ni voz alguna podía hacerle abandonar ni siquiera interrumpir el gran negocio que traía entre manos. Estaba investido de la autoridad apostólica, y por eso se resistía en absoluto a adular a reyes y príncipes.
44. Vivía en el continuo ejercicio de la santa simplicidad y no dejaba que lo angosto del lugar estrechara la holgura de su corazón. Por esto escribía el nombre de los hermanos en los maderos de la choza para que, al querer orar o descansar, reconociera cada uno su puesto y lo reducido del lugar no turbase el recogimiento del espíritu.
Cuando moraban en aquel lugar, un día un hombre con su borrico llegó a la choza que habitaban el varón de Dios y sus compañeros; para impedir que le echaran, invitaba al borrico a entrar, diciendo: «Adelante, que así mejoraremos este lugar». Al oírlo Francisco, y percatándose de la intención, lo llevó muy a mal; se pensaba aquel hombre que los hermanos querían afincarse allí y añadir nuevas chozas a la existente. Y, sin más, San Francisco salió de aquel lugar, abandonó aquel chamizo a causa de las palabras del aldeano, y se trasladó a otro sitio, no lejos de allí, que se llama Porciúncula, donde, como queda dicho (29), había reparado, tiempo atrás, la iglesia de Santa María. No quería tener propiedad para poder poseer todo con plenitud en el Señor.
Capítulo XVII
Cómo el bienaventurado Francisco enseñó a orar a sus hermanos
y la obediencia y pureza de éstos (30)
45. Por aquellos días, los hermanos le rogaron que les enseñase a orar, pues, caminando en simplicidad de espíritu, no conocían todavía el oficio eclesiástico (31). Él les respondió: «Cuando oréis, decid: "Padre nuestro" (32) y "Te adoramos, ¡oh Cristo!, en todas tus iglesias que hay en el mundo entero y te bendecimos, pues por tu santa cruz redimiste al mundo" (Test 5)». Los hermanos, discípulos de tan piadoso maestro, se cuidaban de observar esto con suma diligencia, puesto que ponían el máximo empeño en cumplir no sólo aquello que el bienaventurado padre Francisco les decía aconsejándoles fraternamente o mandándoles paternalmente, sino también -si de alguna manera podían adivinarlo- lo que pensaba o estaba cavilando. El mismo bienaventurado Padre solía decirles que es tan verdadera obediencia la que ha sido proferida o expresada como la que no ha sido más que pensada; igual cuando es mandamiento como cuando es deseo; es decir: «Un hermano súbdito debe someterse inmediatamente todo él a la obediencia y hacer lo que por cualquier indicio ha comprendido que quiere el hermano prelado; no solamente cuando ha escuchado la voz de éste, sino incluso cuando ha conocido su deseo».
Y así, dondequiera que hubiese una iglesia que, aun no cogiéndoles de paso, pudieran siquiera divisarla de lejos, se volvían hacia ella y, postrados en tierra, decían: «Adorámoste, Cristo, en todas las iglesias», según les había enseñado el Padre santo. Y lo que no es menos digno de admirar: hacían esto mismo siempre que veían una cruz o un signo de la cruz, fuese en la tierra, en una pared, en los árboles o en las cercas de los caminos.
46. En tal medida estaban repletos de santa simplicidad, tal era su inocencia de vida y pureza de corazón, que no sabían lo que era doblez; pues, como era una la fe, así era uno el espíritu, una la voluntad, una la caridad; siempre en coherencia de espíritus, en identidad de costumbres; iguales en el cultivo de la virtud; había conformidad en las mentes y coincidencia en la piedad de las acciones.
Confesaban con frecuencia sus pecados a un sacerdote secular de muy mala fama, y bien ganada, y digno del desprecio de todos por la enormidad de sus culpas; habiendo llegado a conocer su maldad por el testimonio de muchos, no quisieron dar crédito a lo que oían, ni dejar por ello de confesarle sus pecados como solían, ni de prestarle la debida reverencia (cf. Test 6-9).
Y como cierto día este u otro sacerdote dijera a uno de los hermanos: «Mira, hermano, no seas hipócrita», aquel hermano, sin más, apoyado en la palabra del sacerdote, creyó ser efectivamente un hipócrita. Y, afectado de un profundo dolor, se lamentaba día y noche. Al preguntarle los hermanos por la causa de tanta tristeza y de tan desacostumbrada aflicción, les respondió: «Un sacerdote me ha dicho esto, y me apena tanto, que con dificultad consigo pensar en otra cosa». Consolábanle los hermanos y le animaban a no tomarlo tan en serio, pero él les respondía: «¿Qué estáis diciendo, hermanos? Es un sacerdote quien me lo ha dicho; ¿acaso puede mentir un sacerdote? Pues como un sacerdote no miente, se impone que creamos ser verdadero lo que ha dicho». Así continuó tiempo y tiempo en esta simplicidad, hasta que el beatísimo Padre le tranquilizó con sus palabras, explicándole el dicho del sacerdote y excusando sagazmente la intención de éste.
Difícilmente podía haber turbación interior tan grande en un hermano que, como un nublado, no se disipara ante la palabra ardiente del Padre y que no diera paso a la serenidad.
Capítulo XVIII
El carro de fuego y el conocimiento de los ausentes
que el bienaventurado Francisco tenía
47. Caminando los hermanos en simplicidad ante Dios y con confianza ante los hombres, merecieron por aquel tiempo el gozo de la divina revelación. Mientras, inflamados del fuego del Espíritu Santo, cantaban el Pater noster con voz suplicante, en melodía espiritual, no sólo en las horas establecidas, sino en todo tiempo, ya que ni la solicitud terrena ni el enojoso cuidado de las cosas les preocupaba, una noche el beatísimo padre Francisco se ausentó corporalmente de su presencia. Y he aquí que a eso de la media noche, estando unos hermanos descansando y otros orando fervorosamente en silencio, entró por la puertecilla de la casa un carro de fuego deslumbrador que dio dos o tres vueltas por la habitación; sobre él había un gran globo, que, semejándose al sol, hizo resplandeciente la noche. Quedaron atónitos cuantos estaban en vela y se sobresaltaron los que dormían; sintiéronse iluminados no menos en el corazón que en el cuerpo. Reunidos todos, se preguntaban qué podría significar aquello; mas por la fuerza y gracia de tanta claridad quedaban patentes las conciencias de los unos para los otros.
Comprendieron finalmente y descubrieron que era el alma del santo Padre, radiante con aquel inmenso fulgor, la cual, en gracia, sobre todo, a su pureza y a su gran piedad con sus hijos, había merecido del Señor don tan singular.
48. En verdad que muchas veces habían comprobado y experimentado con señales manifiestas que los secretos del corazón no se le ocultaban al altísimo Padre. ¡Cuántas veces, sin que nadie se lo contase, sólo por revelación del Espíritu Santo, conoció las acciones de los hermanos ausentes, descubrió los secretos del corazón y sondeó las conciencias! ¡Y a cuántos amonestó en sueños, mandándoles lo que debían hacer y prohibiéndoles lo que debían evitar! ¡Cuántos fueron los que externamente parecían buenos y cuyas malas obras futuras predijo! Como, asimismo, presintiendo el término de las maldades de muchos, anunció que recibirían la gracia de la salvación. Más aún: si alguno poseía el espíritu de pureza y simplicidad (33), disfrutó de la consolación singular de contemplarlo de un modo que a otros no les era dado. Referiré, entre otros hechos, uno que conocí por testigos fidedignos. El hermano Juan de Florencia, nombrado por San Francisco ministro de los hermanos en la Provincia, celebraba capítulo con ellos en dicha provincia (34); el Señor Dios, con su piedad acostumbrada, le abrió la boca para la predicación e hizo a todos los hermanos atentos y benévolos para escuchar. Había entre éstos uno, sacerdote, ilustre por su fama y más por su vida, llamado Monaldo, cuya virtud estaba fundada en la humildad, alimentada por frecuente oración y defendida por el escudo de la paciencia. También estaba presente en aquel capítulo el hermano Antonio (35), a quien el Señor abrió la inteligencia para que entendiese las Escrituras y hablara de Jesús en todo el mundo palabras más dulces que la miel y el panal. Predicando él a los hermanos con todo fervor y devoción sobre las palabras «Jesús Nazareno, Rey de los judíos», el mencionado Monaldo miró hacia la puerta de la casa en la que estaban reunidos, y vio con los ojos del cuerpo al bienaventurado Francisco, elevado en el aire, con las manos extendidas en forma de cruz y bendiciendo a los hermanos. Parecían todos llenos de la consolación del Espíritu Santo, y, por el gozo de la salvación que experimentaron, creyeron muy digno de fe cuanto oyeron sobre la visión y presencia del gloriosísimo Padre.
