Pablo VI al Capitulo General OFMConv 1972
SS. Pablo VI Pobreza, fidelidad a la Santa Sede, devoción a María Inmaculada
Discurso al Capítulo General OFMConv de 1972
(Lunes, 12 de junio de 1972)
Queridos hijos:
Nuestro espíritu se abre al más cordial saludo al acoger en vosotros a los dignos representantes de los Hermanos Menores Conventuales. Os habéis reunido en Asís, cuna y corazón de toda la familia franciscana, para celebrar vuestro 187 Capítulo General. Y tras haber llevado a cabo vuestras laboriosas consultas y deliberaciones junto a los sagrados restos de vuestro Santo Fundador, habéis querido coronar vuestros trabajos presentando el testimonio de vuestra fidelidad al Vicario de Cristo.
En este acto significativo, que establece visiblemente una íntima relación entre vuestra filial devoción al Padre de la Orden y vuestra firme adhesión al Supremo Pastor de la Iglesia, nos agrada ver subrayada una vez más la fisonomía particular de los religiosos franciscanos, a los que vuestro Fundador -como se ha recordado hace poco- quiere «siempre súbditos y sujetos a los pies de la Santa Iglesia Romana» (2 R 12,4).
Os agradecemos, pues, vuestra presencia; damos las gracias en particular al padre Vidal Bomarco, elegido ministro general de la Orden, por sus fervientes palabras, por las que hemos podido conocer, con inmenso consuelo, vuestras intenciones y vuestros propósitos al celebrar el Capítulo General, mientras presentamos nuestro reverente saludo al padre Basilio Haiser, complaciéndonos por la labor inteligente e incansable que ha desarrollado en beneficio de la Orden y en la preparación de los trabajos capitulares. ¡Que el Señor bendiga a los dos!
Grande y decisiva la hora actual de la Iglesia
Pero ahora esperáis también una palabra de exhortación y orientación por parte nuestra. Lo hacemos con mucho gusto, limitándonos a algunas breves reflexiones, si bien vuestras personas y las presentes circunstancias merecerían un discurso mucho más amplio.
Os manifestaremos en primer lugar nuestra complacencia al comprobar que la noble y pastoral ansia de renovación espiritual, que bajo la influencia del Espíritu Santo ha invadido hoy a todo el pueblo de Dios, ha sido el motivo inspirador de todos vuestros trabajos.
La hora que vivimos hoy en la Iglesia y en el mundo es ciertamente grande y, podríamos decir, decisiva. Es una hora de gracia que no se repetirá fácilmente; es una invitación indeclinable a secundar la obra del Espíritu Santo, que hace sentir en la conciencia de los creyentes el deseo ardiente de salvar al mundo y de entregarse generosamente a su evangelización.
Para algunos, desgraciadamente, este anhelo por responder a las exigencias del momento se transforma con frecuencia en agitación febril que, de golpe, desearía separarse de todo el pasado para seguir caminos totalmente nuevos o no suficientemente experimentados.
Renovación y sentido auténtico de la vida religiosa
La renovación de la vida religiosa pretendida por el Concilio tiende, ciertamente, a una disciplina más sabia y a una forma más moderna de ponerse en contacto con la sociedad de hoy, pero no en detrimento del sentido verdadero y auténtico de la vida religiosa, que consistirá principalmente en un progreso continuo en la caridad, en el espíritu de sacrificio, en la adhesión a la palabra y a la cruz de Cristo. «Los que hacen profesión de los consejos evangélicos -en estos términos se expresa el mismo Concilio- han de buscar y amar, sobre todo, a Dios, que nos amó primero, y preocuparse de favorecer la vida escondida con Cristo en Dios. Es de ahí de donde brota y recibe impulso el amor al prójimo para la salvación del mundo y la edificación de la Iglesia. Esta caridad es el alma y la norma incluso de la práctica misma de los consejos evangélicos. Por eso, los miembros de los institutos deben cultivar con dedicación constante el espíritu de oración y la oración misma, bebiendo en las fuentes auténticas de la espiritualidad cristiana» (Perfectae Caritatis, 6).
Tenemos la certeza de que las graves palabras del Concilio encontrarán en vosotros un terreno preparado y un espíritu particularmente dispuesto para comprenderlas. Habéis escogido un camino difícil, el camino enseñado por vuestro Fundador, que tiene como base inconfundible la imitación de Cristo crucificado. «Era justo -escribe san Buenaventura- que este afortunado varón, Francisco, apareciera distinguido con tan singular privilegiado, ya que todo su empeño -lo mismo en público que en privado- se cifró en la cruz del Señor» (Lm 6,9).
El amor a la pobreza
El camino de la Cruz: he aquí el significado auténtico de la vida religiosa entendida como seguimiento de Cristo, según los ejemplos y la doctrina de Cristo que dijo: «Quien quiera venir tras de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16,24). San Francisco, espejo de Cristo, es testimonio viviente de ello. Y vosotros, que habéis sido llamados a seguir sus pasos, tenéis el deber siempre nuevo, siempre urgente, de ofrecer el testimonio auténtico de este ideal para ejemplo y soporte de la Iglesia en una época en que es tan fuerte la tentación de quitar del Evangelio la página de la Cruz.
