Exulta Lusitania felix
Exulta, feliz Lusitania, salta de júbilo, Padua feliz, pues engendrasteis para la tierra y para el cielo a un varón, que bien puede compararse con un astro rutilante, ya que brillando, no sólo por la santidad de su vida y gloriosa fama de sus milagros, sino también por el esplendor que por todas partes derrama su celestial doctrina, alumbró, y aún sigue alumbrando, al mundo entero con una luz fulgentísima.
Nacido en Lisboa, ciudad principal de Lusitania, de padres cristianos e ilustres por su alcurnia, muchas e indudables señales dieron a entender, ya casi desde la aurora de su vida, que Dios todopoderoso había sembrado en su corazón abundantes semillas de inocencia y sabiduría. Era un adolescente cuando vistió el hábito humilde de los Canónigos Regulares de San Agustín, entre los cuales durante once años se esforzó, con la mayor diligencia, por enriquecer su alma con las virtudes religiosas y colmar su espíritu con los tesoros de las doctrinas celestiales. Elevado, después, a la dignidad sacerdotal por gracia divina, suspiraba por un modo de vida más perfecto, cuando los cinco compañeros Protomártires Franciscanos tiñeron con su sangre, en las santas misiones de Marruecos, los rojos amaneceres de la Orden Seráfica. Antonio, lleno de alegría por el triunfo tan glorioso de la fe cristiana, se inflamó de vivísimos deseos del martirio y se embarcó lleno de gozo rumbo a Marruecos, alcanzando felizmente las lejanas playas africanas.
Poco después, afectado de una grave enfermedad, se vio forzado a reembarcar de vuelta a su patria. La fortísima tempestad, que embraveció el mar y sacudió la nave por uno y otro lado con la fuerza del viento y las olas desatadas, lo lanzó finalmente, por voluntad de Dios, a las costas de Italia. Allí era un desconocido para todos y él mismo a nadie conocía, por lo que pensó encaminar sus pasos a la ciudad de Asís, donde entonces se iban a reunir muchos frailes y maestros de su Orden. Llegado allí tuvo la dicha de conocer al Padre san Francisco, cuya dulce presencia le colmó el alma de tanta suavidad que lo enardeció con el soplo ardentísimo del espíritu seráfico.
Al extenderse por todas partes la fama de la sabiduría celestial de Antonio y conocedor de ella el Seráfico Patriarca, quiso encomendarle el cargo de enseñar a los frailes, con aquellas palabras suavísimas que le escribió: «Fray Francisco a Fray Antonio, mi obispo: salud. Me agrada que enseñes sagrada teología a los frailes, con tal que, en su estudio, no apagues el espíritu de oración y devoción, como se contiene en la Regla». Antonio cumplió fielmente el oficio de su magisterio, siendo constituido como el primer Lector de la Orden. Enseñó en la ciudad de Bolonia, que era entonces sede principal de estudios; después enseñó en Toulouse y, por último, en Montpellier, ambas ciudades famosísimas por sus estudios. Antonio enseñó a los frailes y cosechó frutos abundantes sin menoscabar el espíritu de oración, como el Seráfico Patriarca le había encomendado, antes bien el Santo de Padua instruyó a sus alumnos no sólo con el magisterio de la palabra sino también con el ejemplo de su vida santísima, cultivando y defendiendo el cándido lirio de la pureza.
Dios le manifestó con frecuencia cuánto era estimado por el Cordero inmaculado, Jesucristo. Muchas veces, estando Antonio en su celda silenciosa dedicado a la oración, levantados dulcemente los ojos y el corazón al cielo, de repente se le aparecía el mismo Jesús, como niño pequeño, envuelto en una luz de radiantes fulgores, y echándose al cuello del joven franciscano le abrazaba y colmaba de tiernas caricias infantiles al Santo que, extasiado y convertido de hombre en ángel, «se apacentaba entre lirios» (Cant 2,16) en compañía de los ángeles y del Cordero.
Los autores contemporáneos del Santo ponderan unánimemente, y con ellos los más recientes, la luz abundante que san Antonio difundió por todas partes, tanto por la actividad docente cuanto por la predicación de la palabra de Dios, y alaban su sabiduría con grandes elogios y ensalzan la virtud de su elocuencia. Quienquiera que lea con atención los "Sermones" hallará un Antonio exégeta peritísimo en las Sagradas Escrituras y un teólogo eximio al analizar las verdades dogmáticas, un doctor y maestro insigne en el modo de tratar las doctrinas ascéticas y místicas. Todas estas cosas pueden servir de no pequeño auxilio, sobre todo a los predicadores del Evangelio, si las consideran como tesoro del arte divino de la elocuencia, pues forman una especie de reserva abundantísima de la que especialmente los oradores sagrados pueden extraer, sin agotarla, argumentos vigorosos para defender la verdad, impugnar los errores, refutar las herejías y hacer retornar al camino recto los corazones de los hombres extraviados.