49. En muchas ocasiones conoció lo recóndito de los corazones. Son abundantes los testimonios y frecuentes los casos. Me ceñiré sólo a uno del que no queda lugar a dudas.
Un hermano llamado Ricerio, noble por su linaje y mucho más por sus costumbres, amador de Dios y despreciador de sí mismo y que se conducía en todo con espíritu de piedad y total entrega para ganarse y poseer plenamente la benevolencia del santo Padre, tenía gran temor de que San Francisco le aborreciera internamente, y quedase así excluido de la gracia de su amor. Pensaba este hermano -muy timorato- que quien era amado de San Francisco con íntimo amor, había de merecer también el divino favor; y, por el contrario, quien no lo hallase benévolo y propicio, incurriría en la ira del supremo juez. Pensaba estas cosas en su interior, y frecuentemente se las repetía a sí mismo en el secreto de su corazón, sin que manifestara a nadie sus razonamientos.
50. Mas como cierto día estuviese el bienaventurado Padre orando en la celdilla y se acercase allí el hermano turbado por su idea fija, conoció el santo de Dios su llegada y lo que revolvía en la mente. Al instante lo hizo llamar y le animó: «Hijo, no te turbe ninguna tentación, ni pensamiento alguno te atormente, porque tú me eres muy querido, y has de saber que, entre los que estimo particularmente, eres digno de mi afecto y familiaridad. Llégate a mí confiado cuando gustes y háblame apoyado en la familiaridad que nos une» (36). Quedó el hermano extraordinariamente maravillado, y a partir de este momento fue mayor su veneración; cuanto creció en favor ante el santo Padre, tanto más confiadamente se abandonó a la misericordia de Dios.
¡Cuán doloroso debe resultar, Padre santo, sufrir tu ausencia a quienes no esperan encontrar de nuevo en la tierra otro semejante a ti! Ayúdanos, te lo suplicamos, con tu intercesión a los que nos ves cubiertos de la funesta mancha del pecado. Cuando estabas ya repleto del espíritu de todos los justos, previendo lo futuro y contemplando lo presente, aparecías siempre envuelto en la simplicidad para huir de toda ostentación.
Pero volvamos atrás para continuar el curso de la historia.
Capítulo XIX
Solicitud por sus hermanos
y desprecio de sí mismo y humildad verdadera
51. El beatísimo varón Francisco volvió corporalmente a sus hermanos, de los que, según queda dicho, jamás se alejaba en espíritu. Llevado siempre de santa curiosidad por los súbditos, informábase de las acciones de todos mediante diligente y minucioso examen, no dejando nada sin castigo, si algo aparecía menos perfecto. Fijaba la atención, ante todo, en las faltas espirituales; luego juzgaba las faltas externas, y, por último, trataba del modo de evitar las ocasiones que franquean la entrada al pecado.
Custodiaba, con todo interés y con la mayor solicitud, la santa y señora pobreza (37); para que no se llegase a tener cosas superfluas, ni permitía siquiera que hubiera en casa un vaso, siempre que se pudiera pasar sin él sin caer en extrema necesidad. Solía decir que era imposible satisfacer la necesidad sin condescender con el placer (cf. LM 5,1). Muy rara vez consentía en comer viandas cocidas, y, cuando las admitía, las componía muchas veces con ceniza o las volvía insípidas a base de agua fría. ¡Cuántas veces, mientras andaba por el mundo predicando el Evangelio de Dios, invitado a la mesa por grandes príncipes que le veneraban con afecto entrañable, gustaba apenas un poco de carne, por observar el santo Evangelio (38), y todo lo demás, que simulaba comer, lo guardaba en el seno, llevándose la mano a la boca para que nadie reparase lo que hacía! Y ¿qué diré del uso del vino, cuando ni bebía el agua suficiente aun en los casos en que se veía atormentado por la sed?
52. Dondequiera que se hospedase, no permitía que su lecho fuera cubierto de ropas, sino que sobre la desnuda tierra extendía la túnica, que recibía sus desnudos miembros. Cuando concedía al débil cuerpo el favor del sueño, dormía muchas veces sentado, y, citando se tendía, lo hacía en la forma indicada, poniendo de cabezal un leño o una piedra (39).
Si, como ocurre, sentía despertársele el apetito de comer alguna cosa, difícilmente se avenía a satisfacerlo. Sucedió en cierta ocasión que, estando enfermo, comió un poco de carne de pollo; recobradas las fuerzas del cuerpo, entró en la ciudad de Asís. Al llegar a la puerta, mandó a un hermano que le acompañaba que, echándole una cuerda al cuello, lo llevase como a ladrón por toda la ciudad, proclamando en tono de pregonero: «Aquí lo tenéis; mirad a este glotón, que está bien cebado de carne de gallina sin que vosotros lo supierais». Ante semejante espectáculo, corría la gente y decían entre lágrimas y suspiros: «¡Pobres de nosotros, que pasamos toda la vida manchados con sangre y alimentamos nuestros corazones y cuerpos con lujurias y borracheras!» Así, compungidos de corazón ante ejemplo tan singular, se sentían arrastrados a mejorar su vida.
53. Casos como éste los repetía con frecuencia, ya para despreciarse a la perfección a sí mismo, ya también para estimular a los demás a apetecer los honores que no se acaban. Se miraba a sí mismo como objeto de desecho; libre de todo temor, de toda solicitud por su cuerpo, lo exponía a toda clase de afrentas para que su amor no le hiciera desear cosa temporal. Maestro consumado en el desprecio de sí mismo, a todos lo enseñaba con la palabra (40) y con el ejemplo. Celebrado por todos y por todos ensalzado, sólo para él era un ser vilísimo (cf. Adm 12 y 18), sólo él se consideraba con todo ardor objeto de menosprecio. Con frecuencia se veía honrado de todos, y por ello se sentía tan profundamente herido, que, rehusado todo halago humano, se hacía insultar por alguien. Llamaba a un hermano y le decía: «Te mando por obediencia que me injuries sin compasión y me digas la verdad, contra la falsedad de éstos». Y mientras el hermano, muy a pesar suyo, le llamaba villano, mercenario, sin substancia, él, entre sonrisas y aplausos, respondía: «El Señor te bendiga, porque dices la verdad; esto es lo que necesita oír el hijo de Pedro Bernardone». De este modo traía a su memoria el origen humilde de su cuna.
54. Con objeto de probar que en verdad era digno de desprecio y de dar a los demás ejemplo de auténtica confesión, no tenía reparo en manifestar ante todo el público, durante la predicación, la falta que hubiera cometido. Más aún: si le asaltaba, tal vez, algún mal pensar sobre otro o sin reflexionar le dirigía una palabra menos correcta, al punto confesaba su culpa con toda humildad al mismo de quien había pensado o hablado y le pedía perdón (cf. Adm 22). La conciencia, testigo de toda inocencia, no le dejaba reposar, vigilándose con toda solicitud en tanto la llaga del alma no quedase enteramente curada. No le agradaba que nadie se apercibiera de sus progresos en todo género de empresas; sorteaba por todos los medios la admiración, para no incurrir en vanidad.
¡Pobres de nosotros! Te hemos perdido, digno Padre, ejemplar de toda bondad y de toda humildad; te hemos perdido por justa condena, pues, teniéndote con nosotros, no nos empeñamos en conocerte.
Capítulo XX
Cómo, llevado del deseo del martirio,
se dirige primero a España y luego a Siria.
