JPII Padua 750 aniversario de muerte
El domingo 12 de septiembre de 1982, el Papa Juan Pablo II hizo una visita pastoral a Padua, en peregrinación a la basílica de San Antonio para conmemorar el 750 aniversario de su muerte. Celebró la Eucaristía de donde se desprende la siguiente homilía.
Queridos hermanos de la familia franciscana, y queridísimos todos, hermanos y hermanas:
1. Juzgo una gracia especial del Señor poder unir hoy mis oraciones a las vuestras, en la clausura ideal de las solemnes celebraciones promovidas, el año pasado, con motivo del 750 aniversario de la muerte de san Antonio. Quisiera referirme inmediatamente a esa nota peculiar que aparece como constante en las vicisitudes biográficas de este Santo, y que le distingue claramente en el panorama, aunque tan amplio y casi sin límites, de la santidad cristiana. Antonio –lo sabéis bien–, durante todo el arco de su existencia terrena fue un hombre evangélico; y si como tal lo veneramos, es porque creemos que en él se posó con particular efusión el Espíritu mismo del Señor, enriqueciéndole con sus dones admirables e impulsándole, «desde el interior», a emprender una acción que aun siendo notabilísima en sus 40 años de vida, lejos de agotarse en el tiempo, continúa vigorosa y providencial incluso en nuestros días.
Al dirigiros mi afectuoso saludo a todos los que estáis ahora reunidos en torno al altar, os invito, ante todo, a meditar precisamente en ese aspecto evangélico, que constituye también la razón por la que Antonio es proclamado «el Santo».
Sin hacer exclusiones o preferencias, se trata de un signo, a saber: que en él la santidad ha alcanzado cotas de altura excepcional, imponiéndose a todos con la fuerza de los ejemplos y confiriendo a su culto la expansión máxima en el mundo. Efectivamente, resulta difícil encontrar una ciudad o un pueblo del orbe católico, donde no haya por lo menos un altar o una imagen del Santo: su efigie serena ilumina con suave sonrisa millones de casas cristianas, en las que la fe alimenta, por medio de él, la esperanza en la Providencia del Padre celestial. Los creyentes, sobre todo los más humildes e indefensos, lo consideran y sienten como un Santo: siempre pronto y potente intercesor en su favor.
2. Exulta Lusitania felix; o felix Padua, gaude, repetiré con mi predecesor Pío XII (cf. Carta Apostólica del 16 de enero de 1946, en AAS 38, 1946, pág. 200): exulta, noble tierra de Portugal, que en la falange numerosa de tus grandes misioneros franciscanos cuentas a este hijo tuyo como el primero del grupo. Y alégrate tú, Padua: a las glorias de tu origen romano, más aún, prerromano, a los fastos de tu historia al lado de la cercana y amiga Venecia, añades el título nobilísimo de custodiar, con su glorioso sepulcro, la memoria viva y palpitante de san Antonio. En efecto, desde Padua se ha difundido su nombre y resuena todavía en el mundo en virtud de esa nota peculiar, que he recordado antes: el aspecto genuino de su perfil evangélico.
Predicar y administrar el sacramento de la penitencia
Un amplio ámbito, donde se expresó mejor ese carácter evangélico de san Antonio, fue sin duda el de la predicación sagrada. Precisamente aquí, en el anuncio sabio y valiente de la Palabra de Dios encontramos uno de los rasgos más salientes de su personalidad: la actividad incansable de predicador, juntamente con sus escritos, le ha merecido el apelativo de Doctor Evangelicus (cf. AAS 38, 1946, pág. 201). «Pasaba –escribe su biógrafo– por ciudades y castillos, pueblos y aldeas, esparciendo por todas partes las semillas de la vida con generosa abundancia y con ferviente pasión. En esta peregrinación suya, se negaba todo reposo por el celo de las almas...» (Vita prima o «Assidua», 9, 3-4).
Su predicación no era declamatoria, ni se limitaba a vagas exhortaciones para llevar una vida buena; intentaba anunciar realmente el Evangelio, sabiendo bien que las palabras de Cristo no eran como las otras palabras, sino que poseían una fuerza que penetraba a los oyentes. Durante largos años se había dedicado al estudio de las Escrituras, y precisamente esta preparación le permitía anunciar al pueblo el mensaje de salvación con excepcional vigor. Sus sermones, llenos de fuego, agradaban a la gente, que sentía íntima necesidad de escucharle y, después, no podía sustraerse a la fuerza espiritual de sus palabras.
Por tanto, se puede decir que al estilo evangélico propio del discípulo peregrinante de ciudad en ciudad para anunciar la conversión y la penitencia, correspondía el contenido evangélico: formado en el estudio de la Sagrada Escritura, que había sugerido al Pontífice Gregorio IX hablando de san Antonio el epíteto «arca del Testamento», al predicar a los hombres de su tiempo, les proponía, sobre todo, la doctrina pura de Jesucristo.
