San Antonio por Bartolome Esteban Murillo 1656

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Esta obra es una de la de mayor dimensión que realizó Murillo, resultando en un cuadro grande, para una pequeña capilla: Capilla Bautismal de la Catedral de Santa María de la Sede de Sevilla. San Antonio de Padua es (después de san Francisco de Asís) el santo franciscano más popular. La pintura representa el momento en el que se le aparece el Niño Jesús en su habitación. La escena se divide en dos zonas bien diferenciadas: la terrenal donde aparece el santo y la celestial en la que está el Niño rodeado de ángeles.

San Antonio viste el hábito marrón de la orden y figura arrodillado, con los brazos abiertos y dirigiendo su mirada al Niño. En la parte izquierda puede verse una mesa con un jarrón de azucenas como símbolo de la pureza y una serie de libros. Como suele hacer el pintor en muchas de sus obras, abre la escena a un fondo de arquitectura de estilo clasicista.

En 1656 el cabildo de la Catedral de Sevilla le encargaría a Murillo le encargaría esta obra a Murillo.

Se trata de una visión, tema tan grato al mundo barroco, que une los mundos terrenales y sobrenaturales en una sola imagen, proponiendo al espectador las futuras glorias que le llegarían por su estricto cumplimiento de los mandamientos y sacramentos de la Iglesia Católica.

El santo se encuentra leyendo sobre la austera mesa de una gran estancia, cuando de pronto recibe la visita del Niño Jesús rodeado de ángeles —símbolos de pureza—. San Antonio interrumpe sus tareas y se arrodilla ante la visión. La luz que emana de la sagrada figura ilumina toda la escena. La puerta al fondo de la estancia permite apreciar los detalles arquitectónicos, especialmente la columna.

Aparecen las diagonales y revuelos angélicos de Rubens, una visión cada vez más idealizada que entronca con el clasicismo boloñés o una pincelada cada vez más suelta que, iniciada años antes, se reafirma con su conocimiento de la pintura de Van Dyck.

Consigue así una imagen plenamente barroca dominada por un color cada vez más matizado (que tiende a los colores pastel que caracterizarán su última obra) que se despliega a través de una pincelada cada vez más deshecha, consiguiendo sus clásicos espacios vaporosos, en donde los perfiles se difuminan en el ambiente. Un juego de luces, muy bien estructurado, unifica la composición y utiliza una amplia gama de colores para otorgar cohesión a la composición. Sin duda, Murillo consigue un estilo propio, más naturalista y con menos claroscuro —herencia de Francisco de Zurbarán y su generación. El cuadro fue restaurado en 1831.

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