JPII VIII centenario del nacimiento San Antonio


Juan Pablo II, Mensaje con ocasión del VIII centenario del nacimiento de San Antonio de Padua

San Antonio, hombre evangélico de gran ardor misionero

Al reverendísimo padre Lanfranco Serrini, OFMConv, presidente de turno de la Unión de Ministros generales franciscanos.

1. He sabido con vivo agrado que las cuatro familias franciscanas se preparan para celebrar con oportunas iniciativas el VIII centenario del nacimiento de san Antonio, figura carismática, universalmente venerada e invocada.

Toda la Orden franciscana está comprometida en la preparación del jubileo de este modelo ejemplar, junto con la ciudad de Padua, que acoge en su territorio el centro de la devoción antoniana, y con la de Lisboa, en la que el santo nació.

Esta conmemoración del VIII centenario será eclesiásticamente fructuosa, si suscita una invocación coral a san Antonio para que, con su ejemplo y su intercesión, impulse a los cristianos de nuestro tiempo a comprometerse a alcanzar las metas más altas y más nobles de la fe y de la santidad.

Para que esta esperanza común se haga realidad, es necesario que todos, pastores y fieles, redescubran con devoción sincera la persona de san Antonio, estudien su camino espiritual, sepan comprender sus virtudes y escuchen dócilmente el mensaje que brota de su vida.

2. Solamente treinta y seis años duró su existencia terrena. Los primeros catorce los pasó en la escuela episcopal de su ciudad. A los 15 años pidió entrar en los Canónigos Regulares de San Agustín; a los 25 recibió la ordenación sacerdotal: diez años de vida caracterizados por la búsqueda diligente y activa de Dios, por el estudio intenso de la teología y por la maduración y el perfeccionamiento interior.

Pero Dios seguía interrogando el espíritu del joven sacerdote Fernando, nombre que había recibido en la pila bautismal. En el monasterio de Santa Cruz, en Coimbra, conoció a un grupo de franciscanos de la primera hora, que, desde Asís, iban a Marruecos para testimoniar allí el Evangelio, incluso a costa del martirio. En aquella circunstancia el joven Fernando experimentó un anhelo nuevo: el de anunciar el Evangelio a los pueblos paganos, sin detenerse ante el riesgo de perder la vida.

En el otoño de 1220 dejó su monasterio y comenzó a seguir al Poverello de Asís, tomando el nombre de Antonio. Partió, pues, hacia Marruecos, pero una grave enfermedad lo obligó a renunciar a su ideal misionero.

Comenzó así el último período de su existencia, durante el cual Dios lo guió por caminos que jamás había pensado recorrer. Después de haberlo desarraigado de su tierra y de sus proyectos de evangelización de ultramar, Dios lo llevó a vivir el ideal de la forma de vida evangélica en tierra italiana. San Antonio vivió la experiencia franciscana sólo once años, pero asimiló hasta tal punto su ideal, que Cristo y el Evangelio se convirtieron para él en regla de vida encarnada en la realidad de todos los días.

Dijo en un sermón: «Por ti hemos dejado todo y nos hemos hecho pobres. Pero dado que tú eres, rico, te hemos seguido para que nos hagas ricos (…). Te hemos seguido, como la criatura sigue al Creador, como los hijos al Padre, como los niños a la madre, como los hambrientos el pan, como los enfermos al médico, como los cansados la cama, como los exiliados la patria» (Sermones, II, p. 484).

3. Toda su predicación fue un anuncio continuo e incansable del Evangelio sin glosa. Anuncio verdadero, intrépido, límpido. La predicación era su modo de encender la fe en las almas, de purificarlas, consolarlas e iluminarlas (ib., p. 154).

Construyó su vida en Cristo. Las virtudes evangélicas, y en especial la pobreza de espíritu, la mansedumbre, la humildad, la castidad, la misericordia y la valentía de la paz, eran los temas constantes de su predicación.

Su testimonio fue tan luminoso, que en mi peregrinación a su santuario de Padua, el 12 de septiembre de 1982, también yo quise presentarlo a la Iglesia, como ya había hecho el papa Pío XII, con el título de hombre evangélico. En efecto, san Antonio enseñó de modo eminente a hacer de Cristo y del Evangelio un punto de referencia constante en la vida diaria y en las opciones morales privadas y públicas, sugiriendo a todos que alimenten de esa fuente su valentía para un anuncio coherente y atractivo del mensaje de la salvación.

