09071983 JPII discurso Capitulo General OFMConv

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En el 192 Capítulo general de los Conventuales, celebrado en Asís, fue elegido como nuevo Ministro general el P. Lanfranco Serrini. El día 9 de julio de 1983, el Papa dirigió a los miembros del Capítulo el siguiente discurso...

1. Os saludo con sincero afecto a todos vosotros, miembros del Capítulo general de los Hermanos Menores Conventuales, que, reunidos en Asís, junto a la venerada tumba de vuestro seráfico Padre, habéis dado a vuestra gran familia franciscana el 116 Ministro general de la Orden en la persona del P. Lanfranco Serrini; a él le felicito por esta elección y, sobre todo, le expreso mis votos más fervientes de que, siguiendo las huellas de san Francisco, desempeñe la labor a que ha sido llamado, del mejor modo posible, y pueda conseguir un éxito total en su gobierno, o mejor, en el servicio de los 5.000 Hermanos Conventuales, dispersos por todo el mundo.

Os expreso también mi aprecio y mi gratitud a todos vosotros, padres capitulares, por la valiosa aportación de sugerencias y propuestas que estáis ofreciendo en esta importante asamblea, en orden a la revisión de las Constituciones y de los Estatutos generales en el contexto del nuevo Código de Derecho Canónico, como también en orden al compromiso que habéis asumido de aprobar el «Directorio de formación», en el que toda la Orden, a distintos niveles, ha trabajado en el curso de estos dos últimos años. Me ha satisfecho también saber que, entre los numerosos motivos que os han convocado, está también el de preparar el texto de un «Curso de formación permanente franciscana» para los religiosos de la Orden, con particular atención a los educadores.

2. El profundo afecto que nutro por vuestra familia franciscana -y que confirman también mis dos peregrinaciones realizadas a la tumba de san Francisco: una a los pocos días de mi elección a la Cátedra de Pedro, y otra con ocasión del VIII centenario del nacimiento del Santo- me impulsa a manifestaros algunos pensamientos que ha suscitado en mi ánimo vuestra presencia.

Vosotros sois Hermanos Menores Conventuales y queréis conservar y vivir auténticamente el carisma que os ha dejado en herencia vuestro inspirado Fundador. A este fin, dado que estáis inmersos en una sociedad en continua transformación, es importante que os preguntéis sobre lo que es esencial e insustituible en el tipo de vida que habéis abrazado, respondiendo a la vocación franciscana. Me parece que una cosa que no puede ser cambiada o sustituida es, ante todo, el espíritu de renuncia, propio del «Poverello» de Asís. No se puede vivir en plenitud vuestro carisma sin aceptar con perfecta alegría la disciplina, sin amar la Regla, que hace fuertes y libres, sin abrazar la abnegación, la vigilancia del propio pensamiento y del propio estilo de vida y, sobre todo, sin tener bien impresas en el corazón las palabras del Señor: «Cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo» (Lc 14,33).

El Hermano Menor Conventual es un hombre desasido de la avidez de poseer, y no comparte, por ello, el estilo común de vida fundado sobre la búsqueda de la prosperidad temporal: él, siguiendo el ejemplo del seráfico Padre, rehuye todo lo que el mundo persigue, buscando, por el contrario, lo que el mundo desprecia, es decir, la pobreza alegre, el recogimiento interior, la vida transparente y casta, la penitencia voluntaria y la serena sumisión a los superiores, que son los signos manifestativos de la voluntad de Dios.

Para ser testigo fidedigno de las verdades eternas en medio de este mundo, el Hermano Conventual debe hacer suya la experiencia de san Pablo, que es también la de todos los santos, y repetir con ellos: «No ponemos nuestros ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles; pues las visibles son temporales; las invisibles, eternas» (2 Cor 4,18). Por ello, el eje sobre el que debe girar toda su vida lo constituye la búsqueda de Dios y la oración, las cuales liberan al hombre de todos los condicionamientos terrenos, restituyéndole su verdadera identidad. A este fin, san Francisco «transcurría todo su tiempo en santo recogimiento, para que la sabiduría le fuera penetrando en el alma, pareciéndole retroceder si no veía que adelantaba a cada paso. Si sobrevenían visitas de seglares u otros quehaceres, corría de nuevo al recogimiento, interrumpiéndolos sin esperar a que terminasen. El mundo ya no tenía goces para él, sustentado con las dulzuras del cielo; y los placeres de Dios lo habían hecho demasiado delicado para gozar con los groseros placeres de los hombres» (2 Cel 94).