Cómo, por su mediación, Dios, multiplicando los alimentos,
salvó la vida de los navegantes
55. Inflamado en divino amor, el beatísimo padre Francisco pensaba siempre en acometer empresas mayores. Mantenía vivo el deseo de alcanzar la cima de la perfección, caminando con un corazón anchuroso por la vía de los mandamientos de Dios. El año sexto de su conversión (41), ardiendo en vehementes deseos de sagrado martirio, quiso pasar a Siria para predicar la fe cristiana y la penitencia a los sarracenos y demás infieles. Para conseguirlo se embarcó en una nave; pero, a causa de los vientos contrarios, se encontró, con los demás navegantes, en las costas de Eslavonia (42). Viéndose defraudado en tan vivo deseo, poco después rogó a unos marineros que se dirigían a Ancona lo admitiesen en su compañía, pues aquel año apenas había nave que zarpara para Siria. Mas como ellos se negasen rotundamente a tal petición dada la insuficiencia de víveres, el santo de Dios, confiando plenamente en la bondad del Señor, se metió a escondidas en la nave con su compañero. Se presentó entonces, por divina providencia, uno que, sin que nadie lo supiera, traía alimentos; llamó a un marinero temeroso de Dios y le dijo: «Toma todo esto y, cuando surja la necesidad, entrégalo fielmente a los pobres que están ocultos en la nave». Sucedió, pues, que se levantó de improviso una furiosa tempestad, y, habiéndose prolongado los días de navegación, los marineros consumieron los víveres, y no quedaron más alimentos que los que tenía el pobre Francisco. Estos, por gracia y virtud divina, se multiplicaron de tal forma, que, aunque se dilató la travesía, cubrieron con abundancia las necesidades de todos hasta que llegaron al puerto de Ancona. Viéndose los marineros a salvo de los peligros del mar gracias al siervo de Dios Francisco, lo agradecieron al omnipotente Dios, que siempre se muestra admirable y amable con sus siervos.
56. El siervo del Dios excelso, Francisco, dejó el mar y se puso a recorrer la tierra y a trabajar con la reja de la palabra, sembrando la semilla de vida que da frutos de bendición. Al punto, muchísimos hombres buenos e idóneos, clérigos y laicos, huyendo del mundo y rompiendo virilmente con el diablo, por gracia y voluntad del Altísimo, le siguieron devotamente en su vida e ideales. Mas si bien el sarmiento evangélico producía abundancia de frutos sabrosísimos, no por esto se enfrió su excelente propósito y ardiente deseo del martirio. Poco después se dirigió hacia Marruecos a predicar el Evangelio al Miramamolín y sus correligionarios (43). Tal era la vehemencia del deseo que le movía, que a veces dejaba atrás a su compañero de viaje y no cejaba, ebrio de espíritu, hasta dar cumplimiento a su anhelo. Pero loado sea el buen Dios, que tuvo a bien, por su sola benignidad, acordarse de mí (44) y de otros muchos: y es que, una vez que entró en España, se enfrentó con él, y, para evitar que continuara adelante, le mandó una enfermedad que le hizo retroceder en su camino.
57. Volvióse a la iglesia de Santa María de la Porciúncula, y al poco tiempo se le unieron, muy gozosos, algunos letrados y algunos nobles. Siendo él nobilísimo de alma y muy discreto, los trató con toda consideración y dignidad, dando con delicadeza a cada uno lo que le correspondía. Dotado de singular discreción, ponderaba con prudencia la dignidad de cada uno. Pero, a pesar de todo, no podía hallar sosiego mientras no llevase a feliz término el deseo de su corazón, ahora más vehemente. Por esto, en el año trece de su conversión marchó a Siria con un compañero (45), al tiempo en que la guerra entre cristianos y sarracenos crecía a diario en dureza y crueldad, y no temió presentarse ante el sultán de los sarracenos (46).
¿Quién será capaz de narrar la entereza de ánimo con que se mantuvo ante él, el acento que ponía en sus palabras, la elocuencia y seguridad con que respondía a quienes se mofaban de la ley cristiana? Antes de llegar al sultán fue apresado por sus satélites: colmado de ultrajes y molido a azotes, no tiembla; no teme ante la amenaza de suplicios, ni le espanta la proximidad de la muerte. Y he aquí que, si muchos le agraviaron con animosidad y gesto hostil, el sultán, por el contrario, lo recibió con los más encumbrados honores. Lo agasajaba cuanto podía y, presentándole toda clase de dones, intentaba doblegarle a las riquezas del mundo; ante el tesón con que lo despreciaba todo, como si fuera estiércol, estupefacto, lo miraba como a un hombre distinto de los demás; intensamente conmovido por sus palabras, le escuchaba con gran placer. Como se ve, el Señor no dio cumplimiento a los deseos del Santo, reservándole la prerrogativa de una gracia singular.
Capítulo XXI
Su predicación a las aves y obediencia de las criaturas
58. Al tiempo que aumentaba el número de los hermanos, como queda dicho, el beatísimo padre Francisco recorría el valle de Espoleto. Llegó a un lugar cerca de Menavia donde se habían reunido muchísimas aves de diversas especies, palomas torcaces, cornejas y grajos. Al verlas, el bienaventurado siervo de Dios Francisco, hombre de gran fervor y que sentía gran afecto de piedad y de dulzura aun por las criaturas irracionales e inferiores, echa a correr, gozoso, hacia ellas, dejando en el camino a sus compañeros. Al estar ya próximo, viendo que le aguardaban, las saludó según su costumbre (1). Admirado sobremanera de que las aves no levantaran el vuelo, como siempre lo hacen, con inmenso gozo les rogó humildemente que tuvieran a bien escuchar la palabra de Dios. He aquí algunas de las muchas cosas que les dijo: «Mis hermanas aves: mucho debéis alabar a vuestro Creador y amarle de continuo, ya que os dio plumas para vestiros, alas para volar y todo cuanto necesitáis. Os ha hecho nobles entre sus criaturas y os ha dado por morada la pureza del aire. No sembráis ni recogéis, y, con todo, Él mismo os protege y gobierna, sin preocupación alguna de vuestra parte». Al oír tales palabras, las avecillas -lo atestiguaba él y los hermanos que le acompañaban- daban muestras de alegría como mejor podían: alargando su cuello, extendiendo las alas, abriendo el pico y mirándole. Y él, paseando por en medio de ellas, iba y venía, rozando con la túnica sus cabezas y su cuerpo. Luego las bendijo y, hecho el signo de la cruz, les dio licencia para volar hacia otro lugar. El bienaventurado Padre reemprendió el camino con sus compañeros y, gozoso, daba gracias a Dios, a quien las criaturas todas veneran con devota confesión.
Adquirida la simplicidad, no por naturaleza, sino por gracia, culpábase a sí mismo de negligencia por haber omitido hasta entonces la predicación a las aves, toda vez que habían escuchado la palabra de Dios con tanta veneración. A partir, pues, de este día, comenzó a exhortar con todo empeño a todas las aves, a todos los animales y a todos los reptiles, e incluso a todas las criaturas insensibles, a que loasen y amasen al Creador, ya que comprobaba a diario la obediencia de todos ellos al invocar el nombre del Salvador.
59. Un día llegó a una aldea llamada Alviano a predicar la palabra de Dios; subiéndose a un lugar elevado para que todos le pudiesen ver, pidió que guardasen silencio. Estando todos callados y en actitud reverente, muchísimas golondrinas que hacían sus nidos en aquellos parajes chirriaban y alborotaban no poco. Y era tal el garlido de las aves, que el bienaventurado Francisco no lograba hacerse oír del pueblo; dirigióse a ellas y les dijo: «Hermanas mías golondrinas: ha llegado la hora de que hable yo; vosotras ya habéis hablado lo suficiente hasta ahora. Oíd la palabra de Dios y guardad silencio y estad quietecitas mientras predico la palabra de Dios». Y las golondrinas, ante el estupor y admiración de los asistentes, al momento enmudecieron y no se movieron de aquel lugar hasta que terminó la predicación. Contemplando semejante espectáculo, la gente, maravillada, se decía: «Verdaderamente este hombre es un santo y amigo del Altísimo». Y con toda devoción se apresuraban a tocarle siquiera el vestido, loando y bendiciendo al Señor.
