Benedicto XVI Visita pastoral a Asis 2007

17 de junio de 2007

Benedicto XVI, Visita pastoral a Asís con motivo del VIII centenario de la conversión de San Francisco.

HOMILÍA EN CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA

Plaza inferior de la Basílica de San Francisco

Queridos hermanos y hermanas:

¿Qué nos dice hoy el Señor, mientras celebramos la Eucaristía en el sugestivo escenario de esta plaza, en la que convergen ocho siglos de santidad, de devoción, de arte y de cultura, vinculados al nombre de san Francisco de Asís? Hoy aquí todo habla de conversión, como nos ha recordado monseñor Domenico Sorrentino, a quien agradezco de corazón las amables palabras que me ha dirigido.

Saludo también a toda la Iglesia de Asís-Nocera Umbra-Gualdo Tadino, así como a los pastores de las Iglesias de Umbría. Saludo y expreso mi agradecimiento al cardenal Attilio Nicora, mi legado para las dos basílicas papales de esta ciudad. Dirijo un saludo afectuoso a los hijos de san Francisco, aquí presentes con sus ministros generales de las diversas Órdenes. Saludo asimismo al presidente del Gobierno y a todas las autoridades civiles que han querido honrarnos con su presencia.

Hablar de conversión significa penetrar en el núcleo del mensaje cristiano y a la vez en las raíces de la existencia humana. La palabra de Dios que se acaba de proclamar nos ilumina, poniéndonos ante los ojos tres figuras de convertidos.

La primera es la de David. El pasaje que se refiere a él, tomado del segundo libro de Samuel (12,7-10.13), nos presenta uno de los diálogos más dramáticos del Antiguo Testamento. En el centro de este diálogo está un veredicto tajante, con el que la palabra de Dios, proferida por el profeta Natán, pone al descubierto a un rey que había alcanzado la cumbre de su éxito político, pero que había caído también en lo más bajo de su vida moral.

Para captar la tensión dramática de este diálogo, es preciso tener presente el horizonte histórico y teológico en el que se sitúa. Se trata de un horizonte marcado por la historia de amor con la que Dios elige a Israel como su pueblo, entablando con él una alianza y preocupándose de asegurarle tierra y libertad. David es un eslabón de esta historia de solicitud constante de Dios por su pueblo. Es elegido en un momento difícil y es puesto al lado del rey Saúl, para convertirse en su sucesor. El plan de Dios atañe también a su descendencia, vinculada al proyecto mesiánico, que tendrá en Cristo, «hijo de David», su plena realización.

De este modo, la figura de David es imagen de grandeza histórica y a la vez religiosa. Por eso, con esa grandeza contrasta mucho más la bajeza en la que cae cuando, cegado de pasión por Bersabé, se la arrebata a su esposo, uno de sus más fieles guerreros, y ordena fríamente que sea asesinado. Es un acto estremecedor: ¿cómo puede un elegido de Dios caer tan bajo? Realmente, el hombre es grandeza y miseria. Es grandeza, porque lleva en sí la imagen de Dios y es objeto de su amor; y es miseria, porque puede hacer mal uso de la libertad, su gran privilegio, acabando por volverse contra su Creador.


El veredicto de Dios sobre David, pronunciado por Natán, ilumina las fibras íntimas de la conciencia, donde no cuentan los ejércitos, el poder, la opinión pública, sino donde estamos a solas con Dios. «Tú eres ese hombre». Estas palabras desvelan a David su culpabilidad. Profundamente afectado por estas palabras, el rey siente un arrepentimiento sincero y se abre al ofrecimiento de la misericordia. Es el camino de la conversión.


Hoy es san Francisco quien nos invita a seguir este camino, como David. Por lo que narran sus biógrafos, en sus años juveniles nada permite pensar en caídas tan graves como la del antiguo rey de Israel. Pero el mismo Francisco, en el Testamento redactado en los últimos meses de su vida, considera sus primeros veinticinco años como un tiempo en que «vivía en pecados» (cf. Test 1). Más allá de las expresiones concretas, consideraba pecado concebir su vida y organizarla totalmente centrada en él mismo, siguiendo vanos sueños de gloria terrena. Cuando era el «rey de las fiestas» entre los jóvenes de Asís (cf. 2 Cel 7), no le faltaba una natural generosidad de espíritu. Pero esa generosidad estaba muy lejos del amor cristiano que se entrega sin reservas a los demás.