Como Antonio se sirvió, con frecuencia, de los textos y sentencias tomadas del Evangelio, con toda justicia y derecho merece ser llamado "Doctor evangélico". Efectivamente, de sus escritos no pocos Doctores, Teólogos y Predicadores de la palabra de Dios bebieron, como de una fuente perenne de agua viva, y ampliamente beben aún hoy, precisamente porque consideran a Antonio un maestro y le tienen por Doctor de la Santa Madre Iglesia. Los mismos Romanos Pontífices son los primeros que se han adelantado al pronunciar tal juicio y con su propio ejemplo. En efecto, Sixto IV en su Carta Apostólica Immensa, de 12 de marzo de 1472, escribe: «El Bienaventurado Antonio de Padua, como estrella en lo alto del firmamento, difundió el fulgor de su luz esplendidísima, pues él es quien ilustró, adornó y consolidó nuestra fe ortodoxa y la Iglesia católica con las extensísimas prerrogativas de sus méritos y virtudes, con su profunda sabiduría y doctrina de las cosas divinas, y su predicación fervorosísima». Igualmente, Sixto V, en su Carta Apostólica sellada con su sello de plomo el 14 de enero de 1586, escribió: «El bienaventurado Antonio de Lisboa fue un varón de eximia santidad..., e imbuido, además, de la sabiduría divina».
Y nuestro inmediato Predecesor, el Papa Pío XI, de feliz memoria, en su Epístola Apostólica Antoniana sollemnia publicada el 1 de marzo de 1931 con ocasión del séptimo centenario de la muerte dichosa del bienaventurado Antonio, dirigida al Excmo. P. Elías dalla Costa, Obispo entonces de Padua y en la actualidad Cardenal Arzobispo de Florencia, celebraba la sabiduría divina de la que tan abundantemente estuvo adornado este gran apóstol franciscano y con la cual se dedicó a restaurar la santidad e integridad del Evangelio. De dicha Epístola de nuestro Predecesor reproducimos estas valiosísimas palabras: «El taumaturgo de Padua llenó de luz con su sabiduría cristiana e impregnó con el suave perfume de sus virtudes la turbulenta sociedad de su tiempo, completamente infectada por sus costumbres envilecidas... Sobre todo en Italia se hizo famoso el vigor de sus tareas apostólicas, pues aquí llevó adelante tan abrumadoras fatigas. Pero también en muchas provincias de Francia, porque Antonio sin hacer distinción alguna de nación o linaje abarcaba a todos con su dedicación activa, a los portugueses, paisanos suyos, a los africanos, italianos, franceses, a cuantos percibía que estaban necesitados de la verdad católica. En cuanto a los herejes, Albigenses, Cátaros y Patarenos, que pululaban casi por todas partes e intentaban entonces apagar la luz de la verdadera fe en los corazones de los fieles creyentes, con tanto esfuerzo y éxito los combatió que mereció ser llamado "martillo de los herejes"».
No podemos omitir aquí, por la magnitud de su peso y su importancia, el grandioso elogio que tributó al Santo de Padua el Papa Gregorio IX después de oír predicar a Antonio y comprobar su admirable comportamiento vital, llamándole "Arca del Testamento" y "Archivo de las Sagradas Escrituras". Es igualmente digno de ser recordado que en el mismo día 30 de mayo de 1232, en el que el taumaturgo paduano fue inscrito en el catálogo de los Santos, casi once meses después de su dichosa muerte, al final del solemne rito pontifical de su Canonización, el mismo Papa Gregorio entonó con su propia voz la antífona propia de los Doctores de la Iglesia: «¡O Doctor optime, Ecclesiae Sanctae lumen, beate Antoni, divinae legis amator, deprecare pro nobis Filium Dei!» («¡Oh, Doctor excelente, luz de la Iglesia Santa, bienaventurado Antonio, amador de la ley divina, ruega por nosotros al Hijo de Dios!»). De ahí resultó que desde los primeros tiempos se comenzara a tributar el culto propio de la liturgia de los Santos Doctores de la Iglesia al bienaventurado Antonio, incluyendo, en su honor, la misa de los Doctores en el Misal "según la costumbre de la Curia Romana". Esta Misa, aun después de la corrección del Calendario ordenada por el Papa Pío V en 1570, nunca ha cesado de celebrarse hasta nuestros días en el seno de las distintas Familias Franciscanas y entre ambos cleros de las Diócesis de Padua, de Portugal y de Brasil.
