09172022 AUSPICATO CONCESSUM es
A todos los patriarcas, primados, arzobispos y obispos del mundo católico en paz y comunión con la Sede Apostólica.
Venerables Hermanos: Salud y bendición apostólica.
1. Por una dichosa merced, el pueblo cristiano ha podido celebrar en un breve intervalo el recuerdo de los dos hombres que, llamados a gozar en el cielo de las eternas recompensas de la santidad, dejaron sobre la tierra una gloriosa falange de discípulos, como retoños que sin cesar renacen de sus virtudes. Porque después de las fiestas seculares en memoria de Benito, el padre y legislador de los monjes en Occidente, va a ocurrir una ocasión de tributar honores públicos a Francisco de Asís por el séptimo centenario de su nacimiento.
Camiseta con la imagen de San Francisco, de Zurbarán
No sin razón vemos en esto un designio misericordioso de la divina providencia. En efecto, permitiendo celebrar el día del nacimiento de estos ilustres padres, parece que Dios quiere advertir a los hombres que tienen que recordar sus insignes méritos y comprender al mismo tiempo que las órdenes religiosas fundadas por ellos no debieron ser tan indignamente violadas, sobre todo en aquellas naciones en que por su trabajo, su genio y su celo han sembrado la civilización y la gloria.
Confiamos en que estas solemnidades no serán infructuosas para el pueblo cristiano, que siempre y con justicia ha considerado como amigos a los religiosos, por lo que, así como ha honrado el nombre de Benito con amor y gratitud, hará revivir por medio de fiestas públicas y testimonios de afecto la memoria de Francisco. Y esta noble emulación de piedad filial y devota no se limita a la comarca en que nació el santo hombre, ni a las que honró con su presencia, sino que se extiende a todas las partes de la tierra, a todos los lugares donde el nombre de Francisco ha llegado y en que florecen sus instituciones.
Ciertamente aprobamos, más que nunca, este ahínco de las almas por tan excelente objeto, sobre todo estando acostumbrado desde la niñez a tener hacia Francisco admiración y devoción especiales. Nos gloriamos de haber sido inscrito en la familia franciscana, y más de una vez hemos subido por piedad, espontáneamente y con alegría, a las sagradas colinas del Alverna; en aquel lugar, la imagen de ese gran hombre se nos ofrecía por todas partes donde poníamos la planta, y aquella soledad llena de recuerdos tenía a nuestro espíritu embebecido en muda contemplación.
2. Verdadero fruto. Mas por loable que sea este celo, no consiste en él todo. Porque es preciso pensar que serán agradables a Francisco esos honores que se preparan, si aprovechan a los mismos que los tributan.
Ahora bien, el fruto real y duradero consiste en asemejarse de algún modo a su eminente virtud y en procurar ser mejores imitándole. Si con la ayuda de Dios se trabaja para ello con ardor, se habrá encontrado el remedio oportuno y eficaz para los males presentes. Queremos, pues, Venerables Hermanos, no sólo atestiguaros públicamente por medio de esta carta nuestra devoción a Francisco, sino también excitar vuestra caridad para que trabajéis con Nos en la salvación de los hombres gracias al remedio que os hemos indicado.
3. Jesucristo fuente de todos los bienes. El Redentor del género humano, Jesucristo, es la fuente eterna e inmutable de todos los bienes que nos vienen de la infinita bondad de Dios; de modo que Aquel que ha salvado una vez al mundo es también el que le salvará en todos los siglos; porque no hay salvación en ningún otro, pues bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro nombre por el que podamos salvarnos (Hch 4,12). Si, pues, sucede que, por el vicio de la naturaleza o la falta de los hombres, cae en el mal el género humano, y parece necesario para levantarle un especial socorro, es preciso absolutamente recurrir a Jesucristo y ver en Él el mayor y más seguro medio de salvación. Porque su divina virtud es tanta y tan poderosa, que contiene a la vez un abrigo contra los peligros y un remedio contra los males.
4. San Francisco y su siglo. La curación es cierta si el género humano vuelve a profesar la sabiduría cristiana y las reglas de vida del Evangelio. Cuando ocurren males como estos de que hablamos, ofrece Dios al mismo tiempo un socorro providencial, suscitando a un hombre, no escogido al azar entre los demás, sino eminente y único, a quien encarga de procurar el restablecimiento de la salud pública. Y esto es lo que sucedió a fines del siglo XII y algo más tarde, y Francisco fue el artífice de la gran obra reparadora.
Se conoce bastante bien esta época con su mezcla de vicios y virtudes. La fe católica estaba entonces más profundamente arraigada en las almas; ofrecía también un hermoso espectáculo aquella multitud inflamada de piadoso celo que iba a Palestina para vencer o morir en ella. Pero el libertinaje había alterado mucho las costumbres de los pueblos, y era de todo punto necesario que los hombres volviesen a los sentimientos cristianos. Ahora bien, la perfecta virtud cristiana consiste en esa generosa disposición del alma que busca las cosas arduas y difíciles; tiene su símbolo en la Cruz, que cuantos desean servir a Jesucristo deben llevar sobre sí. Lo propio de dicha disposición es el apartarse de las cosas mortales, dominarse completamente y sufrir la adversidad con calma y resignación. En fin, el amor de Dios es dueño y soberano de todas las virtudes para con el prójimo; su poder es tal, que hace desaparecer cuantas dificultades son el cortejo del cumplimiento del deber, y no sólo hace tolerables, sino hasta agradables, los más duros trabajos.
Había mucha escasez de estas virtudes en el siglo XII, porque gran número de los hombres eran entonces, por decirlo así, esclavos de las cosas temporales, o amaban con frenesí los honores y las riquezas o vivían en el lujo y en los placeres. Otros tenían todo el poder, y hacían de su potestad un instrumento de opresión para la multitud miserable y despreciada; y aquellos mismos que hubieran debido, por su profesión, ser ejemplo a los hombres, no habían evitado las manchas de los vicios comunes. La extinción de la caridad en muchos lugares había tenido por consecuencia los pecados múltiples y cotidianos de la envidia, de los celos y el odio; los espíritus estaban tan divididos y tan enemistados, que por la menor causa las ciudades vecinas entraban en guerra, y los ciudadanos de una misma ciudad combatían bárbaramente los unos contra los otros.
Tal era el siglo en que apareció Francisco. Con admirable simplicidad e igual constancia, se esforzó con sus palabras y sus actos en colocar a la vista de todos los ojos del mundo corrompido la imagen auténtica de la perfección cristiana.
En efecto, de la misma manera que el bienaventurado P. Domingo de Guzmán defendía en esta época la integridad de las doctrinas celestiales y rechazaba, armado con la antorcha de la sabiduría cristiana, los errores perversos de los herejes, así Francisco, secundando el impulso de Dios que lo conducía a grandes empresas, obtenía la gracia de excitar a la virtud a los cristianos y de conducir a la imitación de Cristo a aquellos que habían andado muy errantes y por mucho tiempo.
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