29051978 Pablo VI al Capitulo General OFM Conv


 Queridos hijos:

Con afecto de caridad os saludamos y os dirigimos la palabra a vosotros, miembros del Capítulo general de los Hermanos Menores Conventuales, Capítulo que, para tratar los asuntos de gran importancia de vuestra Orden, acabáis de celebrar junto al sepulcro de vuestro Seráfico Padre, cuyos sagrados restos, con nuestra autorización, han sido reconocidos recientemente. De modo peculiar debemos saludar al amado hijo Vital Bommarco, a quien se le ha confiado de nuevo el grave oficio de Ministro general, y le deseamos el desempeño provechoso de este cargo.

Así, pues, os habéis reunido donde nació vuestra familia religiosa, o sea, en Asís, ciudad bella y preclara, que noblemente exhala piedad franciscana. Ciertamente, estuvisteis y estáis persuadidos, como bien juzgamos, de que hay que volver constantemente a la mentalidad y a los ejemplos de vida de san Francisco, quien presentó a un mundo estupefacto el Evangelio de Cristo llevado maravillosamente a la práctica. El Concilio Vaticano II, como sabéis, pidió esta misma «vuelta a la inspiración primigenia de vuestro Instituto» (cf. Perfectae caritatis, 2), y enriqueció la forma religiosa de vivir con saludables prescripciones y recomendaciones, como nunca había hecho antes un Sínodo universal.

Por tanto, es necesario que florezca siempre en vosotros el carisma franciscano, lo que constituye una de las principales tareas del Capítulo general. Rectamente, pues, en este vuestro capítulo, examinando con mayor profundidad deliberaciones anteriores, habéis aplicado vuestros ánimos a renovar la práctica de la oración y de la vida común que llevar.

Pues en estos tiempos, en que todo discurre a un ritmo aceleradísimo y los hombres con frecuencia son apartados de las realidades superiores y duraderas por los diversos gustos de las doctrinas y por las seducciones del mundo, es de suma importancia para vosotros que os consagréis a la piedad. Contemplad a vuestro padre, de quien escribió san Buenaventura: «La verdadera piedad... de tal modo había llenado el corazón de Francisco... que parecía haber reducido enteramente a su dominio al varón de Dios» (LM 8,1). En verdad, hoy son del todo necesarios hombres que se consagraron por entero a Dios y viven para Él solo, y que como tales se vuelven a los hombres, a fin de ganarlos para Cristo.

Con el diligente y cotidiano esfuerzo de cada uno, se ha de apetecer y conservar en vuestras casas la unidad de la caridad o la perfección de la comunión fraterna. A este respecto, parece laudable vuestro propósito de dar una mayor participación a los hermanos laicos, de manera que se constituya en el convento una verdadera familia, que sirve a Dios en alegría. Al tratar de un asunto de tanta importancia como éste, nos agrada traer a la memoria lo que se contiene en el decreto del Concilio sobre la acomodada renovación de la vida religiosa acerca de la naturaleza de la vida en común (PC 15); es, en efecto, algo muy excelente. Queremos ilustrar una de las sentencias allí contenidas, a saber: «De la unidad de los hermanos deriva un gran vigor apostólico».

Ciertamente ya san Francisco, con obras y palabras, enseñó la diligente y esmerada práctica del apostolado: «No se creía amigo de Cristo si no amaba las almas que Él había amado» (2 Cel 172); y «marchad... por las diversas partes de la tierra, anunciando a los hombres la paz y la penitencia para la remisión de los pecados» (1 Cel 29). Y así, habiendo seguido a este maestro de vida, es necesario que vosotros mismos en cierto modo os insertéis en este tiempo en que vivimos, es necesario que conozcáis sus necesidades, es necesario que os afanéis por remediarlas. Porque a vosotros, como hijos de san Francisco, os concierne todo lo más posible la exhortación del Concilio, según la cual, uniendo la contemplación con el amor apostólico (PC 5), «debéis dar un eximio testimonio de que el mundo no puede ser transfigurado ni ofrecido a Dios sin el espíritu de las bienaventuranzas» (Lumen gentium, 31).

Vuestra Orden, durante estos últimos años, se ha extendido a algunas regiones, habiéndose creado nuevos conventos, lo cual es signo de crecimiento y motivo de alabanza y de gozo. Harto conocidas son las dificultades con que se tropieza en estos tiempos en cuanto se refiere a las vocaciones. Consiguientemente, aunque vuestra familia ha experimentado un desarrollo bastante considerable -a lo cual han dedicado sus esfuerzos numerosos miembros de la misma-, sin embargo, siempre tendréis que esforzaros para que sean más numerosos aquellos que presten auxilio a tantas necesidades de la Iglesia y de la sociedad humana. Lo cual se hace principalmente mediante la oración, según aquello de «rogad... al Señor de la mies que envíe operarios a su mies» (Mt 9,38), y mediante el ejemplo de la vida propia, supuesto que, como dice el Seráfico Patriarca: «Todos los hermanos prediquen con las obras» (1 R 17,3). Estas palabras están en perfecta consonancia con las que dijo el Concilio a este respecto: «Recuerden los hermanos que el ejemplo de su propia vida es la mejor recomendación de su instituto e invitación a abrazar la vida religiosa» (PC 24).

La escuela de vuestro comportamiento, como también del de los demás religiosos e incluso del de los fieles cristianos, es la vida misma de la bienaventurada Virgen María (cf. PC 25), a la cual, inmune de la mancha del pecado original, vosotros profesáis un culto peculiar. A imitarla os incita el beato Maximiliano Kolbe, que es luz clarísima de vuestra Orden y que cultivó de forma muy admirable «la vida evangélica franciscano-mariana» y que os dejó como herencia espiritual.

Queridos hijos, os hemos expuesto estas cosas para que las meditéis, hemos querido ofreceros estos consejos con ánimo paterno, ya que tenemos depositada en vosotros una esperanza y expectación no pequeña. Para que todo esto tenga una feliz realización, os impartimos de todo corazón, a los que estáis aquí presentes y a todos vuestros hermanos, la bendición apostólica, signo de nuestra benevolencia.

Camiseta con la imagen del crucifijo de San Damian

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