12051982 JPII sobre San Antonio de Padua



ALOCUCIÓN A LA COMUNIDAD FRANCISCANA EN LA IGLESIA DE SAN ANTONIO
(Lisboa, 12-05-82)

La oración, alma de la evangelización, nuestra gran fuerza espiritual

El día 12 de mayo de 1982, por la tarde, el Papa, en su viaje apostólico a Portugal, tras haberse reunido con el Pueblo de Dios en la catedral de Lisboa, pasó al contiguo convento franciscano de San Antonio, cuya iglesia está edificada sobre el lugar del nacimiento del Santo, y dirigió a los presentes el siguiente discurso.

Excelentísimos Señores Presidente y Consejeros de la Cámara Municipal de Lisboa, amados hijos de san Francisco, hermanos y hermanas:

1. Agradecido por la honrosa presencia de la Excelentísima Cámara Municipal y por la vuestra, saludo a todos con alegría franciscana. Y valiéndome de las palabras del Apóstol, comienzo por decir a los queridísimos franciscanos: «Antes de nada doy gracias a mi Dios, por medio de Jesucristo, por todos vosotros, porque en el mundo entero se pondera vuestra fe» (Rom 1,8). A ello contribuyó sobremanera san Antonio, a quien honramos en este momento y en este lugar.

Aquí, en esta casa, felizmente transformada en oratorio por las autoridades de la Cámara lisbonense, nacía a fines del siglo XII san Antonio de Lisboa, también invocado como san Antonio de Padua. En feliz expresión de mi predecesor León XIII, él es «el Santo de todo el mundo». En este mes de mayo, precisamente el día 30, vamos a conmemorar los 750 años de su canonización, hecho al que están vinculadas conocidas tradiciones de sabor popular (1).

El Santo de todo el mundo

Este año también se está celebrando en todo el mundo el VIII centenario del nacimiento de san Francisco de Asís. Tenemos, pues, un motivo redoblado para alegrarnos. Y en este momento quisiera hacer mías las palabras del Papa Pío XII, para exclamar: «Exulta, Lusitania felix!» Vosotros especialmente, franciscanos y franciscanas de Portugal, ¡alegraos! ¡Regocíjense las autoridades y el pueblo de Lisboa! Alegraos todos vosotros, portugueses esparcidos por el mundo entero.

2. El movimiento franciscano –es para mí un motivo de satisfacción recordarlo aquí– incidió profundamente en el espíritu de las gentes de Portugal; y no sólo de la gente humilde y sin letras: a los hijos de san Francisco, según consta, recurría la Santa Sede muchas veces, para que sirviesen de intermediarios y portavoces suyos ante los monarcas y nobles, a fin de apaciguar contiendas, y recordar, con humildad pero a la vez con firmeza, deberes y obligaciones.

La vocación misionera de los franciscanos portugueses, después de san Antonio, se ve atestiguada por el hecho de que Fray Lourenço de Portugal, en el siglo XIII, fue enviado a Oriente por el Papa Inocencio IV (2). Y es sabido que la regla de los frailes menores incluye un capítulo sobre las misiones (2 R 12; 1 R 16). Fue ese espíritu el que los llevó a África, India, Brasil, Ceilán y Extremo Oriente. Así, la presencia de los hijos e hijas de san Francisco en Portugal, en los países de habla portuguesa de los diversos continentes, se muestra rica en obras de evangelización, asistencia, enseñanza y servicio parroquial.

Quisiera subrayar aquí la importancia de los pequeños y humildes conventos de clausura, donde continúa vivo el espíritu del fundador y de santa Clara, elevándose allí incesantemente oraciones para que la múltiple y activa labor de los demás hermanos y hermanas «no apague el espíritu de oración y devoción, al cual las otras cosas deben servir», como dice la regla (2 R 5,2). ¡Cuánto me gustaría disponer de tiempo para reflexionar con vosotros sobre este punto! La oración es siempre el alma de la evangelización, el alma de todo apostolado, nuestra gran fuerza espiritual.

3. Inspiradas en la irradiante simpatía de san Antonio, incluso entre los jóvenes, partieron de Portugal, especialmente en el siglo pasado, beneméritas iniciativas en favor de la juventud, que después se extendieron a otras partes del mundo. Que esta conmemoración antoniana sirva de estímulo para intensificar el interés franciscano por los jóvenes, de acuerdo con las orientaciones de la Iglesia universal y en espíritu de colaboración con las Iglesias locales, siguiendo además las consignas de san Francisco y san Antonio.

No quisiera dejar sin una mención afectuosa a la Orden Tercera, que me consta se mantiene activa y renovada entre vosotros. La Iglesia espera y el Papa confía en que se rejuvenezca, bien sintonizada con el Concilio Vaticano II, con nuevas fuerzas y el entusiasmo de quien se siente «levadura en la masa» y partícipe de la misión de Cristo.

4. El perfil biográfico del taumaturgo portugués, universalmente venerado, queridos hijos e hijas de san Francisco, es bien conocido para todos vosotros: desde la escuela de la catedral, aquí al lado, a san Vicente de Fora, hasta Santa Cruz de Coimbra, es peregrino enamorado evangélicamente de Dios, en busca de una mayor interiorización y vivencia del ideal religioso, abrazado en plena juventud, entre los canónigos regulares de san Agustín. Después de ser ordenado sacerdote en Coimbra, su ansia de una respuesta más radical a la llamada de Dios lo lleva a madurar el propósito de mayor dedicación y amor a Dios, en el deseo ardiente de ser misionero y mártir en África. Con esta intención se hizo franciscano.