Como él mismo recuerda, le resultaba amargo ver a los leprosos. El pecado le impedía vencer la repugnancia física para reconocer en ellos a hermanos que era preciso amar. La conversión lo llevó a practicar la misericordia y a la vez le alcanzó misericordia. Servir a los leprosos, llegando incluso a besarlos, no sólo fue un gesto de filantropía, una conversión -por decirlo así- «social», sino una auténtica experiencia religiosa, nacida de la iniciativa de la gracia y del amor de Dios: «El Señor -dice- me llevó hasta ellos» (Test 2). Fue entonces cuando la amargura se transformó en «dulzura de alma y de cuerpo» (Test 3).

Sí, mis queridos hermanos y hermanas, convertirnos al amor es pasar de la amargura a la «dulzura», de la tristeza a la alegría verdadera. El hombre es realmente él mismo, y se realiza plenamente, en la medida en que vive con Dios y de Dios, reconociéndolo y amándolo en sus hermanos.

En el pasaje de la Carta a los Gálatas (2,16.19-21) destaca otro aspecto del camino de conversión. Nos lo explica otro gran convertido, el apóstol san Pablo. El contexto de sus palabras es el debate que surgió en la comunidad primitiva: en ella muchos cristianos procedentes del judaísmo tendían a unir la salvación a la realización de las obras de la antigua Ley, desvirtuando así la novedad de Cristo y la universalidad de su mensaje.

San Pablo se sitúa como testigo y pregonero de la gracia. En el camino de Damasco, el rostro resplandeciente y la voz fuerte de Cristo lo habían arrancado de su celo violento de perseguidor y habían encendido en él un nuevo celo por el Crucificado, que reconcilia en su cruz a los que están cerca y a los que están lejos (cf. Ef 2,11-22). San Pablo había comprendido que en Cristo toda la ley está cumplida y que quien sigue a Cristo se une a él y cumple la ley. Llevar a Cristo, y con Cristo al único Dios, a todas las naciones se había convertido en su misión. En efecto, Cristo «es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba...» (Ef 2,14)

Su personalísima confesión de amor expresa al mismo tiempo la esencia común de la vida cristiana: «La vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Ga 2,20). Y ¿cómo se puede responder a este amor sino abrazando a Cristo crucificado, hasta vivir de su misma vida? «Estoy crucificado con Cristo y ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2,19-20).

Al decir que está crucificado con Cristo, san Pablo no sólo alude a su nuevo nacimiento en el bautismo, sino a toda su vida al servicio de Cristo. Este nexo con su vida apostólica se pone claramente de manifiesto en las palabras conclusivas de su defensa de la libertad cristiana al final de la Carta a los Gálatas: «En adelante nadie me moleste, pues llevo sobre mi cuerpo los estigmas de Jesús» (Ga 6,17).

Es la primera vez, en la historia del cristianismo, que aparecen las palabras «estigmas de Jesús». En la disputa sobre el modo correcto de ver y de vivir el Evangelio, al final, no deciden los argumentos de nuestro pensamiento; lo que decide es la realidad de la vida, la comunión vivida y sufrida con Jesús, no sólo en las ideas o en las palabras, sino hasta en lo más profundo de la existencia, implicando también el cuerpo, la carne.


Los cardenales recibidos en una larga historia de pasión son el testimonio de la presencia de la cruz de Jesús en el cuerpo de san Pablo, son sus estigmas. Así puede decir que no es la circuncisión la que lo salva: los estigmas son la consecuencia de su bautismo, la expresión de su morir con Jesús día a día, la señal segura de ser una nueva criatura (cf. Ga 6,15).


Por lo demás, al utilizar la palabra «estigmas», san Pablo alude a la costumbre antigua de grabar en la piel del esclavo el sello de su propietario. Así el esclavo era «estigmatizado» como propiedad de su amo y quedaba bajo su protección. La señal de la cruz, grabada en largas pasiones en la piel de san Pablo, es su orgullo: lo legitima como verdadero esclavo de Jesús, protegido por el amor del Señor.

Queridos amigos, san Francisco de Asís nos repite hoy todas estas palabras de san Pablo con la fuerza de su testimonio. Desde que el rostro de los leprosos, amados por amor a Dios, le hizo intuir de algún modo el misterio de la «kénosis» (cf. Flp 2,7), el abajamiento de Dios en la carne del Hijo del hombre, y desde que la voz del Crucifijo de San Damián le puso en su corazón el programa de su vida: «Ve, Francisco, y repara mi casa» (2 Cel 10), su camino no fue más que el esfuerzo diario de configurarse con Cristo. Se enamoró de Cristo. Las llagas del Crucificado hirieron su corazón, antes de marcar su cuerpo en La Verna. Por eso pudo decir con san Pablo: «Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2,20).

