Discurso JPII al Capitulo General OFM

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Discurso de SS Juan Pablo II al Capítulo General OFM

Roma, jueves 21 de junio de 1979

Queridísimos hijos, miembros del Capítulo general de la Orden de Hermanos Menores:

De buen grado os recibimos en este encuentro peculiar y os saludamos de corazón, a la vez que damos nuestra felicitación paterna al nuevo ministro general John Vaughn, y expresamos nuestra benevolencia al padre Constantino Koser, quien, después de mucho tiempo, se aleja de ese mismo importante cargo.

Os agradecemos la alegría que nos proporcionáis con el hecho de este mismo encuentro. Pues vuestra presencia evoca las múltiples relaciones que hemos mantenido con los franciscanos y renueva en nuestra mente el recuerdo de los pasos que hemos andado, siguiendo los caminos en los que san Francisco dejó huellas preclaras: las huellas, decimos, del varón que ardía de modo singular en el amor de Cristo, ministro fiel de la Iglesia, amigo fraternal de los hombres y de todas las criaturas.

Por lo que a esto respecta, nos complace recordar que, cuando desempeñábamos la función de cardenal arzobispo de Cracovia, por dos veces, en el aniversario de nuestra ordenación sacerdotal, subimos en piadosa peregrinación al monte Alverna, donde vuestro Seráfico Padre fue transformado en imagen de Cristo crucificado.

Después, elegido para el supremo ministerio de Romano Pontífice, que es como el vicario del amor de Cristo (cf. San Ambrosio, Expos. Evang. sec. Luc. X, 175; PL 15, 1848), en los mismos comienzos, exactamente el 5 de noviembre del año pasado, fuimos a Asís, al sepulcro de san Francisco para pedirle que nos ayudara para acoger a todos los hombres de nuestro tiempo, según el designio del Corazón del Salvador.

Al recordar estos acontecimientos de nuestra vida, os rogamos que metáis dentro de vuestro corazón y vuestra alma las palabras con que comienza la primera Encíclica que hemos hecho pública recientemente: «Jesucristo, Redentor del hombre, es el centro del cosmos y de la historia». El contenido de estas palabras es el que se os debe anunciar; o sea, es necesario que vuestra Orden recobre las fuerzas originarias, con las que sea capaz de manifestar a Cristo en nuestro tiempo, y para que, a ejemplo de vuestro Seráfico Padre, haga patente el testimonio de amor a la Iglesia, que él dio de modo tan eximio.

A buscar el vigor primitivo os lleva, como muy bien creemos, el lugar mismo donde celebráis el capítulo general: es decir, nos referimos al "Convento" de Santa María de los Ángeles, donde -como dice san Buenaventura- vuestro ilustre Padre «comenzó humildemente, progresó virtuosamente, acabó felizmente» (LM 2,8). Pues allí realizó plenamente la penitencia que se había propuesto desde el comienzo de su vida consagrada a Dios. En verdad, para llevar e cabo cualquier renovación espiritual es necesario comenzar por la penitencia, que es lo mismo que metánoia, es decir, cambio de mente. Ciertamente con esta disposición llevan su vocación los hijos de san Francisco.

Siendo tan clara esta verdad, os exhortamos encarecidamente a que no tengáis duda alguna sobre vuestra identidad, ni busquéis o hagáis algo -tanto individualmente como en conjunto- que sea ajeno a esta norma que estableció vuestro Padre legislador para todo tiempo: «La Regla y la vida de los Hermanos Menores es ésta, a saber, observar el santo Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo, viviendo en obediencia, sin nada propio, y en castidad» (2 R 1,1).


De la fidelidad a esta primitiva forma de vuestra vida depende también la fuerza de la parte que os corresponde en el ministerio salvífico de la Iglesia, en la medida en que empeñéis vuestras personas y obras en servicio del Evangelio, adhiriéndoos íntimamente al magisterio de la misma Iglesia.


Acoged, pues, la exhortación paterna que os ofrece hoy el Romano Pontífice: ¡amad a la Iglesia, como la amó san Francisco! Amadla más que a vosotros mismos, renunciando, si es preciso, incluso a los modos de pensar y vivir que, si quizá se apreciaban en tiempos pasados, ahora resultan menos aptos para promover el vigor vital de la Iglesia y para ampliar los espacios de su caridad.

Al renovar, pues, esta vocación eclesial vuestra, es necesario que secundéis el deseo del Seráfico Padre, que envió a sus hermanos por todas las partes del mundo, a fin de que anunciasen a los hombres la paz y la penitencia para la remisión de los pecados (cf. 1 Cel 29). Tratad a los hombres en las condiciones mismas de su vida cotidiana: fomentad y cultivad esa semilla divina que hay en ellos (cf. 1 Jn 3,9), para que reconozcan y acepten al Hijo de Dios encarnado, y ellos mismos sean hechos hijos de Dios.

Como es sabido, nadie percibió tan profundamente como san Francisco el carácter sagrado de la creación. Él -por decirlo con palabras de nuestro venerado predecesor Pablo VI-, «habiendo dejado todo por el Señor, encuentra, gracias a la dama pobreza, algo por así decir de aquella bienaventuranza con que el mundo salió intacto de las manos del Creador. En medio de las mayores privaciones, medio ciego, él pudo cantar el inolvidable Cántico de las criaturas, la alabanza a nuestro hermano sol, a la naturaleza entera, convertida para él en un transparente y puro espejo de la gloria divina» (Gaudete in Domino, en ASS 67, 1975, pág. 307; L'Osservatore Romano, ed. en lengua española, 25-V-1975). Porque también entra en vuestra vocación enseñar a los hombres a referir las cosas de este mundo a la obra de la salvación y, cuando guiados por cierta inclinación natural se detengan en esas mismas cosas, llevarlos a la esperanza que trasciende todo lo terreno.

Queridísimos franciscanos. Porque, cual religiosos, habéis sido puestos como en la cumbre más alta de la conciencia cristiana (cf. Pablo VI, Evangelica testificatio, 19), os hemos dicho estas palabras, para confirmaros, estimularos y animaros a un entusiasmo mayor de día en día, ya que es necesario que seáis cooperadores del Sucesor de san Pedro, «a quien se ha encomendado de modo singular el gran ministerio de propagar el nombre cristiano» (Lumen gentium, 23).

¡Os guarde y proteja la Santa Madre de Dios! Ella ocupa un lugar privilegiado en vuestra tradición teológica, sobre todo por lo que respecta al misterio de su Inmaculada Concepción; por él se ha convertido en tipo humano perfectísimo de la Iglesia, la cual quiso Cristo, su fundador, que fuera «sin mancha o arruga, sino santa e inmaculada» (cf. Ef 5,27). Imitad a María que estaba totalmente sometida a la voluntad de Dios; escuchadla cuando os exhorta refiriéndose a su Hijo: «Haced lo que él os diga» (Jn 2,5).

Finalmente, para fortaleceros a fin de que respondáis siempre con amor a vuestra noble vocación franciscana, os damos con espíritu paterno y afectuoso la bendición apostólica, a los presentes y a toda vuestra familia religiosa.

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