19861002 Discurso SJPII Peregrinacion a Asis

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2 de octubre de 1986: Discurso de San Juan Pablo II a una peregrinación de Calabria a Asís

Venerados hermanos en el Episcopado, queridos hermanos y hermanas de Calabria:

1. Sinceramente estoy contento de poderme encontrar hoy con vosotros, que os dirigís a Asís para ofrecer, en nombre de toda la región calabresa, el aceite para la lámpara que arde perennemente junto a la tumba de san Francisco. Es este un gesto significativo que cada año realiza por turno una región, para manifestar la devoción de todo el pueblo italiano a su gran Santo Patrón, tan profundamente ligado a la historia de Italia, a la de la Iglesia y a la de la humanidad.

Saludo cordialmente a todos los aquí presentes, con particular afecto a los obispos, a los presidentes de la junta y del consejo regionales, a los alcaldes y a los presidentes de las administraciones provinciales de Catanzaro, Cosenza y Reggio Calabria.

Vuestros obispos, en su reciente mensaje para la preparación de esta peregrinación franciscana, han explicado el simbolismo de esta ofrenda anual: «El aceite es fruto de la tierra y de nuestro trabajo, como rezamos en el ofertorio de la santa Misa. El aceite condimenta, puede servir como ungüento, alimenta la llama que ilumina y calienta. También la figura de san Francisco de Asís da sabor cristiano a nuestra aventura humana. Llevando la bienaventuranza evangélica de la paz, él reconcilia las almas divididas en la Iglesia y en la sociedad».

La vida y la personalidad del Pobrecillo de Asís son extraordinariamente ricas en numerosos aspectos de la santidad cristiana; pero indudablemente uno de los mensajes, inspirados en el Evangelio, que san Francisco ha vivido en profundidad y que sigue resonando en las conciencias de los contemporáneos, es el de la urgencia y ansia de paz. Cuando él, después de la elección total y definitiva de la vocación a la que Dios le había llamado, pasaba por las ciudades y por los pueblos con sus primeros discípulos, o se detenía en las plazas y en los caseríos, repetía las palabras sencillas y sublimes: «Paz y Bien», que querían ser no sólo un augurio, sino también un compromiso que implicara a los oyentes, frecuentemente destrozados por las divisiones y por las luchas recíprocas: regiones contra regiones, ciudades contra ciudades, pueblos contra pueblos y familias contra familias; en la Italia medieval surgía y resonaba la palabra humilde y modesta, pero fuerte con la potencia del Evangelio, de este hombre de Dios, enamorado de Dama Pobreza, y que vivía su fraternidad con todos de una forma intensa y original.

Este humilde hermano fue visto y juzgado por sus contemporáneos como el «hombre nuevo, enviado al mundo por el cielo» (LM 12,8). Y en el espíritu de Cristo, él quiso incluso ponerse a su disposición como mediador entre la cristiandad y el islamismo, llegando a visitar al Sultán de Egipto, Melek-el-Kamel, para presentarle -como un auténtico profeta inerme- el mensaje del Hijo de Dios encarnado.

2. En verdad podemos decir que san Francisco fue no sólo mensajero, sino, todavía más, constructor y agente de reconciliación y de paz: «El Señor me reveló -dice él- que dijésemos este saludo: El Señor te dé la paz» (Test 23). Su biógrafo, Tomás de Celano, presenta así el comportamiento del Pobrecillo: «En toda predicación que hacía, antes de proponer la palabra de Dios a los presentes, les deseaba la paz, diciéndoles: "El Señor os dé la paz". Anunciaba devotísimamente y siempre esta paz a hombres y mujeres, a los que encontraba y a quienes le buscaban. Debido a ello, muchos que rechazaban la paz y la salvación, con la ayuda de Dios abrazaron la paz de todo corazón y se convirtieron en hijos de la paz y en émulos de la salvación eterna» (1 Cel 23).

Las crónicas del tiempo nos dicen que san Francisco llevó la concordia a la ciudad de Arezzo, destrozada por contiendas internas; y sabido es que, precisamente en el último año de su vida, consiguió que hicieran las paces Guido II y Opórtulo, obispo y podestà respectivamente de Asís.

A esta extraordinaria figura de cristiano y de santo, operador incansable de paz y de bien, he intentado referirme cuando he invitado a los representantes de las diversas confesiones cristianas y de otras religiones del mundo a una «Jornada de oración por la paz», que se desarrollará el 27 de octubre en Asís, «lugar que la seráfica figura de san Francisco ha transformado en centro de fraternidad universal» (Homilía del 25-1-86; cf. Sel Fran n. 43, 1986, p. 5).

Confío estos mis votos a la intercesión de la Virgen Santísima, de vuestros santos y santas y de san Francisco de Asís, para cuyo sepulcro estáis llevando el aceite de los olivos de Calabria, símbolo de la paz y de vuestra ardiente fe cristiana.

Que en vuestra peregrinación a Asís y durante toda vuestra vida os acompañe mi bendición apostólica.


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