En verdad, cosa admirable: las mismas criaturas irracionales percibían el afecto y barruntaban el dulcísimo amor que sentía por ellas.
60. Morando una vez en Greccio, un hermano le trajo una liebrecilla cazada a lazo. Al verla el beatísimo varón, conmovido de piedad, le dijo: «Hermana liebrezuela, ven a mí. ¿Por qué te has dejado engañar de este modo?» Luego, el hermano que la tenía la dejó en libertad, pero el animalito se refugió en el Santo y, sin que nadie lo retuviera, se quedó en su seno, como en lugar segurísimo. Habiendo descansado allí un poquito, el santo Padre, acariciándolo con afecto materno, lo dejó libre para que volviera al bosque; puesto en tierra repetidas veces, otras tantas se volvía al seno del Santo; por fin tuvo que mandar a sus hermanos que lo llevaran a la selva, que distaba poco de aquel lugar.
Estando en la isla del lago de Perusa (2), le sucedió un caso semejante con un conejo, animal difícil de domesticar.
61. Idéntico afecto de piedad sentía para con los peces. Si le era posible, devolvía al agua, vivos, los peces que habían sido capturados, advirtiéndoles que tuvieran cuidado de no dejarse coger otra vez. Un día que se encontraba sentado en una barca cerca de un puerto en el lago de Rieti, un pescador cogió un pez grande, vulgarmente llamado tenca, y se lo ofreció devotamente. Él lo recibió alegre y benignamente y comenzó a saludarlo con el nombre de hermano; volviéndolo nuevamente al agua, se puso a bendecir con devoción el nombre del Señor. Durante la oración del Santo, el pez no se apartaba del lugar en que había sido colocado y, junto a la nave, retozaba en el agua; sólo marchó cuando, concluida la oración, recibió del Santo licencia para irse.
Fue así como el glorioso padre Francisco, caminando en la vía de la obediencia y en la absoluta sumisión a la divina voluntad, consiguió de Dios la alta dignidad de hacerse obedecer de las criaturas.
En cierta ocasión, estando enfermo de gravedad en el eremitorio de San Urbano, el agua se le convirtió en vino y, no más gustarlo, se restableció tan presto, que todos creyeron ver, como así fue, un auténtico milagro. En verdad es santo aquel a quien obedecen las criaturas y el que, a voluntad, cambia el destino de los elementos.
Capítulo XXII
Su predicación en Áscoli
y cómo por los objetos que sus manos habían tocado
los enfermos recobraban la salud
62. Por aquellos días en que el venerable padre Francisco había predicado a las aves, según queda dicho, recorriendo ciudades y castillos y derramando por doquier la semilla de bendición, llegó a la ciudad de Áscoli. Predicando en la misma con grandísimo fervor la palabra de Dios, según su costumbre, por obra de la diestra del Excelso se llenó casi todo el pueblo de tanta gracia y devoción, que todos, ansiosos, se atropellaban para oírlo y verlo. Fue entonces cuando recibieron de sus manos el hábito de la santa Religión treinta entre clérigos y laicos.
Era tanta la fe de hombres y mujeres y tan grande su devoción hacia el santo de Dios, que se tenía por muy feliz quien podía tocar siquiera su vestido. Cuando entraba en una ciudad, se alegraba el clero, se volteaban las campanas, saltaban gozosos los hombres, congratulábanse las mujeres, los niños batían palmas, y muchas veces, llevando ramos de árboles en las manos, salían a su encuentro cantando.
Confundida la herética maldad (3), se ensalzaba la fe de la Iglesia, y mientras los fieles vitoreaban jubilosos, los herejes permanecían agazapados. No había quien osara objetar a sus palabras, pues, siendo tan grandes los signos de santidad que reflejaba, la gente que asistía centraba toda su atención sólo en él. Pensaba que, entre todas las cosas y sobre todas ellas, se había de guardar, venerar e imitar la fe de la santa Iglesia romana, en la cual solamente se encuentra la salvación de cuantos han de salvarse (4). Veneraba a los sacerdotes, y su afecto era grandísimo para toda la jerarquía eclesiástica (5).
63. La gente le presentaba panes para que se los bendijese, y luego los conservaba por mucho tiempo, pues comiéndolos se curaban de varias enfermedades. También muchas veces, llevada de su gran fe, cortaba pedazos a su túnica, dejándole en ocasiones medio desnudo. Y lo que es más de admirar: si el santo Padre había tocado alguna cosa con las manos, también, por medio de ella, recibían algunos enfermos la salud.
Vivía en una aldea de la comarca de Arezzo una mujer que estaba encinta; llegado el tiempo del parto, pasó varios días muy trabajosos sin poder dar a luz; tanto que, desfallecida por un dolor increíble, estaba entre la vida y la muerte. Vecinos y parientes habían oído que el bienaventurado Francisco iba a pasar por aquel camino hacia un eremitorio; pero, mientras ellos le esperaban, Francisco llegó a dicho lugar por otro camino, pues, débil y enfermo como estaba, tuvo que hacer el recorrido montado a caballo. Una vez en el retiro, devolvió el caballo al señor que se lo había prestado caritativamente, sirviéndose de un hermano llamado Pedro. Éste, de vuelta con el caballo, pasó por donde vivía la tan angustiada mujer. Viéndolo venir los hombres del contorno, a toda prisa salieron a su encuentro, pensando que era el bienaventurado Francisco; mas, al comprobar que no era él, se llenaron de profunda tristeza. Por fin se les ocurrió pensar si por ventura podrían dar con algún objeto que el bienaventurado Francisco hubiera tocado con sus manos. En estas averiguaciones se iba pasando el tiempo, hasta que cayeron en la cuenta de que mientras cabalgaba había tenido las bridas del freno en las manos; sacando el freno de la boca del animal en que el Santo había montado, pusieron sobre la mujer las bridas que el Padre había tenido entre sus manos, y al momento, gozosa y sana, dio a luz fuera de todo peligro.
64. Gualfreducio, que moraba en Città della Pieve, hombre religioso y temeroso de Dios y que le daba culto con toda su familia, tenía en su poder una cuerda con la cual el bienaventurado Francisco se había ceñido alguna vez. Acaeció que en aquella región muchos hombres y mujeres sufrían de varias enfermedades y fiebres. Este buen hombre pasaba por las casas de los enfermos, dándoles a beber del agua en la que había metido la cuerda o a la que había echado algún pelillo de la misma, y todos recobraban la salud en el nombre de Cristo (6).
Tales milagros y muchos más que no nos sería posible exponer aunque alargásemos la narración, acontecían estando el bienaventurado Francisco ausente. Con todo, referiré brevemente ahora unos pocos de los que el Señor Dios nuestro se dignó obrar por su presencia.
Capítulo XXIII
Cómo curó a un cojo en Toscanella y a un paralítico en Narni
65. Recorría el santo de Dios en cierta ocasión algunas varias y extensas regiones anunciando el reino de Dios; llegó a una ciudad llamada Toscanela. Mientras esparcía la semilla de vida por esta ciudad según costumbre, se hospedó en casa de un caballero que tenía un hijo único, cojo y enclenque: había que tenerlo en la cuna, aun cuando, siendo todavía de poca edad, había dejado atrás los años del destete. Viendo su padre la gran santidad de que estaba adornado el varón de Dios, se arrojó humildemente a sus pies, pidiéndole la curación de su hijo. Considerábase el Santo indigno e incapaz de tanta virtud y gracia, y rehusó por algún tiempo el hacerlo. Al fin, vencido por la constante súplica del padre, hizo oración e impuso su mano sobre el niño y, bendiciéndolo, lo levantó. En el nombre de nuestro Señor Jesucristo, el niño se puso en pie al instante, sano, y echó a correr de aquí para allá por la casa ante la mirada gozosa de todos los presentes.