Llegamos ahora al corazón evangélico de la palabra de Dios de hoy. Jesús mismo, en el pasaje del evangelio de san Lucas que se acaba de leer (Lc 7,36-8,3), nos explica el dinamismo de la auténtica conversión, señalándonos como modelo a la mujer pecadora rescatada por el amor. Se debe reconocer que esta mujer actuó con gran osadía. Su modo de comportarse ante Jesús, bañando con lágrimas sus pies y secándolos con sus cabellos, besándolos y ungiéndolos con perfume, tenía que escandalizar a quienes contemplaban a personas de su condición con la mirada despiadada de un juez.

Impresiona, por el contrario, la ternura con que Jesús trata a esta mujer, a la que tantos explotaban y todos juzgaban. Ella encontró, por fin, en Jesús unos ojos puros, un corazón capaz de amar sin explotar. En la mirada y en el corazón de Jesús recibió la revelación de Dios Amor.

Para evitar equívocos, conviene notar que la misericordia de Jesús no se manifiesta poniendo entre paréntesis la ley moral. Para Jesús el bien es bien y el mal es mal. La misericordia no cambia la naturaleza del pecado, pero lo quema en un fuego de amor. Este efecto purificador y sanador se realiza si hay en el hombre una correspondencia de amor, que implica el reconocimiento de la ley de Dios, el arrepentimiento sincero, el propósito de una vida nueva. A la pecadora del Evangelio se le perdonó mucho porque amó mucho. En Jesús Dios viene a darnos amor y a pedirnos amor.

Queridos hermanos y hermanas, ¿qué fue la vida de Francisco convertido sino un gran acto de amor? Lo manifiestan sus fervientes oraciones, llenas de contemplación y de alabanza, su tierno abrazo al Niño divino en Greccio, su contemplación de la pasión en La Verna, su «vivir según la forma del santo Evangelio» (Test 14), su elección de la pobreza y su búsqueda de Cristo en el rostro de los pobres.

Esta es su conversión a Cristo, hasta el deseo de «transformarse» en él, llegando a ser su imagen acabada, que explica su manera típica de vivir, en virtud de la cual se nos presenta tan actual, incluso respecto de los grandes temas de nuestro tiempo, como la búsqueda de la paz, la salvaguardia de la naturaleza y la promoción del diálogo entre todos los hombres. San Francisco es un auténtico maestro en estas cosas. Pero lo es a partir de Cristo, pues Cristo es «nuestra paz» (cf. Ef 2,14). Cristo es el principio mismo del cosmos, porque en él todo ha sido hecho (cf. Jn 1,3). Cristo es la verdad divina, el «Logos» eterno, en el que todo «dia-logos» en el tiempo tiene su último fundamento. San Francisco encarna profundamente esta verdad «cristológica» que está en la raíz de la existencia humana, del cosmos y de la historia.

No puedo olvidar, en este contexto, la iniciativa de mi predecesor, de santa memoria, Juan Pablo II, el cual quiso reunir aquí, en 1986, a los representantes de las confesiones cristianas y de las diversas religiones del mundo, para un encuentro de oración por la paz. Fue una intuición profética y un momento de gracia, como reafirmé hace algunos meses en mi carta al obispo de esta ciudad con ocasión del vigésimo aniversario de ese acontecimiento.

La decisión de celebrar ese encuentro en Asís estaba sugerida precisamente por el testimonio de san Francisco como hombre de paz, al que tantos miran con simpatía incluso desde otras posiciones culturales y religiosas. Al mismo tiempo, la luz del Poverello sobre esa iniciativa era una garantía de autenticidad cristiana, ya que su vida y su mensaje se apoyan tan visiblemente en la opción de Cristo, que rechazan a priori cualquier tentación de indiferentismo religioso, que no tiene nada que ver con el auténtico diálogo interreligioso.

El «espíritu de Asís», que desde ese acontecimiento se sigue difundiendo por el mundo, se opone al espíritu de violencia, al abuso de la religión como pretexto para la violencia. Asís nos dice que la fidelidad a la propia convicción religiosa, sobre todo la fidelidad a Cristo crucificado y resucitado, no se manifiesta con violencia e intolerancia, sino con un sincero respeto a los demás, con el diálogo, con un anuncio que apela a la libertad y a la razón, con el compromiso por la paz y la reconciliación.

No podría ser actitud evangélica ni franciscana no lograr conjugar la acogida, el diálogo y el respeto a todos con la certeza de fe que todo cristiano, al igual que el santo de Asís, debe cultivar, anunciando a Cristo como camino, verdad y vida del hombre (cf. Jn 14,6), único Salvador del mundo.