4. Precisamente porque estaba enamorado de Cristo y de su Evangelio, san Antonio «ilustraba con inteligencia de amor la divina sabiduría que había tomado de la lectura asidua de la sagrada Escritura» (Pío XII, carta apostólica «Antoniana sollemnia», 1 de marzo de 1946).

La sagrada Escritura era para él la terra parturiens, que engendra la fe, funda la moral y atrae al alma con su dulzura (cf. Sermones, Prólogo, I, 1). El alma, recogida en la meditación amorosa sobre la sagrada Escritura, se abre —según su expresión— ad divinitatis arcanum. Durante su itinerario hacia Dios, Antonio alimentó su mente de este abismo arcano, encontrando allí sabiduría y doctrina, fuerza apostólica y esperanza, celo infatigable y caridad ferviente.

De la sed de Dios y del anhelo de Cristo nace la teología que, para san Antonio, era irradiación del amor a Cristo: sabiduría de inestimable valor y ciencia de conocimiento, cántico nuevo «in aure Dei dulce resonans et animam innovans» [que resuena suavemente en los oídos de Dios y renueva el espíritu] (cf. Sermones, III, 55, y I, 225).

San Antonio vivió este método de estudio con una pasión que lo acompañó durante toda su vida franciscana. El mismo san Francisco lo había designado para enseñar la sagrada teología a los hermanos, recomendándole, sin embargo, que en dicha ocupación se cuidara de no extinguir el espíritu de oración y devoción. Usó todos los instrumentos científicos de entonces para profundizar el conocimiento de la verdad evangélica y hacer más comprensible su anuncio. El éxito de su predicación confirma que supo hablar con el mismo lenguaje de sus oyentes, logrando transmitir con eficacia los contenidos de la fe y haciendo que la cultura popular de su tiempo acogiera los valores del Evangelio.

5. Espero de corazón que las celebraciones de este VIII centenario en honor de san Antonio permitan que toda la Iglesia conozca cada vez mejor el testimonio, el mensaje, la sabiduría y el ardor misionero de un discípulo tan grande de Cristo y del Poverello de Asís. Su predicación, sus escritos y, sobre todo, su santidad de vida, ofrecen también a los hombres de nuestro tiempo indicaciones muy vivas y estimulantes sobre el compromiso necesario para la nueva evangelización. Hoy, como entonces, urge una catequesis renovada, fundada en la palabra de Dios, especialmente en los evangelios, para hacer comprender nuevamente al mundo cristiano el valor de la revelación y de la fe.

La comunidad de los creyentes debe renovar siempre su conciencia de la perenne actualidad del Evangelio, reconociendo que, a través de su predicación, la figura del Verbo encarnado reaparece en nosotros, como sucedió en la predicación de san Antonio, auténtica, actual, cercana a nuestra historia, rica en gracia y capaz de suscitar una intensa efusión de caridad sobrenatural en los corazones.

Los escritos de san Antonio, tan ricos en doctrina bíblica, y en los que abundan las exhortaciones espirituales y morales, son también hoy un modelo y una guía para la predicación. Entre otras cosas, muestran ampliamente hasta qué punto la enseñanza homilética, en la celebración litúrgica, puede hacer experimentar a los fieles la presencia operante de Cristo, que sigue anunciando el Evangelio a su pueblo para obtener su respuesta en la oración y en el canto (cf. Sacrosanctum Concilium, 33).

Exhorto, pues, a todos los miembros de la gran familia franciscana a esforzarse por difundir un conocimiento adecuado del santo taumaturgo, tan venerado en las comunidades cristianas de todo el mundo. Quiera Dios que entre los frailes de las órdenes franciscanas revivan sentimientos de auténtico fervor en el anuncio de la verdadera fe, junto con el cuidado atento y diligente de la predicación, el conocimiento y la estima de la palabra de Dios y la dedicación incesante y esmerada a la nueva evangelización, ya en los umbrales del tercer milenio cristiano.

Al tiempo que pido al Señor, Maestro y Pastor de todas las almas, que, por intercesión de san Antonio, predicador insigne y patrono de los pobres, conceda a todos seguir fiel y generosamente las enseñanzas del Evangelio, le imparto una especial bendición apostólica a usted, a la entera familia franciscana y a todos los devotos de este gran santo.

Vaticano, 13 de junio de 1994, decimosexto de mi pontificado.

Juan Pablo II


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