66. En otra ocasión, el varón de Dios Francisco llegó a Narni, donde permaneció varios días. Había en la ciudad un hombre llamado Pedro, que yacía en cama paralítico; hacía cinco meses que había perdido el uso de todos los miembros, de tal modo que no podía ni levantarse ni moverse lo más mínimo; imposibilitado de pies, manos y cabeza, sólo podía mover la lengua y abrir los ojos. Enterado de que San Francisco había llegado a Narni, mandó un recado al obispo de la ciudad para que, por divina piedad, se dignase enviarle al siervo del Dios altísimo, plenamente convencido de que la vista y presencia del Santo eran lo suficiente para curarle de su enfermedad. Y así fue; pues, habiendo llegado el bienaventurado Francisco a la casa del enfermo, hizo sobre él la señal de la cruz de la cabeza a los pies, y al punto desapareció el mal y recobró el enfermo la salud perdida.
Capítulo XXIV
Cómo devolvió la vista a una mujer
y cómo en Gubbio sanó a una paralítica
67. A una mujer, también de la misma ciudad, que estaba ciega, hízole el bienaventurado Francisco la señal de la cruz sobre sus ojos, y al momento recuperó la vista tan deseada. En Gubbio vivía una mujer que tenía ambas manos entumecidas, sin poder hacer nada con ellas. Apenas supo que el santo Francisco había entrado en la ciudad, corrió a toda prisa a verlo, y con rostro lastimoso, llena de aflicción, mostróle las manos contrahechas y le pedía que se las tocara. El Santo, conmovido de piedad, le tocó las manos y se las sanó. Inmediatamente, la mujer volvió jubilosa a su casa, hizo con sus propias manos un requesón y se lo ofreció al santo varón. Éste tomó cortésmente un pedacito y le mandó que se comiese lo restante con su familia.
Capítulo XXV
Cómo curó a un hermano de epilepsia o le libró del demonio (7)
y cómo en San Gemini liberó a una endemoniada
68. Había un hermano que con frecuencia sufría una gravísima enfermedad, horrible a la vista; no sé qué nombre darle, ya que, en opinión de algunos, era obra del diablo maligno. Muchas veces, convulso todo él, con una mirada de espanto, se revolcaba, echando espumarajos; sus miembros, ora se contraían, ora se estiraban; ya se doblaban y torcían, ya se quedaban rígidos y duros. Otras veces, extendido cuan largo era y rígido, los pies a la altura de la cabeza, se levantaba en alto lo equivalente a la estatura de un hombre, para luego caer a plomo sobre el suelo. Compadecido el santo padre Francisco de tan gravísima enfermedad, se llego a él y, hecha oración, trazó sobre él la cruz y lo bendigo. Al momento quedó sano, y nunca más volvió a sufrir molestia por esta enfermedad.
69. Pasando en cierta ocasión el beatísimo padre Francisco por el obispado de Narni, llegó a un lugar que se llama San Gemini (8) para anunciar allí el reino de Dios. Recibió hospedaje con otros tres hermanos en casa de un hombre temeroso y devoto de Dios, que gozaba de buen nombre en aquella tierra. Su mujer estaba atormentada por el demonio, cosa conocida de todos los habitantes de la región. Confiando su marido que pudiera recobrar la libertad por los méritos de Francisco, rogó al Santo por ella. Mas como éste, viviendo en simplicidad, gustase más en saborear desprecios que en sentirse ensalzado entre honores mundanos por sus obras de santidad, rehuía con firmeza complacerle en su petición. Por fin, puesto que de la gloria de Dios se trataba y siendo muchos los que le rogaban, asintió, vencido, a lo que le pedían. Hizo venir también a los tres hermanos que con él estaban y, situándolos en cada ángulo de la casa, les dijo: «Oremos, hermanos, al Señor por esta mujer, a fin de que Dios, para alabanza y gloria suya, la libre del yugo del diablo». Y añadió: «Permanezcamos en pie, separados, cada uno en un ángulo de la casa, para que este maligno espíritu no se nos escape o nos engañe refugiándose en los escondites de los ángulos». Terminada la oración, el bienaventurado Francisco se acercó con la fuerza del Espíritu a la mujer, que lastimosamente se retorcía y gritaba horrorosamente, y le dijo: «En el nombre de nuestro Señor Jesucristo, por obediencia te mando, demonio, que salgas de ella, sin que oses en adelante molestarla». Apenas había terminado estas palabras, cuando salió fuera con tal rapidez, con tanta furia y estrépito, que el santo Padre, ante la repentina curación de la mujer y la precipitada obediencia del demonio, creyó que había sufrido un engaño. De seguido marchó, avergonzado, de aquel lugar -disponiéndolo así la Providencia- para que en nada pudiera vanagloriarse.
Volvió a pasar en otra ocasión por el mismo lugar el bienaventurado Francisco en compañía del hermano Elías; enterada la mujer de su llegada, se levantó al punto y echó a correr por la plaza, clamando en pos del Santo para que se dignase dirigirle la palabra. Mas él se negaba a hablarle, conociendo que era la mujer de la que por divina virtud había arrojado, tiempo atrás, al demonio. Ella besaba las huellas de sus pies, dando gracias a Dios y a San Francisco, su siervo, que le había librado del poder de la muerte. Por fin, a instancias y ruegos del hermano Elías, el Santo, confirmado por el testimonio de muchos de la enfermedad que padeció la mujer, según queda referido, y de su curación, accedió a dirigirle la palabra.
Capítulo XXVI
Cómo lanzó también un demonio en Città di Castello
70. También Città di Castello (9) había una mujer poseída del demonio. Estando el beatísimo padre Francisco en esta ciudad, llevaron a una mujer a la casa donde se hospedaba el Santo. La mujer estaba fuera y, como suelen hacerlo los espíritus inmundos, rompió en un rechinar de dientes y con rostro feroz comenzó a dar gritos de espanto. Muchos hombres y mujeres de la ciudad que habían acudido, suplicaron a San Francisco en favor de aquella mujer, pues, al mismo tiempo que el maligno la atormentaba, a ellos los asustaba con sus alaridos. El santo Padre envió entonces a un hermano que estaba con él a fin de comprobar si era el demonio o un engaño mujeril. En cuanto lo vio ella, comenzó a mofarse, sabiendo que no era San Francisco. El Padre santo había quedado dentro en oración; una vez terminada ésta, salió fuera. No pudo la mujer soportar su virtud, y comenzó a estremecerse y a revolcarse por el suelo. San Francisco la llamó a sí, diciéndole: «En virtud de la obediencia te mando, inmundo espíritu, que salgas de ella». Al momento la dejó, sin ocasionarle mal alguno y dándose a la fuga de muy mal talante.
Gracias sean dadas a Dios omnipotente, que obra todo en todos. Mas como nos hemos propuesto exponer no los milagros, que, si reflejan la santidad, no la construyen (10), sino, más bien, la excelencia de su vida y su forma sincerísima de comportamiento, narraremos las obras de eterna salvación, omitiendo los milagros, que son muy numerosos.
Capítulo XXVII
Caridad (11) y constancia de espíritu.
Cómo predicó ante el señor papa Honorio
y se confiaron él y los suyos al cardenal Hugolino, obispo de Ostia
71. El varón de Dios Francisco había aprendido a no buscar sus intereses, sino a cuidarse de lo que miraba a la salvación de los demás; pero, más que nada, deseaba morir y estar con Cristo (Flp 1,23). Por eso, su preocupación máxima era la de ser libre de cuanto hay en el mundo, para que, ni por un instante, pudiera el más ligero polvillo empañar la serenidad de su alma. Permanecía insensible a todo estrépito del exterior y ponía toda su alma en tener recogidos los sentidos exteriores y en dominar los movimientos del ánimo, para darse sólo a Dios; había hecho su nido en las hendiduras de las rocas, y su morada en las grietas de las peñas escarpadas (Cant 2,14). Recorría con gozosa fruición las célibes mansiones (12) y, todo anonadado, permanecía largo tiempo en las llagas del Salvador.