Que san Francisco de Asís obtenga a esta Iglesia particular, a las Iglesias que están en Umbría, a toda la Iglesia que está en Italia, de la que él, juntamente con santa Catalina de Siena, es patrono, y a todos los que en el mundo se remiten a él, la gracia de una auténtica y plena conversión al amor de Cristo.

ÁNGELUS

Plaza inferior de la Basílica de San Francisco

Queridos hermanos y hermanas:


Hace ocho siglos, la ciudad de Asís difícilmente habría podido imaginar el papel que la Providencia le asignaba, un papel que hoy la convierte en una ciudad tan famosa en el mundo, un verdadero «lugar del alma». Le dio este carácter el acontecimiento que tuvo lugar aquí y que le imprimió un signo indeleble. Me refiero a la conversión del joven Francisco, que después de veinticinco años de vida mediocre y soñadora, centrada en la búsqueda de alegrías y éxitos mundanos, se abrió a la gracia, volvió a entrar en sí mismo y gradualmente reconoció en Cristo el ideal de su vida. Mi peregrinación de hoy a Asís quiere recordar aquel acontecimiento, para revivir su significado y su alcance.


Me he detenido con particular emoción en la iglesita de San Damián, en la que san Francisco escuchó del Crucifijo estas palabras programáticas: «Ve, Francisco, y repara mi casa» (2 Cel 10). Era una misión que comenzaba con la plena conversión de su corazón, para transformarse después en levadura evangélica distribuida a manos llenas en la Iglesia y en la sociedad.


En Rivotorto he visto el lugar donde, según la tradición, estaban relegados aquellos leprosos a quienes el santo se acercó con misericordia, iniciando así su vida de penitente, y también el santuario donde se evoca la pobre morada de san Francisco y de sus primeros hermanos. He pasado por la basílica de Santa Clara, la «plantita» de san Francisco, y esta tarde, después de la visita a la catedral de Asís, iré a la Porciúncula, desde donde san Francisco guió, a la sombra de María, los pasos de su fraternidad en expansión, y donde exhaló su último suspiro. Allí me encontraré con los jóvenes, para que el joven Francisco, convertido a Cristo, hable a su corazón.

En este momento, desde la basílica de San Francisco, donde descansan sus restos mortales, deseo hacer mías sobre todo sus palabras de alabanza: «Altísimo, Omnipotente, buen Señor, tuyas son la alabanza, la gloria y el honor y toda bendición» (Cántico del hermano sol 1). San Francisco de Asís es un gran educador de nuestra fe y de nuestra alabanza. Al enamorarse de Jesucristo, encontró el rostro de Dios-Amor, y se convirtió en su cantor apasionado, como verdadero «juglar de Dios». A la luz de las bienaventuranzas evangélicas se comprende la bondad con que supo vivir las relaciones con los demás, presentándose a todos con humildad y haciéndose testigo y constructor de paz.

Desde esta ciudad de la paz deseo enviar un saludo a los exponentes de las demás confesiones cristianas y de las otras religiones, que en 1986 aceptaron la invitación de mi venerado predecesor a vivir aquí, en la patria de san Francisco, una Jornada mundial de oración por la paz.

Considero mi deber dirigir desde aquí un apremiante y urgente llamamiento para que cesen todos los conflictos armados que ensangrientan la tierra, para que callen las armas y por doquier el odio ceda al amor, la ofensa al perdón y la discordia a la unión. Sentimos espiritualmente presentes aquí a todos los que lloran, sufren y mueren a causa de la guerra y de sus trágicas consecuencias, en cualquier parte del mundo. Nuestro pensamiento va particularmente a Tierra Santa, tan amada por san Francisco, a Irak, a Líbano, a todo el Oriente Próximo. Las poblaciones de esos países sufren, desde hace demasiado tiempo, los horrores de los combates, del terrorismo, de la violencia ciega; la falsa esperanza de que con la fuerza se puedan resolver los conflictos; y la negativa a escuchar las razones de los demás y de hacerles justicia. Sólo un diálogo responsable y sincero, sostenido por el apoyo generoso de la comunidad internacional, podrá poner fin a tanto dolor y dar de nuevo vida y dignidad a personas, instituciones y pueblos.

San Francisco, hombre de paz, nos obtenga del Señor que sean cada vez más los que aceptan convertirse en «instrumentos de su paz», a través de miles de pequeños gestos de la vida diaria; que a cuantos desempeñan papeles de responsabilidad los impulsen un amor apasionado por la paz y una voluntad inquebrantable de alcanzarla, eligiendo medios adecuados para obtenerla.

La Virgen santísima, a quien el Poverello amó con ternura y cantó con palabras inspiradas, nos ayude a descubrir el secreto de la paz en el milagro de amor que se realizó en su seno con la encarnación del Hijo de Dios.

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