Como consecuencia de todo lo que llevamos enumerado, poco después de haber proclamado los honores de Antonio entre los santos del cielo, comenzaron a pintar y esculpir imágenes y a proponerlas a la veneración de la piedad de los fieles cristianos en las que aparece figurado el gran apóstol franciscano con un libro abierto en una de las manos, o cerca, símbolo de su sabiduría y doctrina, y en la otra una llama, símbolo del ardor de su fe. Nada tiene, por tanto, de extraño que muchos, y no sólo de la Orden Seráfica, que ya en sus Capítulos generales muchas veces manifestó sus deseos, sino también muchas personas ilustres de toda clase y condición no hayan dudado en manifestar estos vivos anhelos, de que fuera confirmado y extendido a la Iglesia universal, el culto de Doctor tributado secularmente al Santo Taumaturgo de Padua.
Tales deseos, intensificados en grado sumo con motivo del séptimo centenario de la muerte y canonización del bienaventurado Antonio, la Orden de los Frailes Menores los reiteró con peticiones y súplicas ardientes, primero a nuestro Predecesor, de feliz memoria, Pío XI, y después a Nosotros mismos, para que tuviéramos a bien colocar oficialmente a Antonio en el número de los Santos Doctores de la Iglesia. Como, además, tales deseos habían sido avalados y aumentados por las peticiones y súplicas de los Padres Cardenales de la Santa Iglesia Romana y de muchísimos Arzobispos, Obispos y Prelados de las Ordenes y Congregaciones Religiosas y de otras muchas ilustres personas, tanto del clero como del pueblo fiel y de las Universidades, Institutos y Asociaciones, Nos juzgamos oportuno encargar a la Sagrada Congregación Romana de Ritos el examen de un asunto de tanta importancia, para conocer su voto.
Esta Sagrada Congregación, obedeciendo nuestro mandato con la diligencia que le caracteriza, eligió un grupo de personas adecuadas para examinar cuidadosamente el caso. Una vez solicitados de la Comisión, obtenidos por separado, y a continuación dados a conocer por la imprenta, sus votos y pareceres, sólo faltaba interrogar a los miembros que presiden la Sagrada Congregación si juzgaban que podía procederse a la declaración de san Antonio de Padua como Doctor de la Iglesia Universal, una vez cumplidos los tres requisitos que desde el Papa Benedicto XIV, Predecesor nuestro de feliz memoria, suelen exigirse: insigne santidad de vida, doctrina celestial eminente, y la declaración del Sumo Pontífice. En la sesión Ordinaria celebrada en el Vaticano el día 12 de junio de 1945, los Eminentísimos Señores Cardenales, encargados de la Sagrada Congregación de Ritos, dieron su consentimiento una vez hecha la debida relación de la causa por nuestro amado hijo Rafael Carlos, Cardenal Presbítero de la Santa Romana Iglesia, Secretario de la Sagrada Congregación Consistorial y relator de esta causa, oído también el parecer de nuestro amado hijo Salvador Natucci, Promotor general de la Fe.
Estando así las cosas, Nos, secundando gustosamente los anhelos y peticiones de la Orden Franciscana y de los demás solicitantes antes citados, a tenor de las presentes Letras, con nuestro conocimiento cierto y madura deliberación y la plena potestad apostólica, constituimos y declaramos a san Antonio de Padua, Confesor, Doctor de la Iglesia Universal, sin que haya obstáculo ninguno en las Constituciones y Ordenaciones Apostólicas y otros restantes documentos que pudieran aducirse en su contra. Estas disposiciones establecemos y promulgamos, decretando que las presentes Letras permanezcan siempre firmes, válidas y eficaces, que alcancen y surtan sus efectos plenos y enteros y así han de ser juzgadas y definidas legítimamente; y que desde ahora resulte invalidado y nulo todo lo que de alguna manera pudiera atentar, a sabiendas o por ignorancia, de parte de quienquiera o de cualquier autoridad, contra tales disposiciones.
Dada en Roma, en San Pedro, bajo el anillo del Pescador, el día 16 de Enero, fiesta de los Protomártires Franciscanos, del año 1946, séptimo de nuestro Pontificado.
Papa Pío XII
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