Por esto escogía frecuentemente lugares solitarios (13), para dirigir su alma totalmente a Dios; sin embargo, no eludía perezosamente intervenir, cuando lo creía conveniente, en los asuntos del prójimo y dedicarse de buen grado a su salvación. Su puerto segurísimo era la oración; pero no una oración fugaz, ni vacía, ni presuntuosa, sino una oración prolongada, colmada de devoción y tranquilidad en la humildad. Podía comenzarla al anochecer y con dificultad la habría terminado a la mañana; fuese de camino o estuviese quieto, comiendo o bebiendo, siempre estaba entregado a la oración. Acostumbraba salir de noche a solas para orar en iglesias abandonadas y aisladas; bajo la divina gracia, superó en ellas muchos temores y angustias de espíritu.
72. Combatía cuerpo a cuerpo con el diablo, pues en estos lugares no sólo le excitaba interiormente con tentaciones, sino que lo amedrentaba externamente con estrépitos y sacudimientos. Pero, conocedor el fortísimo caballero de Dios de que su Señor todo lo puede en todo lugar, lejos de acobardarse ante tales temores, decía en su corazón: «No podrás, malvado, emplear contra mí las armas de tu malicia más de lo que podrías si estuviéramos en público delante de todos».
En verdad que su perseverancia era suma y a nada atendía fuera de las cosas de Dios. Predicaba muchísimas veces la divina palabra a miles de personas, y lo hacía con la misma convicción que si dialogara con un íntimo compañero. Las multitudes más numerosas las contemplaba como si fueran un solo hombre, y a un solo hombre le predicaba con tanto interés como si estuviera ante una muchedumbre. Aquella su seguridad en la predicación procedía de la pureza de su espíritu, y, aunque improvisara, decía cosas admirables e inauditas para todos. Mas, si alguna vez se recogía en meditación antes del sermón y le sucedía que ante el auditorio no recordaba nada de lo meditado y no se le ocurría de qué hablarles, entonces, sin rubor alguno, confesaba ante el pueblo que había pensado sobre muchas cosas con el objeto de predicárselas, pero que de todas ellas se había olvidado; y al momento se llenaba de tanta elocuencia, que dejaba admirados a los oyentes. Otras veces, en cambio, no sabiendo qué decirles, les daba la bendición y despedía a la gente, sobremanera evangelizada con sólo esto.
73. En cierta ocasión se llegó a Roma por asuntos de la Orden, y deseaba muy mucho predicar ante el papa Honorio y los venerables cardenales (14). Conocedor de este deseo el señor Hugolino, ilustre obispo de Ostia, que veneraba al santo de Dios con singular afecto, sintióse poseído de temor y de alegría, admirando el fervor del santo varón y su ingenua simplicidad. Pero, confiando en la misericordia del Omnipotente, que nunca falta en tiempo de necesidad a los que piadosamente le honran, lo presentó al señor papa y a los reverendos cardenales. Hallándose Francisco ante tantos príncipes, obtenidas la licencia y la bendición, comenzó a predicar sin temor alguno. Y tal era el fervor de espíritu con que hablaba, que, no cabiendo en sí mismo de alegría, al tiempo que predicaba movía sus pies como quien estuviera saltando; no por ligereza, sino como inflamado en el fuego del divino amor, no incitando a la risa, sino arrancando lágrimas de dolor. Muchos de ellos sintiéronse compungidos de corazón, admirando la divina gracia y la seguridad de tal hombre. Entre tanto, el venerable señor obispo de Ostia, sobrecogido de temor, oraba al Señor de todo corazón a fin de que la simplicidad del bienaventurado varón no fuese menospreciada, pues lo mismo la gloria del Santo que su ignominia recaían sobre él, que se había constituido en padre de aquella familia.
74. En efecto, como es la unión entre hijo y padre y la de la madre con su hijo único, así era la de San Francisco con el obispo de Ostia; dormía y descansaba tranquilo en el seno de su clemencia. En verdad que hacía las veces de pastor y cumplía su misión, si bien reservaba este título para el santo varón. El bienaventurado Padre disponía las cosas necesarias, pero era el hábil señor quien hacía que se llevara a feliz término lo dispuesto. ¡Cuántos eran, sobre todo en los comienzos en que acaecía todo esto, los que atentaban contra la nueva plantación de la Orden, para destruirla! ¡Cuántos trabajaban por sofocar la viña selecta que la mano del Señor, en su misericordia, había plantado de nuevo en el mundo! ¡Cuántos se esforzaban por robar y destruir sus primeros y purísimos frutos! Todos ellos fueron heridos por la espada de tan reverendo padre y señor y aniquilados. Era, evidentemente, un torrente de elocuencia, un bastión de la Iglesia, un paladín de la verdad y un servidor de los humildes. ¡Bendito y memorable el día en que el santo de Dios se confió a tan venerable señor!
Estaba éste en cierta ocasión desempeñando la misión de legado de la Sede apostólica -cosa frecuente- en Toscana (15), al tiempo que el bienaventurado Francisco, no contando todavía con muchos hermanos y deseoso de ir a Francia (16), llegó a Florencia, donde residía entonces el obispo. No existía aún entre ellos una profunda amistad; sólo el conocimiento mutuo de la santa vida que entrambos hacían los unía en afectuosa caridad.
75. Como era habitual, por lo demás, en el bienaventurado Francisco visitar a los obispos o sacerdotes al entrar en una ciudad o territorio, al enterarse aquí de la presencia de tan grande prelado, se presentó ante él con la mayor reverencia. Al verlo el señor obispo, lo acogió con humilde devoción, como lo hacía siempre con todos los que revelaban una vida religiosa, y más en particular con aquellos que ostentaban la noble enseña de la bienaventurada pobreza y de la santa simplicidad. Y puesto que se cuidaba de ayudar a los pobres en su necesidad y se interesaba de sus asuntos, se informó con diligencia sobre el motivo de su venida y captó con suma benignidad su propósito. Al contemplarlo despreciador más que nadie de todos los bienes terrenos y ferviente como ninguno en el fuego que Jesús trajo a la tierra (Lc 12,49), su alma quedó en aquel instante unida a la de Francisco; pidióle devotamente sus oraciones y él se ofreció, sumamente complacido, como su protector en todo. Por esto le aconsejó que no continuara el viaje emprendido, sino que cuidara y custodiara con solicitud a los que el Señor le había encomendado (17).
Alegróse en gran manera San Francisco al ver que tan reverendo señor le mostraba una actitud tan benévola, un afecto tan dulce y palabras tan persuasivas, y, postrado a sus pies, devotamente se entregó y se confió a su solicitud a sí mismo y a sus hermanos.
Capítulo XXVIII
Espíritu de caridad y afecto de compasión para con los pobres
y lo que hizo con una oveja y con unos corderillos
76. El padre de los pobres, el pobrecillo Francisco, identificado con todos los pobres, no se sentía tranquilo si veía otro más pobre que él; no era por deseo de vanagloria, sino por afecto de verdadera compasión. Y si es verdad que estaba contento con una túnica extremadamente mísera y áspera, con todo, muchas veces deseaba dividirla con otro pobre (cf. 1 Cel 39; 2 Cel 5.90).
Movido de un gran afecto de piedad y queriendo este pobre riquísimo socorrer de alguna manera a los pobres, en las noches más frías solicitaba de los ricos del mundo que le dieran capas o pellicos. Como éstos lo hicieran devotamente y más a gusto de lo que él pedía de ellos, el bienaventurado Padre les decía: «Os lo recibo con esta condición: que no esperéis verlo más en vuestras manos». Y al primer pobre que encontraba en el camino lo vestía, gozoso y contento, con lo que había recibido (cf. 2 Cel 86-87).
No podía sufrir que algún pobre fuese despreciado, ni tampoco oír palabras de maldición contra las criaturas (18). Ocurrió en cierta ocasión que un hermano ofendió a un pobre que pedía limosna, diciéndole estas palabras injuriosas: «¡Ojo, que no seas un rico y te hagas pasar por pobre!» Habiéndolo oído el padre de los pobres, San Francisco, se dolió profundamente, y reprendió con severidad al hermano que así había hablado, y le mandó que se desnudase delante del pobre y, besándole los pies, le pidiera perdón. Pues solía decir: «Quien dice mal de un pobre, ofende a Cristo, de quien lleva la enseña de nobleza y que se hizo pobre por nosotros en este mundo» (19).