3. Al ministerio de la palabra Antonio supo unir, desarrollando idéntico celo, la administración del sacramento de la penitencia. Grande en el púlpito, no fue menos grande un la penumbra del confesonario, coordinando lo que, por lógica sobrenatural, debe estar y permanecer unido. Efectivamente, predicación y ministerio de la confesión se sitúan como dos momentos de una actividad pastoral que, en el fondo, mira a la misma finalidad: el predicador, primero siembra la palabra de la verdad, reforzándola con su testimonio personal y con la oración; y él mismo recoge luego sus frutos como confesor, cuando recibe a las almas sinceramente arrepentidas y las ofrece al Padre de las misericordias, por medio del perdón y la vida.
Para Antonio resultaba fácil y natural el paso de uno al otro ministerio: ya cuando predicaba, hablaba con frecuencia de la confesión, como confirman sus Sermones, donde son raras las páginas que no tengan alguna alusión. Pero no se limitaba a exaltar las «virtudes» de la penitencia, ni solamente recomendaba a sus oyentes que la frecuentasen. Realizando personalmente sus palabras y exhortaciones, era muy asiduo en administrar el sacramento. Había das en que Antonio confesaba ininterrumpidamente hasta el anochecer, sin tomar alimento. Sabemos, además, que «convencía para que confesaran los pecados a una multitud tan grande de hombres y mujeres, que no bastaban para oír las confesiones ni los Hermanos, ni otros sacerdotes que en no pequeño grupo le acompañaban» (cf. Vita prima o «Assidua», 13, 13).
Realmente para él, según sus mismas palabras, la confesión era «casa de Dios» y «puerta del paraíso», en una óptica de fe tan viva, que al aspecto sacramental y canónico (tan profundizado por la teología medieval) imponía como culmen el encuentro afectuoso con el Padre celestial y la experiencia consoladora de su perdón generoso.
A la luz de Antonio, ministro del sacramento de la penitencia, ¿cómo no recordar en esta ciudad de Padua a otro religioso de la familia franciscana, al Beato Leopoldo Mandic de Castelnuovo, el humilde y silencioso capuchino que, en el retiro de su celda del convento de Santa Cruz, fue durante decenios ministro de la confesión, infundiendo con el sacramento del perdón paz y serenidad a innumerables personas de toda edad y condición?
Anunciar y ofrecer la salvación a todos los hombres
4. Son ejemplos preclaros éstos de los que estoy hablando, queridísimos hermanos y hermanas que me escucháis. Pero encontrándome en el templo que lleva el nombre de san Antonio, permitidme que, antes que a los laicos, me dirija sobre todo a vosotros, religiosos que atendéis aquí a estos sagrados ministerios «ex officio», y también a vosotros, sacerdotes diocesanos de Padua y del Véneto.
Predicación y penitencia: he aquí un gran binomio de pura matriz evangélica, que la praxis luminosa de Antonio os propone también a vosotros, ya que es plenamente válido y urgente para nuestros días, aunque tan diferentes de los suyos. Cambian los tiempos; pueden cambiar, y de hecho cambian según las indicaciones sabias de la Iglesia, métodos y formas de la acción pastoral: pero los principios fundamentales de ella y, sobre todo, el ordenamiento sacramental permanecen inmutables, como inmutables son la naturaleza y los problemas del hombre, criatura que está en el culmen de la creación divina, expuesta siempre, sin embargo, a la dramática posibilidad del pecado. Esto quiere decir que también urge anunciar al hombre de hoy, sin alterar su contenido, el kerigma de salvación (he aquí la predicación); también al hombre pecador urge ofrecerle hoy el instrumento-sacramento de la reconciliación (he aquí la penitencia). En fin, todavía es necesaria la actividad de evangelización en la doble vertiente del anuncio y del ofrecimiento de salvación.
Las celebraciones antonianas no se habrán reducido solamente a una conmemoración, si en todos vosotros, sacerdotes, seculares o religiosos, se desarrolla la conciencia de estos dos ministerios irrenunciables y preciosos, y si en vosotros, laicos, se acrecienta el deseo, más aún, la necesidad de aprovecharos de ellos para vuestro progreso espiritual. ¿Acaso no es verdad que muchas veces una buena confesión se encuentra en este mismo proceso como punto de partida o de llegada? Todo esto –notadlo bien– siempre en la línea evangélica de la penitencia-conversión.
En el otoño del próximo año, si Dios quiere, tendrá lugar una nueva sesión del Sínodo de los Obispos, que estará dedicada a la penitencia y a la reconciliación. Después de los grandes temas de la evangelización, de la catequesis y de la familia, ha parecido oportuno examinar, bajo todos sus aspectos –y no es el último el pastoral-sacramental–, este importante tema que compromete en tan gran parte la vida y la acción de la Iglesia en el mundo.
Con miras a este acontecimiento eclesial, a la luz del centenario antoniano, os digo a todos los que estáis aquí presentes que reflexionéis en torno al don inefable de la reconciliación: exhorto a los sacerdotes para que sean siempre celosos ministros de la misma (cf. 2 Cor 5,18-19), como exhorto a los fieles a que estén siempre disponibles y sean dóciles: «Dejaos reconciliar con Dios» (ib., 20).
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