Santa Veronica de Giuliani
Verónica Giuliani nació en Mercatello, cerca de Urbino, hija de Francisco Giuliani y Teresa Mancini el 27 de diciembre de 1660, última de siete hermanas, de las cuales dos murieron estando todavía de brazos, tres monjas clarisas en Mercatello, una clarisa capuchina en Città di Castello y una permaneció en el mundo. Alrededor de la niña acontecieron hechos prodigiosos tales que indicaban en la pequeña Verónica una extraordinaria precocidad en la gracia. No ordinaria fue la educación espiritual de la niña por parte de la madre, mujer de profunda sensibilidad cristiana. La madre, al morir, dejó a sus hijas una herencia mística: las llagas del Señor, una para cada una. A Verónica, que apenas tenía cuatro años, le tocó la del costado, la más cercana al corazón de Jesús.
A los diecisiete años precisamente cuando el mundo se le ofrecía con todos sus ardientes halagos, la más joven de las hermanas Giuliani abandonó su cómoda casa, la vida libre, la condición acomodada, e ingresó entre las clarisas del convento de las capuchinas de Città di Castello. sepultada viva entre las pobrísimas hijas de Santa Clara, se preparó para santificarse en el silencio y en la humildad con sus cohermanas. Encerrada en los muros del claustro, la joven mostró los signos de una excepcional predilección de parte del Esposo celestial. Devota de la Pasión, revivía puntual y visiblemente los sufrimientos de la misma. Tuvo la frente llagada por una corona de espinas invisible, un viernes santo fue traspasada por las heridas de las llagas.
Frente a signos extraordinarios que iban presentándose en su vida, sospechando que podría tratarse de formas de ostentación o maquinaciones diabólicas, por comprensible prudencia, los superiores mantuvieron a la hermana en total reclusión. Le prohibieron cualquier contacto con el exterior, y la invitaron a obedecer a una hermana conversa. El Santo Oficio, al conocer informaciones sobre el caso, le hizo suspender la comunión eucarística, además del aislamiento total del resto de la comunidad. Todo esto fue aceptado por ella humildemente, como signo de predilección divina… Consciente de las turbaciones místicas que se agitaban en su penitente, el confesor impuso a Verónica llevar un diario espiritual. Así, día a día, por más de treinta años, la clarisa narró minuciosamente en aquel diario sus sufrimientos y sus alegrías, sus oraciones y sus abatimientos. De aquellas hojas escritas sin artificio y que el confesor le prohibía releer, se formaron 44 gruesos volúmenes. Aun hoy las páginas de Verónica Giuliani pasan entre las más bellas de la literatura mística en Italia. Igualmente interesantes son los testimonios que nos han llegado sobre ella, sobre su vida y sobre sus actitudes para con las demás hermanas.
“Hoy se me ha renovado el dolor en las manos, los pies y el corazón, y he pasado una noche preciosa, toda ella llena de penas y tormentos. Gracias a Dios. … Esta mañana hice la santa Confesión y creo que me ha fortalecido para sufrir más” (Del “Diario” autobiográfico). Pasó su vida en la oración y en la contemplación, proponiéndose conformarse cada vez más a Cristo Crucificado. Por su amor al misterio de la Cruz tuvo el don de los estigmas. En el monasterio ejerció todos los oficios: cocinera, despensera, guardarropera, enfermera, tornera, panadera, maestra de novicias por treinta y tres años hasta su muerte, abadesa por once años. La heroicidad de sus virtudes superó todas las sospechas y maquinaciones siniestras en su contra. Uniendo su martirio interior al de Cristo, sufrió un ataque de apoplejía el 6 de junio de 1727, pasó de esta vida a la patria celestial el 9 de junio siguiente. Tenía 67 años. Su cuerpo reposa en la iglesia del Monasterio de Città di Castello.
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