Este admirable ejemplo os servirá de continuo aliciente para reaccionar contra algunas tendencias modernas que, en la vida religiosa, quieren hacer pasar a un segundo plano el trato con Dios, tanto individual como comunitario, así como también los ritos litúrgicos y sacramentales, para dar una cierta preferencia a otros objetivos horizontales que, aun siendo en sí mismos buenos y dignos de ser buscados, sin embargo están subordinados siempre al fin primario, o sea, el espiritual, que debe inspirar toda la vida y la obra del cristiano y, en particular, del religioso.

3. Otro aspecto que me parece constituir parte esencial del carisma franciscano es la total y generosa fidelidad a la Iglesia. Se trata de integrarse amorosa y firmemente no en una Iglesia imaginaria, que cada uno podría concebir y estructurar a su modo, sino en la Iglesia católica, tal como es, es decir, tal como Cristo la ha querido e instituido con sus objetivos, sus leyes, sus medios de salvación y sus estructuras indispensables. Lo que hoy se espera de los hijos espirituales de san Francisco es que sepan vivificar desde dentro esta única verdadera Iglesia de Cristo, que la fortalezcan y la enriquezcan con su plena fidelidad, con su absoluta obediencia: en una palabra, con todas esas virtudes ascéticas que son propias de la tradición franciscana.

Tened siempre ante vuestros ojos los grandes problemas que hoy ocupan y preocupan a la Iglesia: las vocaciones sacerdotales y religiosas, las misiones, la promoción de los humildes, de los pobres y de los débiles, la defensa de la justicia y de la paz; en otros términos: el anuncio de la «buena noticia» a todos los hombres de buena voluntad. Aportad vuestra contribución específica a la consecución de estas grandes metas. Como vuestro seráfico Padre, resplandeced también vosotros cada vez más en ardentísimo amor por la «santa madre Iglesia» (2 R 12,4; TestS). Haciéndolo así, reproduciréis en vosotros su «querida imagen paterna», conformaréis vuestra vida a la suya, y seréis verdaderos servidores del Pueblo de Dios, capaces de encender en todas partes la lámpara de la esperanza, de la confianza y del optimismo, que tiene su manantial en el mismo Señor.

El Año Jubilar de la Redención, que está en curso, trae a la mente el mensaje específico de perdón y de reconciliación que fue confiado a los hijos de san Francisco con la Indulgencia de la Porciúncula. Es éste un mensaje de gracia y de misericordia del que vosotros mismos sois los primeros beneficiarios. Considerad, por tanto, como un tesoro, sobre todo en este Jubileo, el gran perdón que Francisco impetró de Cristo mediante la intercesión de la Reina de los Ángeles. Con el espíritu del Año Santo, renovad en vosotros la invocación humilde y gozosa de la gracia reconciliadora de Dios, y tened una conciencia cada vez más clara de vuestra deuda para con Él, que os ha ofrecido «de una vez para siempre» (Heb 9,12), y continuamente os reitera, con bondad inmutable, un perdón al que nadie tendría derecho, y que os infunde la alegría de vivir en profundidad vuestra vida consagrada. Que sea también esta Indulgencia uno de los frutos espirituales de vuestro Capítulo general.

4. Que os asistan en la conclusión de vuestros trabajos los ejemplos del gran santo de Asís y de todos los santos de la tradición franciscana que honraron a la Iglesia. Que os sirva de aliento, en particular, la luminosa e intrépida figura de san Maximiliano Kolbe, mártir de la caridad y modelo ejemplar de vida franciscana para nuestro tiempo, que yo mismo he tenido la alegría de incluir en la milicia celeste de los santos, y cuya «Ciudad de la Inmaculada» pude gozosamente ver de nuevo en mi reciente peregrinación apostólica a Polonia. Que, siguiendo sus huellas, brille siempre ante vuestros ojos la Santísima Virgen Inmaculada, la Reina de la Orden Franciscana, y os disponga para una entrega cada vez más generosa a las nuevas y múltiples actividades apostólicas que os esperan.

Que os sirva de aliento mi continuo recuerdo en la oración por el éxito de vuestras obras religiosas, ante todo de las más comprometidas que desarrolláis en el Líbano, en Turquía, en China y en los territorios de misión.

Sobre todos vosotros, los aquí presentes, y sobre todos los miembros de vuestra Orden descienda ahora, como prenda de abundantes gracias celestiales, mi bendición apostólica.

Camiseta "Paz y bien, hermanos"

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