Y aquí el discurso nos lleva espontáneamente a la meditación de otro punto que constituye una de las notas más características de la espiritualidad franciscana: el amor a la pobreza evangélica. ¿No es, en efecto, por medio del despojo total, como san Francisco, el imitador por excelencia del Señor, encontró el modo de reproducir en sí mismo su vida sacrificada?
Como escribió la beata Angela de Foligno: «El bienaventurado Francisco nos enseñó la pobreza, el dolor, el desprecio de sí mismo, la verdadera obediencia. Él fue, en efecto, la pobreza misma, interior y exteriormente; por ella vivió y en ella perseveró» (Libro de la verdadera experiencia de los fieles). Este espíritu de pobreza, que como afirma el Concilio «es la gloria y el distintivo de la Iglesia de Cristo» (Gaudium et spes, 88), se debe manifestar en vuestra austeridad de vida. ¿Se podría pensar acaso que un verdadero religioso pueda ceder a comodidades superfluas y mundanas? Incluso todas las obras que de vosotros proceden deben llevar la señal visible de la pobreza; de nada se haga ostentación, aunque sea inconscientemente, incluso bajo los más nobles pretextos, que pueda ocultar a los ojos del mundo la imagen de Cristo, el cual ha querido hacerse pobre por nosotros (2 Cor 8,9); nada haga olvidar que la Iglesia pertenece a los pobres, tanto en el espíritu de desprendimiento como en la realidad cruda de la penuria y del sufrimiento.
De este modo vuestras obras serán bendecidas por Dios y os ganaréis la estima y la confianza de aquellos mismos que no saben imitaros. Para vosotros la pobreza es una fuerza, es una dignidad, es «la perfecta alegría» franciscana. Esto es lo que los hombres piden principalmente de vosotros; y habrá que decir que la hostilidad de alguno es tal vez inconscientemente la desilusión de quien, habiendo encontrado en su camino almas consagradas a Dios, no ha conseguido percibir en ellas los rasgos de Cristo, como anhelaba desde el fondo del corazón.
Necesaria fidelidad a la Sede Apostólica
Una última recomendación, carísimos hijos, deseamos confiar a vuestra reflexión: la fidelidad a la Sede Apostólica. Creemos que en este punto podemos contar particularmente con vosotros, que perpetuáis en el mundo el testimonio de san Francisco, quien, justamente por esta fidelidad a la «Santa Iglesia Romana», que prescribió a sus discípulos en la Regla, fue llamado «varón católico, totalmente apostólico» (Julián de Espira, Vida 88). Se trata de una fidelidad que tiene como fundamento no tanto los vínculos exteriores del derecho canónico, cuanto más bien un profundo amor y un sincero propósito de obediencia a la voluntad de Cristo, el cual ha confiado su Iglesia a san Pedro y a sus sucesores.
Tengamos siempre ante nuestra mente la célebre pintura representando a san Francisco, que sostiene sobre sus espaldas la Basílica Lateranense, es decir, la Iglesia en su expresión visible y humana. ¡Esta es la vocación y la misión propia de la gran familia franciscana! Y esperamos que todos vosotros, hijos de san Francisco, estaréis siempre junto a Nos y nos sabréis apoyar con vuestra ayuda, sufriendo con Nos, perseverando con Nos en el generoso servicio de Dios y de las almas, creyendo firmemente con Nos que ninguna adversidad podrá prevalecer contra la estabilidad del edificio perenne de Cristo, la Iglesia, una, santa, católica, apostólica.
Con esta consigna de amor y de fidelidad a la Iglesia formulamos los mejores votos por los trabajos de vuestro Capítulo general, a fin de que de vuestras sabias deliberaciones toda la Orden reciba el impulso necesario para continuar en su luminoso camino.
Esperanza en el amor a María
Un hecho consolador confirma nuestra esperanza: la explícita declaración hecha por vosotros de haber puesto vuestro Capítulo general bajo la protección de la Virgen Inmaculada y de su siervo fidelísimo el bienaventurado padre Maximiliano Kolbe, al que hemos tenido el gozo de elevar al honor de los altares. Esto nos dice que el amor a María Santísima, nota peculiar de vuestra espiritualidad, continuará caracterizando vuestra conducta, y que vuestro servicio a la Iglesia tendrá como modelo el testimonio ofrecido por aquel luminoso hijo de san Francisco, gloria resplandeciente de Polonia y de vuestra Orden. ¡Que así sea siempre, hijos queridísimos!
Y en el nombre de la Virgen Inmaculada y de vuestro hermano el bienaventurado Maximiliano Kolbe, de corazón impartimos a vosotros y a toda vuestra familia religiosa la propiciadora bendición apostólica.
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