La Providencia, sin embargo, encaminó a fray Antonio hacia tierras de Italia y de Francia. En sus primeras experiencias de franciscano acepta las contrariedades, fiel a su ideal, y responde con alegría a los designios divinos, en una entrega total de servicio generoso, orando y enseñando teología a los frailes, en actitud paciente, como el labrador que espera, hasta recibir la lluvia temprana y tardía, hasta que se manifieste, de algún modo, el Señor (cf. Sant 5,7). ¡Qué hermosa lección de vida, hermanos y hermanas! Después consuma su breve existencia, llegando a ejercer, sirviendo siempre con humildad, el cargo de ministro o superior en la Orden. Al morir, hacia los cuarenta años, podrían aplicársele las palabras de la Sabiduría: «Llegado en poco tiempo a la perfección, llenó una larga vida» (Sab 4,13).

Perennidad del mensaje del Doctor Evangélico

Su enseñanza y ministerio de la Palabra, como su vivencia de fraile y sacerdote, están marcados por su amor a la Iglesia, inculcado por la regla (1 R 17). «Exegeta expertísimo en la interpretación de las Sagradas Escrituras, eximio teólogo en la investigación de los dogmas, doctor y maestro insigne en el tratamiento de los temas de ascética y mística», como diría el Papa Pío XII (3), predica insistentemente la Palabra (cf. 2 Tim 4,2), movido por el deseo evangelizador de «conducir nuevamente a los extraviados al camino de la rectitud». Lo hace, sin embargo, con la libertad de un corazón de pobre, fiel a Dios, fiel a su respuesta a Dios, en adhesión a Cristo y en conformidad con las orientaciones de la Iglesia. Una verdadera comunión con Cristo exige que se cultive y ponga en práctica una armonía real con la comunidad eclesial, regida por los legítimos Pastores.

5. El Doctor Evangélico habla todavía a los hombres de nuestro tiempo, sobre todo señalándoles a la Iglesia, como vehículo de la salvación de Cristo. La lengua incorrupta del Santo y sus órganos de fonación, que se encontraron milagrosamente intactos, parecen atestiguar la perennidad de su mensaje. La voz de fray Antonio, a través de los sermones, resulta aún viva y penetrante; en particular, sus coordenadas contienen un llamamiento vivo para los religiosos de nuestros días, llamados por el Concilio Vaticano II a testimoniar la santidad de la Iglesia y la fidelidad a Cristo, como colaboradores de los obispos y sacerdotes (4).

Es bastante conocida la carta de saludo de san Francisco a fray Antonio, en la que escribe: «Me agrada que leas teología a los frailes, con tal de que, en ese estudio, no apagues el espíritu de oración y devoción, como se contiene en la regla.» Y un acreditado teólogo afirma que el Doctor Evangélico supo permanecer fiel a este principio: «...a ejemplo de Juan Bautista, también él ardía; y de ese ardor provenía la luz: era una lámpara que ardía y brillaba» (5). Por eso san Antonio quedó en la historia como precursor de la Escuela franciscana, impregnada por la finalidad sapiencial y práctica del saber.

6. Queridísimos hermanos y hermanas:

Sé que el señor cardenal patriarca, la Cámara Municipal de Lisboa y la Familia franciscana están realizando esfuerzos para que se erija en esta ciudad un gran templo, futura catedral, dedicado a san Antonio, también con la finalidad de perpetuar la devoción de las comunidades portuguesas esparcidas por el mundo. ¡Hermosa y laudable iniciativa! Ojalá consiga congregar a todos los portugueses en torno al gran san Antonio de Lisboa, en unidad de fe y armonía de corazones, para la gloria de Dios.

Pero ese templo material ha de ser, sobre todo, expresión de «vosotros mismos, como piedras vivas, integradas en la construcción de la casa espiritual» (cf. 1 Pe 2,5), con la vida, el ministerio y servicio apostólico, que deben ser siempre portadores de valores evangélicos. Que el ejemplo de san Antonio penetre profundamente en vuestro espíritu, para que continuéis su obra, como dispensadores de la salvación y de la bondad de Cristo y servidores de su Iglesia, con el testimonio y el anuncio de la Buena Nueva.

Vuestra vida consagrada y vuestra colaboración en la difusión del Evangelio son motivo de ánimo y de alegría para mí, en mi misión de Pastor de la Iglesia universal. Que Dios os ayude, y llame a otros muchos a seguir a Cristo en la vida religiosa, según el espíritu del «Pobrecillo de Asís», como lo supo asimilar san Antonio. Por su intercesión imploro para todos «paz y bien», con mi bendición apostólica.

NOTAS

Cf. Léon de Kerval, Sancti Antonii de Padua Vitae duae (París 1904), 116-117.
Cf. Antonino Franchi, La svolta politico-ecclesiastica tra Roma e Bisanzio 1249-1254 (Roma 1981), 15, 16, 37, 74, 123, 127, 128, 161, 214.
Carta Apostólica del Papa Pío XII, Exulta, Lusitania Felix, en AAS 38 (1964) 201. Lopes, San António de Lisboa, 296-297.
S. Antonii Patavini, o. min. Doctoris Evangelici Sermones Dominicales et Festivi, Dominica II de Adventu (II, Patavi 1979), 478-491. Trad. Henrique Pinto Rema, ofm, Santo António de Lisboa. Obras Completas, III (Lisboa 1970), 39-43.
Francisco Da Gama Caeiro, Santo António de Lisboa, I (Lisboa 1967), 147-148.

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