SJPII al Capitulo General OFS 1988
San Juan Pablo II Discurso al Capítulo General de la Orden Franciscana Seglar
Roma, 14 de junio de 1988
Carísimos hermanos y hermanas:
1. Muy gustoso he acogido vuestra petición de un encuentro con ocasión de vuestro Capítulo General, dedicado al estudio de las nuevas Constituciones Generales, que deberán ser aprobadas por la Sede Apostólica. Ellas sustituirán a las de 1957, que se remontan al período preconciliar y que, por tanto, necesitan una puesta al día según las indicaciones del Vaticano II y de los documentos posteriores del Magisterio concernientes a la renovación de la vida cristiana laical y seglar.
Sin embargo, la renovación de la Orden Franciscana Seglar había recibido un fuerte impulso ya antes del Concilio, cuando Pío XII, el 1 de julio de 1956, insistió, con una intuición que bien podemos llamar profética, en la perfección innata en los mismos valores del estado seglar. Mi Predecesor se adelantaba de este modo a cuanto la Constitución dogmática Lumen gentium enseñaría sobre la dignidad de la vocación laical (c. IV) y sobre la llamada universal a la santidad -es decir, a la perfección- en la Iglesia (c. V).
Refiriéndose al ejemplo de san Francisco, el Papa dijo que todos podemos «tender a la perfección del propio estado y conseguirla aun sin abrazar el estado de perfección», es decir, el estado religioso de la práctica de los consejos evangélicos. El mandato de ser perfectos, de ser santos, no concierne sólo a los religiosos y sacerdotes, sino a todos los cristianos, a todos los discípulos del Señor. La perfección no es un lujo, no es un aspecto secundario o poco menos que superfluo de la vida cristiana, sino que exige de todos los bautizados una respuesta precisa, que afecta directamente a la cuestión de la salvación.
2. Pero vosotros sois además una «Orden», una «Orden laical, pero una verdadera Orden», como dijo el Papa; por lo demás, ya Benedicto XV había hablado de «Ordo veri nominis». Este término antiguo -podríamos decir medieval- de «Orden» no significa otra cosa que vuestra estrecha pertenencia a la gran Familia franciscana, vuestro lazo fraterno y hasta quisiera decir «filial» con la Primera Orden y la TOR, vigorosas ramas de la espiritualidad del Pobrecillo de Asís. La palabra «Orden» significa la participación en la disciplina y austeridad propias de aquella espiritualidad, dentro de la autonomía propia de vuestra condición laical y seglar, las cuales, por otra parte, llevan consigo frecuentemente sacrificios no menores que los que se realizan en la vida religiosa y sacerdotal.
3. El período transcurrido desde la aprobación de las anteriores Constituciones ha estado marcado por una particular atención de los Sumos Pontífices con relación a vuestra Orden, hasta seguirla con paterna y solícita premura para la gradual renovación durante un período que, como bien sabemos, no ha sido fácil. Mis predecesores os han indicado el camino de la verdadera renovación, camino que vosotros os habéis esforzado en seguir fielmente.
Recordaré aquí brevemente, además de la querida memoria de Pío XII, la de Juan XXIII, quien en 1959 se dirigió a vosotros con estas amables palabras: «Ego sum Joseph, frater vester» («Soy José, vuestro hermano»).
Importante fue la intervención del papa Pablo VI -que hago mía en esta circunstancia-; él os exhortó a vivir una «triple confianza»: confianza en la profesión de la pobreza, elegida como virtud específica, liberadora de la «perpetua seducción que es la riqueza», y portadora de la «perfecta alegría»; la pobreza, pues, no sólo como distanciamiento de las riquezas, sino también como humildad y abandono en la divina Providencia. Confianza en el amor a la Cruz: «Hay aquí una grave tentación que se ha de vencer, la de quitar del Evangelio la página de la Cruz». Confianza en la actualidad de la espiritualidad franciscana: «Nos tenemos confianza -dijo entonces el papa Montini- en que todavía la espalda fuerte y paciente de san Francisco sostendrá la Iglesia visible y humana» (19-V-1971).
4. Esta confianza es también la mía. Recordaréis que uno de los primeros actos de mi pontificado fue el de visitar la tumba de san Francisco. Y una prueba significativa, entre otras muchas, de la actualidad de la espiritualidad franciscana ha sido el éxito, de alcance mundial, del encuentro de oración en octubre de 1986 en Asís: ¿cómo no reconocer de hecho en aquel acontecimiento el «estilo» -podemos llamarlo así- de aquel incansable y esforzado predicador de la paz que fue Francisco?
Por eso me complace recordar el encuentro que tuve, en el mismo año, con los miembros de la Presidencia del Consejo Internacional de vuestra Orden, reunidos en Roma para profundizar en el esquema de las nuevas Constituciones. En aquella circunstancia os invité a realizar en la vida cotidiana, en los compromisos seculares y en las relaciones con todos los hombres el espíritu de las Bienaventuranzas, que es esa «sal de la tierra» que da verdadero sabor al mundo y hace de él una degustación del paraíso (cf. Sel Fran n. 46, 1987, 6-8).
5. Sé que ahora tenéis en programa profundizar y poner por obra las enseñanzas del último Sínodo de los Obispos y de mi encíclica Sollicitudo rei socialis. Son dos óptimas ocasiones para manifestar vuestra buena voluntad convertida en realidad, continuando la fiel adhesión al Magisterio de la Iglesia, de la que, con ocasión de este Sínodo, habéis dado pruebas con vuestra participación activa mediante el envío de propuestas y de aspiraciones propias.
Os exhorto a continuar en esta línea, al mismo tiempo que os expreso mi complacencia por el trabajo que estáis haciendo. Os deseo en particular una feliz conclusión del perfeccionamiento de vuestras Constituciones, y rezo por esta intención.
Este siglo, como sabéis, contempla una inmensa floración de los carismas propios de los laicos. Se ha repetido muchas veces, sobre todo después del Sínodo: «Es la hora de los laicos». Y es verdad. En la fidelidad a su misión propia y en la fiel cooperación con los sagrados Pastores, muchos laicos, grupos, movimientos, asociaciones, instituciones, movidos y guiados por el Espíritu, están haciendo hoy un bien inmenso a la Iglesia. Son una verdadera esperanza. Y, como bien sabéis, esto es lo que cuenta, no tanto el número, cuanto la calidad. Se trata a veces de grupos pequeños y humanamente pobres: lo importante es la buena voluntad y la fidelidad a la Iglesia. Serán, como dijo una vez con feliz expresión Jacques Maritain, estrellas luminosas diseminadas en la noche del mundo.
La Virgen Santísima, que podemos decir que asume en sí la vocación religiosa y la vocación laical y familiar, os puede comprender a fondo. Precisamente por esta «síntesis» que realiza en sí entre la espiritualidad y la secularidad, Ella está en perfectas condiciones para haceros comprender el sentido profundo de vuestra específica vocación, y para protegeros a fin de que podáis realizarla con plenitud. Confiad plenamente en Ella, mientras os bendigo de corazón a todos, junto con vuestros hermanos y hermanas, con vuestros familiares y personas queridas.
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