Francisco abrazando a Cristo en la Cruz de Murillo 1668



La pintura forma parte de una serie de obras encargadas a Murillo por la Orden de los Capuchinos para la iglesia de su convento en Sevilla. Estas pinturas, realizadas alrededor de los años 1668 y 1669, tenían como propósito exaltar los elementos característicos de la espiritualidad franciscana.

El tema de la obra (la alegoría de la renuncia al mundo material por parte de Francisco de Asís para seguir a Jesús) ya había sido representado anteriormente por otros pintores; entre todas las versiones, la más célebre había sido la de Francisco Ribalta, realizada aproximadamente diez años antes para los Capuchinos de Valencia. Por ello, es fácil pensar que fueron los hermanos valencianos, que también participaron en la fundación del convento de Sevilla, quienes sugirieron a Murillo la recreación de este motivo.

Esta composición captura el momento decisivo en la vida de San Francisco de Asís: aquel en el que renuncia al mundo para pertenecer enteramente a Cristo. El santo se inclina hacia el Cristo crucificado con profunda ternura, abrazándolo como Salvador y Amado. Cristo responde con un gesto recíproco, inclinando la cabeza hacia Francisco en un reconocimiento silencioso e íntimo de unión espiritual. Aquí, la devoción no se expresa como sufrimiento o austeridad, sino como amor.

Junto a la cruz, dos ángeles sostienen un libro abierto que muestra un pasaje del Evangelio de Lucas (14, 33): «"Así, pues, cualquiera de vosotros que no renuncie a todas las cosas que posee no puede ser mi discípulo"» El texto funciona no solo como referencia bíblica, sino como la clave interpretativa de toda la escena. Traduce visualmente el voto de pobreza absoluta de Francisco, fundamentado en la imitación de Cristo.

En la parte inferior de la pintura, San Francisco apoya su pie sobre un globo terráqueo. El gesto es suave pero decisivo: un acto simbólico de renuncia. El mundo material no es despreciado, sino entregado. Francisco se aparta de los apegos terrenales para orientar su vida completamente hacia lo divino.

La paleta de Murillo es suave y cálida, bañando la escena en marrones dorados, verdes apagados y azules tenues. Estos tonos suavizan el dramatismo, enfatizando la ternura, la contemplación y la luminosidad interior de la gracia. El cuerpo pálido de Cristo contrasta delicadamente con los tonos más cálidos del humilde hábito de Francisco, destacando el intercambio de amor entre ambos. No se trata de una escena de tragedia, sino de unión: un abrazo místico donde el anhelo humano se encuentra con la compasión divina.




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