Por eso, si se encontraba con pobres que llevaban leña u otro peso, por ayudarlos lo cargaba con frecuencia sobre sus hombros, en extremo débiles.
77. Su espíritu de caridad se derramaba en piadoso afecto, no sólo sobre hombres que sufrían necesidad, sino también sobre los mudos y brutos animales, reptiles, aves y demás criaturas sensibles e insensibles. Pero, entre todos los animales, amaba con particular afecto y predilección a los corderillos, ya que, por su humildad, nuestro Señor Jesucristo es comparado frecuentemente en las Sagradas Escrituras con el cordero, y porque éste es su símbolo más expresivo. Por este motivo, amaba con más cariño y contemplaba con mayor regocijo las cosas en las que se encontraba alguna semejanza alegórica del Hijo de Dios.
De camino por la Marca de Ancona, después de haber predicado en la ciudad de este nombre, marchaba a Osimo junto con el señor Pablo, a quien había nombrado ministro de todos los hermanos en la dicha provincia; en el campo dio con un pastor que cuidaba un rebaño de cabras e irascos. Entre tantas cabras e irascos había una ovejita que caminaba mansamente y pacía tranquila. Al verla, el bienaventurado Francisco paró en seco y, herido en lo más vivo de su corazón, dando un profundo suspiro, dijo al hermano que le acompañaba: «¿No ves esa oveja que camina tan mansa entre cabras e irascos? Así, créemelo, caminaba, manso y humilde, nuestro Señor Jesucristo entre los fariseos y príncipes de los sacerdotes. Por esto, te suplico, hijo mío, por amor de Cristo, que, unido a mí, te compadezcas de esa ovejita y que, pagando por ella lo que valga, la saquemos de entre las cabras e irascos».
78. Maravillado de su dolor, comenzó también el hermano Pablo a compartirlo. Preocupado de cómo podrían pagar su precio y no disponiendo sino de las viles túnicas que vestían, se presentó al punto un mercader que estaba de camino y les ofreció las costas que buscaban. Dando gracias a Dios y llevándose consigo la oveja, llegaron a Osimo y se presentaron ante el obispo de la ciudad. Éste los acogió con mucha veneración, y quedó sorprendido tanto por la oveja que acompañaba al varón de Dios como del afecto que éste sentía hacia ella. Mas luego que el siervo de Dios le hubo referido una larga parábola sobre la oveja, el obispo, todo compungido, dio gracias al Señor por la simplicidad del varón de Dios.
Al día siguiente salió de la ciudad y, pensando qué podría hacer de la oveja, por consejo de su compañero y hermano, la dejó en el monasterio de las siervas de Cristo, cerca de San Severino (20), para que la cuidaran. También ellas recibieron gozosas la ovejuela, como un gran regalo que Dios les hacía. La cuidaron por mucho tiempo con todo mimo, y de su lana tejieron una túnica y se la enviaron al bienaventurado padre Francisco a Santa María de la Porciúncula mientras se celebraba un capítulo. El santo de Dios la recibió con gran reverencia y gozo de su alma, y, abrazándola, la besaba e invitaba a todos los presentes a compartir con él tanto gozo.
79. En otra ocasión, pasando de nuevo por la Marca con el mismo hermano, que gustoso le acompañaba, se encontró en el camino con un hombre que iba al mercado, llevando atados y colgados al hombro dos corderillos para venderlos. Al oírlos balar el bienaventurado Francisco, conmoviéronse sus entrañas y, acercándose, los acarició como madre que muestra sus sentimientos de compasión con su hijo que llora. Y le preguntó al hombre aquel: «¿Por qué haces sufrir a mis hermanos llevándolos así atados y colgados?» «Porque los llevo al mercado -le respondió- para venderlos, pues ando mal de dinero». A esto le dijo el Santo: «¿Qué será luego de ellos?» «Pues los compradores -replicó- los matarán y se los comerán». «No lo quiera Dios -reaccionó el Santo-. No se haga tal; toma este manto que llevo a cambio de los corderos». Al punto le dio el hombre los corderos y muy contento recibió el manto, ya que éste valía mucho más. El Santo lo había recibido prestado aquel mismo día, de manos de un amigo suyo, para defenderse del frío. Una vez con los corderillos, se puso a pensar qué haría con ellos y, aconsejado del hermano que le acompañaba, resolvió dárselos al mismo hombre para que los cuidara, con la orden de que jamás los vendiera ni les causara daño alguno, sino que los conservara, los alimentara y los pastoreara con todo cuidado.
Capítulo XXIX
Amor que tenía a todas las criaturas por el Creador.
Su retrato físico y moral
80. Sería excesivamente prolijo, y hasta imposible, reunir y narrar todo cuanto el glorioso padre Francisco hizo y enseñó mientras vivió entre nosotros. ¿Quién podrá expresar aquel extraordinario afecto que le arrastraba en todo lo que es de Dios? ¿Quién será capaz de narrar de cuánta dulzura gozaba al contemplar en las criaturas la sabiduría del Creador, su poder y su bondad? En verdad, esta consideración le llenaba muchísimas veces de admirable e inefable gozo viendo el sol, mirando la luna y contemplando las estrellas y el firmamento. ¡Oh piedad simple! ¡Oh simplicísima piedad!
También ardía en vehemente amor por los gusanillos, porque había leído que se dijo del Salvador: Yo soy gusano y no hombre (Sal 21,7). Y por esto los recogía del camino y los colocaba en lugar seguro para que no los escachasen con sus pies los transeúntes. ¿Y qué decir de las otras criaturas inferiores, cuando hacía que a las abejas les sirvieran miel o el mejor vino en el invierno para que no perecieran por la inclemencia del frío? Deshacíase en alabanzas, a gloria del Señor, ponderando su laboriosidad y la excelencia de su ingenio; tanto que a veces se pasaba todo un día en la alabanza de estas y de las demás criaturas. Como en otro tiempo los tres jóvenes en la hoguera (Dan 3,17), invitaban a todos los elementos a loar y glorificar al Creador del universo, así este hombre, lleno del espíritu de Dios, no cesaba de glorificar, alabar y bendecir en todos los elementos y criaturas al Creador y Gobernador de todas las cosas (21).
81. ¿Quién podrá explicar la alegría que provocaba en su espíritu la belleza de las flores, al contemplar la galanura de sus formas y al aspirar la fragancia de sus aromas? Al instante dirigía el ojo de la consideración a la hermosura de aquella flor que, brotando luminosa en la primavera de la raíz de Jesé, dio vida con su fragancia a millares de muertos. Y, al encontrarse en presencia de muchas flores, les predicaba, invitándolas a loar al Señor, como si gozaran del don de la razón. Y lo mismo hacía con las mieses y las viñas, con las piedras y las selvas, y con todo lo bello de los campos, las aguas de las fuentes, la frondosidad de los huertos, la tierra y el fuego, el aire y el viento, invitándoles con ingenua pureza al amor divino y a una gustosa fidelidad. En fin, a todas las criaturas las llamaba hermanas, como quien había llegado a la gloriosa libertad de los hijos de Dios, y con la agudeza de su corazón penetraba, de modo eminente y desconocido a los demás, los secretos de las criaturas (22).
Y ahora, ¡oh buen Jesús!, a una con los ángeles, te proclama admirable quien, viviendo en la tierra, te predicaba amable a todas las criaturas.
82. No hay inteligencia humana que pueda entender lo que sentía cuando pronunciaba, santo Señor, tu nombre; aparecía todo él jubiloso, lleno de castísima alegría, como un hombre nuevo y del otro mundo. Por esto mismo, dondequiera que encontrase un escrito divino o humano, en el camino, en casa o sobre el suelo, lo recogía con grandísimo respeto y lo colocaba en lugar sagrado y decoroso, en atención a que pudiera estar escrito en él el nombre del Señor o algo relacionado con éste (23). Como un religioso le preguntara en cierta ocasión para qué recogía con tanta diligencia también los escritos de los paganos y aquellos en que no se contenía el nombre del Señor, respondió: «Hijo mío, porque en ellos hay letras con las que se compone el gloriosísimo nombre del Señor Dios. Lo bueno que hay en ellos, no pertenece a los paganos ni a otros hombres, sino a sólo Dios, de quien es todo bien». Y cosa no menos de admirar: cuando hacía escribir algunas cartas de saludo o exhortación, no toleraba que se borrase una letra o sílaba, así fuera superflua o improcedente (24).
83. ¡Oh cuán encantador, qué espléndido y glorioso se manifestaba en la inocencia de su vida, en la sencillez de sus palabras, en la pureza del corazón, en el amor de Dios, en la caridad fraterna, en la ardorosa obediencia, en la condescendencia complaciente, en el semblante angelical! En sus costumbres, fino; plácido por naturaleza; afable en la conversación; certero en la exhortación; fidelísimo a su palabra; prudente en el consejo; eficaz en la acción; lleno de gracia en todo. Sereno de mente, dulce de ánimo, sobrio de espíritu, absorto en la contemplación, constante en la oración y en todo lleno de fervor. Tenaz en el propósito, firme en la virtud, perseverante en la gracia, el mismo en todo. Pronto al perdón, tardo a la ira, agudo de ingenio, de memoria fácil, sutil en el razonamiento, prudente en la elección, sencillo en todo. Riguroso consigo, indulgente con los otros, discreto con todos.
Hombre elocuentísimo, de aspecto jovial y rostro benigno, no dado a la flojedad e incapaz de la ostentación. De estatura mediana, tirando a pequeño; su cabeza, de tamaño también mediano y redonda; la cara, un poco alargada y saliente; la frente, plana y pequeña; sus ojos eran regulares, negros y candorosos; tenía el cabello negro; las cejas, rectas; la nariz, proporcionada, fina y recta; las orejas, erguidas y pequeñas; las sienes, planas; su lengua era dulce, ardorosa y aguda; su voz, vehemente, suave, clara y timbrada (25); los dientes, apretados, regulares y blancos; los labios, pequeños y finos; la barba, negra y rala; el cuello, delgado; la espalda, recta; los brazos, cortos; las manos, delicadas; los dedos, largos; las uñas, salientes; las piernas, delgadas; los pies, pequeños; la piel, suave; era enjuto de carnes; vestía un hábito burdo; dormía muy poco y era sumamente generoso. Y como era humildísimo, se mostraba manso con todos los hombres, haciéndose con acierto al modo de ser de todos. El que era el más santo entre los santos, aparecía como uno más entre los pecadores.
Tú, padre santísimo, que amas a los pecadores, ayúdales; y a los que ves miserablemente postrados en la abyección de la culpa, te pedimos, levántalos, misericordiosamente, con tu poderoso valimiento.
Capítulo XXX
El pesebre que preparó el día de Navidad
84. La suprema aspiración de Francisco, su más vivo deseo y su más elevado propósito, era observar en todo y siempre el santo Evangelio (26) y seguir la doctrina de nuestro Señor Jesucristo y sus pasos con suma atención, con todo cuidado, con todo el anhelo de su mente, con todo el fervor de su corazón. En asidua meditación recordaba sus palabras y con agudísima consideración repasaba sus obras. Tenía tan presente en su memoria la humildad de la encarnación y la caridad de la pasión, que difícilmente quería pensar en otra cosa.
Digno de recuerdo y de celebrarlo con piadosa memoria es lo que hizo tres años antes de su gloriosa muerte, cerca de Greccio, el día de la natividad de nuestro Señor Jesucristo. Vivía en aquella comarca un hombre, de nombre Juan, de buena fama y de mejor tenor de vida, a quien el bienaventurado Francisco amaba con amor singular, pues, siendo de noble familia y muy honorable (27), despreciaba la nobleza de la sangre y aspiraba a la nobleza del espíritu. Unos quince días antes de la navidad del Señor, el bienaventurado Francisco le llamó, como solía hacerlo con frecuencia, y le dijo: «Si quieres que celebremos en Greccio esta fiesta del Señor, date prisa en ir allá y prepara prontamente lo que te voy a indicar. Deseo celebrar la memoria del niño que nació en Belén y quiero contemplar de alguna manera con mis ojos (28) lo que sufrió en su invalidez de niño, cómo fue reclinado en el pesebre y cómo fue colocado sobre heno entre el buey y el asno». En oyendo esto el hombre bueno y fiel, corrió presto y preparó en el lugar señalado cuanto el Santo le había indicado.
85. Llegó el día, día de alegría, de exultación. Se citó a hermanos de muchos lugares; hombres y mujeres de la comarca, rebosando de gozo, prepararon, según sus posibilidades, cirios y teas para iluminar aquella noche que, con su estrella centelleante, iluminó todos los días y años. Llegó, en fin, el santo de Dios y, viendo que todas las cosas estaban dispuestas, las contempló y se alegró. Se prepara el pesebre, se trae el heno y se colocan el buey y el asno. Allí la simplicidad recibe honor, la pobreza es ensalzada, se valora la humildad, y Greccio se convierte en una nueva Belén. La noche resplandece como el día, noche placentera para los hombres y para los animales. Llega la gente, y, ante el nuevo misterio, saborean nuevos gozos. La selva resuena de voces y las rocas responden a los himnos de júbilo. Cantan los hermanos las alabanzas del Señor y toda la noche transcurre entre cantos de alegría. El santo de Dios está de pie ante el pesebre, desbordándose en suspiros, traspasado de piedad, derretido en inefable gozo. Se celebra el rito solemne de la misa sobre el pesebre (29) y el sacerdote goza de singular consolación.
86. El santo de Dios viste los ornamentos de diácono (30), pues lo era, y con voz sonora canta el santo evangelio. Su voz potente y dulce, su voz clara y bien timbrada, invita a todos a los premios supremos. Luego predica al pueblo que asiste, y tanto al hablar del nacimiento del Rey pobre como de la pequeña ciudad de Belén dice palabras que vierten miel. Muchas veces, al querer mencionar a Cristo Jesús, encendido en amor, le dice «el Niño de Bethleem», y, pronunciando «Bethleem» como oveja que bala, su boca se llena de voz; más aún, de tierna afección. Cuando le llamaba «niño de Bethleem» o «Jesús», se pasaba la lengua por los labios como si gustara y saboreara en su paladar la dulzura de estas palabras.
Se multiplicaban allí los dones del Omnipotente; un varón virtuoso (31) tiene una admirable visión. Había un niño que, exánime, estaba recostado en el pesebre; se acerca el santo de Dios y lo despierta como de un sopor de sueño. No carece esta visión de sentido (32), puesto que el niño Jesús, sepultado en el olvido en muchos corazones, resucitó por su gracia, por medio de su siervo Francisco, y su imagen quedó grabada en los corazones enamorados. Terminada la solemne vigilia, todos retornaron a su casa colmados de alegría.
87. Se conserva el heno colocado sobre el pesebre, para que, como el Señor multiplicó su santa misericordia, por su medio se curen jumentos y otros animales. Y así sucedió en efecto: muchos animales de la región circunvecina que sufrían diversas enfermedades, comiendo de este heno, curaron de sus dolencias. Más aún, mujeres con partos largos y dolorosos, colocando encima de ellas un poco de heno, dan a luz felizmente. Y lo mismo acaece con personas de ambos sexos: con tal medio obtienen la curación de diversos males.
El lugar del pesebre fue luego consagrado en templo del Señor (33): en honor del beatísimo padre Francisco se construyó sobre el pesebre un altar y se dedicó una iglesia, para que, donde en otro tiempo los animales pacieron el pienso de paja, allí coman los hombres de continuo, para salud de su alma y de su cuerpo, la carne del Cordero inmaculado e incontaminado, Jesucristo, Señor nuestro, quien se nos dio a sí mismo con sumo e inefable amor y que vive y reina con el Padre y el Espíritu Santo y es Dios eternamente glorioso por todos los siglos de los siglos. Amén. Aleluya. Aleluya.
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